Las naves expedicionarias
dejaban el puerto de Salou y se hacían a la mar con las velas hinchadas por
vientos de optimismo y esperanza. Aquella mañana, cinco de Setiembre de 1229,
nadie veía en la aventura sino la parte prometedora de la empresa que se
iniciaba bajo los mejores auspicios. Sólo los cómitres de las galeras, aquellos
veteranos lobos de mar, curtidos por mil singladuras, escrutaban inquietos el
color del cielo, intentando adivinar el giro que tomarían los caprichosos
vientos mediterráneos, sospechosamente inquietos aquella jornada, Nadie se
atrevía a comunicarle al rey el resultado de la deliberación de los viejos marinos:
se avecinaba tormenta y lo más prudente era regresar y posponer la empresa.
La reacción del joven
Jaime fue tan fulminante como esperada: nadie iba a pronunciar la palabra
regreso; nadie iba a invertir el rumbo. Mallorca estaba allí, al final de la
travesía «y haremos este viaje contra los que no creen en Cristo, para que se
conviertan a Dios o sean del todo destruídos y a fin de adquirir aquél reino
para la fé de Jesucristo y de la
Iglesia. En Dios descansamos acerca del éxito, que Él nos
dará bueno y favorable viento». Estas fueron las palabras del monarca, zanjando
todo intento de desánimo.
Sin embargo el mar se
hinchaba poco a poco y las olas zarandeaban las embarcaciones y se estrellaban
contra ellas, haciendo crujir siniestramente los maderos. El viento pasaba
rozando las jarcias y esparcía silbidos lúgubres con presagios de muerte.
Impotentes agarrándose desesperadamente a las cañas de su timones, los
pilotos intentaban enderezar el rumbo de los navíos mientras los patrones,
empapados y roncos, gritabani órdenes a la des-concertada marinería. Como alocadas
peonzas, aproximándose peligrosa-mente, giraban las galeras y las taridas sobre
las olas. Con el trapo replegado, a merced de la tormenta y deshecha la
gallarda formación marine-ra, la flota semejaba un torbellino de cascarones a
punto de ser engullidos por el mar.
Los hombres de armas,
valerosos de por sí pero poco avezados a estos embates, desencajados y pálidos
yacían boca arriba en la sentina con la cabeza cubierta, por sus gramallas y
esperaban con horror una muerte a la que no podían ni sabían oponerse.
Ante aquella escena de
desolación el rey Jaime hincó las rodillas en la popa de su galera y con los
ojos arrasados en llanto, rezó así: «¡Oh mi Señor, mi Dios, mi Criador, mi
Redentor!, Tú me hiciste rey, Tú me has dado honor y poder. Mira esta multitud
que me sigue en tu devoto servicio, mírala a punto de perecer. Tú perderías y
perderíamos nosotros si saliera vano nuestro esfuerzo. ¡Defiéndenos de estos
peligros para gloria de tu fe y confusión de tus enemigos! Y Vos, piadosísima
Madre de Dios, puerto y seguridad de pecadores, por vuestros siete gozos y
vuestros siete dolores ¡haced memoria de mí y de los que me acompañan!»
Y con el rostro sobre las
húmedas tablas de la cubierta, mezclándose sus lágrimas con el agua de las
olas que le bañaban sin descanso, Jaime permaneció un momento formulando allí
mismo un voto, empeñando su real palabra en una promesa a su valedora
celestial, si le libraba de aquel peligro.
Meses después,
conquistada la isla, el rey Jaime cumplió lo pactado y frente a su palacio,
como emergiendo del mar, empezó a levantarse sobre el solar de una mezquita
sarracena la catedral de Mallorca, bajo la advocación de Nuestra Señora en su
asunción a los cielos.
Las piedras de Portals,
de Santanyí, de Llucmajor, de Bellver y del Coll d'En Rabassa, transportadas
incesantemente por el mar, empezaban a configurar lo que, siglos más tarde,
sería una de las catedrales más esbeltas del mundo, la maravilla arquitectónica
que ostentaría en el dintel de su portal mayor, el un tanto desorbitado lema:
«non est factum tale opus in universis regnis». (Tanto si se refiere al portal
en sí como a todo el edificio).
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (balear-mallorca)
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