Junto a Pollença, un leve
montículo al que se asciende por una larga escalinata tallada en la ladera, con
doble hilera de cipreses, es como un paisaje florentino trasplantado
caprichosamente a Mallorca. La imagen es, a primera vista, familiar. Uno
piensa que la ha visto ya, como fondo de un cuadro de Fra Angélico, del
Tintoretto, Veronés o quizá Botticelli. El contorno es suave, de placidez
serena y luminosidad equilibrada. Es el Calvari,
lugar que concita en los pollensines y aún en los hombres y mujeres de
Mallorca, obligados encuentros el día de Viernes Santo, a la llamada emotiva
de unas procesiones llenas de seriedad y adusta sencillez.
Sin embargo, siglos
atrás, toda la serenidad y la dulzura paisajísticas del Calvari, se rompían atlte el destino del promontorio, habilitado
como patíbulo sobre el que se levantaban siniestras las siluetas de las
horcas. Los caballeros templarios, mitad monjes y mitad soldados, cargados de
legenda-rias historias en las que no faltaban nunca el temerario valor ni la
nota macabra, eran, por designación real, los propietarios del monte.
Pero no todo era horror
en la cima de la colina. Un humilde oratorio guardaba -y guarda aún sobre su
altar central, un conjunto monolítico de dos figuras, Cristo en la cruz y su
madre en pié, cuya procedencia no tiene, hasta hoy, más justificación que la
mantenida durante siglos por una hermosa tradición marinera.
Fueron los pescadores de
la bravía Cala de Sant Vicenç que
desde hace cientos de años -como hoy, como mañana- salían en sus barcas a
retirar las redes. Pero aquel día no consiguieron sacarlas. No fueron
suficientes ni sus fuerzas ni las maniobras de aquellos hombres, curtidos y
avezados a bregar diariamente contra el mar. La red se resistía. Un enorme
peso la mantenía fija, como anclada en el agua. Llegaron más hombres y más
barcas, aunaron esfuerzos y al cabo, fatigados, rendidos casi, consiguieron
izar el aparejo a bordo.
La pesca, aquel día no
fue de peces. La red había atrapado en el fondo del agua de la cala, las
imágenes del crucificado y de su madre, talladas en la misma roca y depositadas
allí quién sabe por qué ignorada circunstancia.
Sini dudarlo, los
pescadores se declararon allí mismo protegidos por el milagroso hallazgo que
trasladaron e instalaron en la cima del Calvari.
Allí encendieron cada noche y durante siglos un candil de aceite que costeaban
con el producto de parte de sus ventas y que, en las noches de faena, les
orientaba con su resplandor como un faro amigo y protector.
Porque las imágenes del
Calvario, que habían querido salir del mar, no podían nunca dejar que se
perdieran en él los que las habían rescatado.
Fuentes:
Juan Muntaner Bujosa: Recopilación de costumbres, leyendas y otros
temas folklóricos, referentes a Palma. (Inédito).
José Mª Quadrado: Historia de la Conquista de Mallorca.
Crónicas inéditas de Marsilio y Desclot.
092. anonimo (balear-mallorca)
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