En el siglo XVII el
bandolerismo no era nuevo en Menorca pero, por aquellas fechas, se recrudeció
con tanta fuerza que ni las más enérgicas medidas tomadas por las autoridades,
lograban atenuar sus devastadores efectos.
Al amparo de los
privilegios vigentes en la isla, acudió a ella una heterogénea chusma, en gran
parte procedente de Mallorca, intentando eludir la persecución de la justicia.
Caballeros con un vasto historial de pendencias, villanos hampones y clérigos
de sospechosas y oscuras conductas, eran una molesta plaga más que añadir a las
de piratas, langostas, ratones, peste y sequías pertinaces que arruinaban los
campos, desasistidos, por otra parte, de braceros que los trabajasen.
El panorama era
desolador. La isla estaba pagando su tributo al desconcierto del país, a su
desastrosa política central y a su secuela de estúpidas guerras, interminables
sangrías de hombres jóvenes que marchaban a ellas y, muchas veces, no
regresaban jamás.
Como si el sobrenombre
del rey de España, Carlos II, «el Hechiza-do», fuera una premonición, otra
epidemia se abatió sobre Menorca. El terreno estaba abonado para ello y una
proliferación de endemoniados alcanzó tan preocupante número que motivó la
súplica de los jurados menorquines:
Deu nostro Senyor -escribían- per sos juts judicis, ha alguns anys permet
haja en la isla personas spiritadas y endemoniadas, y per veure se han estés y
aumentat de cada día en donas casadas, donzellas, religiosas y minyonas y
homens, ha aparegut als magní-fichs jurats acudir a rogativas en primer lloch
a Deu nostro Senyor per veure si nos perdonaría esta plaga, aprés donarne part
al rey nostro senyor (¡a buen santo se encomendaban los menorquines!) para que amoneste los senyors inquisidors
de Mallorca, apliquen son desvelo en fer averiguacions y castigar los
delinquents...
Sin embargo, tampoco la
iglesia, por medio de su poderoso brazo inquisitorial, se tomó demasiado
interés en los exorcismos solicitados por la afligida Menorca. Sus conflictos
con el poder civil eran sonados y sus diferencias dirimidas -por ambos bandos-
con penas que llegaban, con demasiada frecuencia, hasta las últimas
consecuencias del cadalso.
Fue, ciertamente, un
siglo difícil para Menorca. El colofón, a principios del siguiente, de la
guerra por el trono vacío de España, afectó de lleno a la isla, entregada en
1713 a la dominación inglesa que, recibida con los naturales recelos, dejó, sin
embargo, una huella positiva en la pequeña balear.
* * *
Pudiera ser que, como
consecuencia de aquella proliferación de personas
spiritadas y endemoniadas que se extendió por la isla, surgiera entre sus
sencillos campesinos, aconsejados por ocasionales curanderos o adubants, la costumbre de recoger
amuletos con los que protegerse de las nocivas maldiciones que esparcían
aquellos posesos. La bolsita de tela blanca, repleta de pequeños guijarros, o
las herraduras de caballerías, colgadas tras la puerta de entrada en las casas,
eran recomendados como eficaces repelentes para evitar la entrada de los
espíritus del mal.
Las herraduras tenían que
ser, forzosamente, usadas, y las pequeñas piedras recogidas en el momento de
tocar a gloria, el sábado de Pascua.
Algunos conservan hoy la
práctica de aquellos extraños rituales. Quienes por mantener viva una típica
tradición, quienes por la inercia de una inveterada costumbre.
Pero lo que, por su
extrema dificultad en obtenerla (nadie lo ha conseguido todavía) constituía un
preciadísimo talismán, era la simiente de los helechos. Sin embargo, de ella
se contaban mara-villas. Usada por los espíritus malos de los endemoniados, era
un arma terrible como propagadora de maldiciones, ojerizas y todo tipo de
infortunios; pero, administrada como remedio contra estas cala-midades, sus
propiedades eran igualmente sobrenaturales y su eficacia, decían, a prueba de
las más retorcidas fuerzas del mal.
Aun sin haberla visto
nunca, a la semilla del helecho, se conocía la liturgia a seguir para ir a
recogerla.
Sólo era posible hacerlo
la noche del 23 al 24 de junio, la noche mágica de San Juan, llevando un paño
blanco para extender bajo la mata y dos candelas bendecidas, que se encendían
puntualmente al dar las doce. La operación era en extremo delicada, pues el
helecho -según la tradición- florece, fructifica y suelta sus semillas en el
breve espacio de tiempo comprendido entre la primera y la última de las
campanadas de aquella medianoche. Por otra parte, las semillas son escasas y
hay que poner mucho cuidado en que no se pierda ni una.
Así lo comprendieron un
payés de Alfurí y un curandero de Maó que marcharon, cada uno por su lado,
en busca de la preciada simiente. Provistos de todo lo necesario, se acomodaron,
uno en el torrente que desemboca en la
Cala del Pilar y otro en las cercanías de sa font d'en Simó. Y esperaron.
Llegada la medianoche, la
torrentera se llenó de un griterío espan-toso. Las candelas se apagaron y sólo
a la luz de esporádicos res-plandores alcanzó a ver el payés como. una caterva
de endemo-niados intentaban acercarse al que -el payés hubiera jurado que era
el mismo Satanás- repartía las semillas. Con la última campanada cesaron los
gritos y los empujones. Aquella especie de aquelarre se disolvió en un instante
y el chasqueado campesino, recobrado un mínimo de sus fuerzas, regresó a Alfurí sin ganas de repetir la experiencia.
No corrió mejor suerte el
curandero mahonés. A las doce en punto se secó el agua de la fuente y, en su
lugar, empezó a manar una ristra de chirriantes cadenas. Sin esperar más
acontecimientos, el hombre salió disparado y no paró hasta hallarse en su casa,
sin dejar de recitar jaculatorias.
La gente continuó pues -y
así continúa- sin saber de qué color son las semillas de los helechos, la
mágica llevor de falguera, aunque los
atributos de sus mágicos poderes, haya llegado hasta hoy, a caballo entre la
superstición y la leyenda.
* * *
En el terreno de los
encantamientos, existe en Menorca una rica colección de relatos que -sin tener
que ver ya con brujerías ni maleficios- están más cerca de la rondaia que de lo que, un poco
arbitrariamente, si se quiere- hemos venido admitiendo como leyendas. Todos
ellos son historias con el lugar común del sortilegio que es necesario romper
-y que nadie, por supuesto, ha roto- para librar al encantado personaje de su
ocasional forma.
El tema de los
encantamientos de personas o animales, con premio de fabulosas riquezas para
quien lo deshaga, se repite con profusión en las islas, manteniendo infinidad
de connotaciones con las historias de tesoros ocultos por los moros y
protegidos por conjuras que nadie será capaz de descifrar.
Una de ellas, podría ser
la siguiente:
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-menorca)
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