Existe en Eivissa, desde
tiempo inmemorial, una acendrada devoción a la mallorquina Virgen de Lluc. Es
un sentimiento antiguo, demostrado repetida-mente en cuantiosas peregrinaciones
que, aun cuando cruzar el ancho canal entre las dos islas era un incómodo
viaje, se producían con frecuencia. Era, tal vez, una hermosa manera de echar
por tierra el «legendario odio» (así, textualmente) que algunos -el ilustre
Blasco Ibáñez, por ejemplo- se empeñaban en ver, entre mallorquines e
ibicencos.
Algunos payeses viejos de
Selva o Caimari, recuerdan haber oído aún de sus mayores la historia de un
matrimonio ibicenco, con el hatillo al hombro y las alpargatas deshilachadas,
caminando cansina-mente en peregrinación al monasterio de Lluc. Iban contando
una historia, un relato triste que fue, tiempo atrás, el origen de la leyenda y
de la costumbre:
Todos sus vecinos, allá
en Eivissa, habían tenido la suerte de que Dios les enviara un hijo. Ellos no
sabían ya qué hacer ni a qué santo pedirlo. El hijo no venía y la pareja veía
con preocupación cómo sus años jóvenes iban quedando atrás. De lo demás, nada
les faltaba, pero todo lo hubieran dado con tal de conseguir el ansiado fruto
de su matrimonio.
Al fin, un día, dirigieron
su súplica a la moreneta de Lluc, con
la promesa de ir a verla y presentarle a su hijo si es que se dignaba
concedérselo. Y, sea por lo que fuere, el niño llegó. Cuando, días más tarde,
lo bautizaron, el padre y la madre no dudaron ni por un momento en el nombre
que le pondrían: se llamaría Lluc, natural-mente.
El viento del sur
hinchaba el velón del jabeque y lo empujaba ligero sobre el mar, alejándole de
la costa ibicenca que se recortaba como un suave trazo gris en el horizonte. Lluquet y sus padres iban a popa,
sentados junto al patrón que, dando intermitentes chupadas a una vieja
cachimba, escuchaba la historia de la promesa que había motivado el viaje de
la familia. Lluquet era, ciertamente,
una bendición del cielo. A sus pocos años, rebosando vitalidad y alegría, el
niño correteaba por la cubierta, jugueteando con los aparejos y sorbiendo las
gotas de agua salada que le salpicaban el rostro.
El patrón, sin embargo,
no estaba tranquilo. Una nube plomiza, acercándose rápidamente por la proa, le
preocupaba. Ordenó asegurar la carga, cerrar los escotillones y a sus
pasajeros que sujetaran al niño y se agarraran fuerte. El viento cambió, el mar
dejó de ser azul y el jabeque empezó a dar tumbos sobre aquellas olas grises y
coronadas de espuma.
Lluquet lloraba asustado,
agarrándose a su madre, que se esforzaba por mantenerse serena. Ocurrió todo
muy deprisa: un fardo suelto, un golpe de mar, un bandazo del velero y, al
retirarse el agua de la cubierta, el niño había desaparecido. Nada se pudo hacer.
El patrón bastante tenía con mantener el barco a flote y desgañitarse, jurando
e impartiendo órdenes a sus dos marineros. La oscuridad lo envolvía ya todo y
el fragor del mar ahogó el llanto desesperado de la madre.
La desgracia y el
cansancio se reflejaban en el rostro de aquel hombre y aquella mujer,
peregrinos hacia Lluc. Habían conseguido llegar a Mallorca y querían cumplir su
promesa. Los payeses de los pueblos les miraban pasar, compadecidos, sin
acertar a comprender el porqué de aquella desgracia.
Al atardecer llegaron al
santuario. Sobre el altar mayor, iluminada débilmente por unas lamparillas de
aceite, la imagen de la Virgen
parecía, aún, mucho más negra. Y quizá, también, un poco más pequeña.
La pareja de peregrinos
se acercó, despacio, con los ojos húmedos y un gesto de interrogación dibujado
en sus rostros: «¿Por qué?»
Aquel niño, al pie del
altar, no era un monaguillo, un blauet.
Se volvió hacia ellos, les miró fijamente y echó a correr a su encuentro,
tendiéndoles los brazos: «¡Padre! ¡Madre!». Lluquet volaba sobre el piso de la iglesia, con su vestido
impecable y sus alpargatas nuevas. Y les contó todo: que no cayó al mar, que
aquella señora -señalando a la imagen pequeña y morena le tomó de la mano y le
llevó consigo hasta el santuario diciéndole que esperase, que sus padres no
tardarían en llegar.
Ellos no comprendían
nada, pero abrazaron muy fuerte a Lluquet.
Al volver, de regreso a
Palma, iban explicando la historia, a su paso por los pueblos. Y los payeses,
al escucharla, se quedaban como más tranquilos y, mirando hacia lo alto de la
montaña, meneaban la cabeza, como diciéndole a la Vir gen: ¡Ja ho val, ja ho val!
Todo ello lo cuenta Pere
d'Alcántara Penya, en sus poesías populares:
Encara ara guarda Eivissa
d'aquell miracle record;
per aixó cada any ne venen
d'eivissencs grossos estols
a veure la Santa
Verge
de Lluch que n'es de tothom
la mes encertada vía
per lograr lo seu conhort...
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-eivissa)
No hay comentarios:
Publicar un comentario