Cuando procedían a la demolición del viejo manicomio
de Devonshire, en las afueras de Londres, una de las excavadoras que operaban
en el jardín extrajo de la tierra un herrumbroso cofrecillo metálico cuyo interior,
sin embargo, había permanecido incólume al cabo de medio siglo. Esto ocurrió a
mediados de los años cincuenta, y el contenido del cofrecillo no se dio
entonces a la publicidad. El director de la institución, fuertemente
impresionado por lo que allí había, consideró más oportuno entregarlo
directamente a Scotland Yard. Al cabo de veinticinco años, el hallazgo ha
permanecido oculto en sus archivos secretos. Y sólo ahora, según ordena la ley,
ha podido entregarse a la curiosidad de ciertos investigadores de lo insólito.
Yo soy uno de ellos. Confieso que he dudado mucho antes de dar a mis lectores
cumplida noticia de este cofre. Mis dudas no han desaparecido del todo, como no
ha desaparecido el tufillo maligno y obsesionante que emana del objeto. Pero tengo
tanto derecho a librarme de mis obsesiones como cualquier ser humano, y no
encuentro mejor modo de hacerlo que divulgar esta historia.
El cofre contenía un cuaderno de tapas raídas, pero
cuyo interior era perfectamente legible, y una hoja de papel con cuatro
dobleces en la que alguien, con mano firme y viveza de colores, había dibujado
una extraña joya. Se trataba de un rubí octogonal, cuyo rojo sangrante,
violento, contrastaba en el dibujo con la plateada frialdad del engarce.
Consistía éste, en efecto, en siete círculos concéntricos de plata grabados con
profusión de signos retorcidos, al parecer de carácter alfabético. Digo «al
parecer» porque si, como se sospecha, la exacta minuciosidad del dibujo quiere
representar aquí una escritura, ésta no tiene parangón con todas las hasta
ahora conocidas en la tierra. La representación gráfica desprende un aroma
arcaico y tenebroso. Da la impresión de ser una joya de antigüedad
inconcebible, tanto más por su ausencia de identidad con la orfebrería de
cualquier civilización. Si se trata de la obra de un loco (cosa que dudo,
después de haber leído el cuaderno manuscrito que se encontró junto al dibujo),
hay que decir en su descargo que poseía una imaginación fuera de lo común, y
una capacidad extraordinaria para representar, con toda la fuerza de la
realidad, un objeto imaginario. Tengo la impresión, rayana en el convencimiento
total, de que la joya no era imaginaria. Y esta impresión proviene, como las
dudas sobre la insania de su autor, de la lectura del manuscrito. Hay en él
párrafos de una lucidez espantosa, intuiciones terribles cuya asimilación
probable-mente crearía serios problemas en el equilibrio psíquico del lector
medio. Esta es la causa de que sólo en parte lo transcriba a continuación:
«No estoy loco. Lo cual, escrito aquí, en este
hospital, no constituye ninguna novedad. Todos los encerrados conmigo
manifiestan lo mismo. Pero, a diferencia de ellos, quisiera estar
verdaderamente loco. Pues de esa forma podría considerar producto de mi locura
la horrible realidad de mi pasado. Los médicos piensan que es una consecuencia
de la insania el hecho de que me despreocupe absolutamente de mi persona, o de
que me pase las horas muertas mirando a la pared de mi celda, ajeno por
completo al mundo que me rodea. Pero mi mente recuerda el horro, revive uno a
uno todos los momentos de mi pesadilla. Tengo mucho que pensar, es
preciso que comprenda las razones más íntimas de lo sucedido, aunque con ello
no logre alcanzar la paz que anhelo, esa serenidad que me ha sido negada para
siempre. ¡Para siempre! Me estremece imaginar que sólo la muerte (y tal vez ni
siquiera la muerte) me liberará de esta angustia que se ha incrustado en mi
corazón...»
«... No soy culpable de las muertes que me achacan.
El supuesto cadáver del niño no ha podido hallarse. Sencillamente, porque ese
cadáver no existe... ¡Está vivo! Las alcantarillas de Londres, o Dios sabe qué
ominosos subterráneos, son ahora su guarida. A veces lo siento bajo mis pies.
Sé que está abajo, muy abajo, quizá alimentándose de carroña, respirando los
vapores de la descomposición, bebiendo licores pútridos y haciendo crecer
incesantemente su odio hacia mí. Ojalá lo hubiera matado, como se aseguró en el
juicio. Ojalá me hubieran ahorcado, como pedía el fiscal. Que felicidad si,
como aseguraba mi defensor, yo no fuera otra cosa que un simple loco. Llegaron
a esta conclusión porque mis ojos estaban extraviados, porque me negaba a
pronunciar palabra alguna, porque permanecía ajeno e indiferente a cualquier
posible castigo. Si les hubiera dicho la verdad, ni el fiscal mismo dudaría de
que, efectivamente, estaba loco. Porque habrían preferido mil veces
considerarme loco antes que aceptar la verdad; nada dije de lo que en realidad
había sucedido, y tuve que guardarme las espantosas evidencias para mí solo.
Pero el horror almacenado en mi memoria se ha hecho tan insoportable que he
decidido vertirlo en este cuaderno. No espero la compren-sión de nadie, al
menos, entre los obtusos contemporáneos, fanatizados por la mitología del racionalismo
y de la ciencia empírica. Tal vez en un futuro más sensato y menos mecanista
alguien pudiera llegar a comprenderme. Y si no es así, qué importa. La tierra
devorará estas páginas como ha devorado tantos secretos espeluznantes a lo
largo de los siglos, como acabará devorándome a mí mismo... Y tal vez, a fin de
cuentas, eso sea lo mejor que pueda suceder».
«Mi esposa, Katherine Taylor, era una mujer de
belleza extraordinaria, aunque no de ese tipo de belleza que enciende de
inmediato la voluptuosidad de los hombres. Era rubia, delgada, de rasgos finos
y aristocráticos, y de sus ojos azules, claros como el mar de madrugada, se
desprendía una delicadeza tan atractiva que despertaba sentimientos de elevada
espiritualidad aún en los caracteres más groseros. Ni que decir tiene que
estaba perdidamente enamorado de ella, y que en los cuatro años transcurridos
de nuestro matrimonio habían constituido para ambos una continua fuente de
delicias... Cuando pienso en la felicidad del pasado, casi acepto pagar el horror
que ahora me ahoga como se acepta una medida de justicia. Sólo una sombra
había en nuestro matrimonio, y era que Katherine no me había proporcionado
descendencia. La vieron médicos ilustres, se sometió a toda clase de pruebas,
intentó todos los remedios imaginables sin resultado. Empecé a sospechar que
procedía de mí, y no de ella, la causa de su infertilidad».
«El dieciocho de noviembre de 18..., dos días antes
de su cumpleaños, me enojé con ella desmedidamente, por un motivo nimio. Era la
primera vez que en nuestro matrimonio sucedía tal cosa. Abandoné mi hogar dando
un portazo. Pero nada más llegar a la calle comencé a apesadumbrarme por mi
des-proporcionada manera de proceder. Sabía que había sido injusto con ella, que
Katherine estaba ahora sola en casa, llorado. Mi primer impulso fue volver de
inmediato, arrojarme a sus pies y suplicarle que me perdonara. Atribuí la causa
real de mi enojo, la que me tenía secretamente malhumorado, al hecho de que no
lograra darme un hijo. Pero advertí también la enormidad de mi conducta, la
injusticia de mi ira. Así que me propuse regalarle algo valioso, algo que me
ayudara a hacerle disipar su tristeza.».
«Portobello Street, la calle de los anticuarios,
estaba cerca de nuestra casa. Eran las cuatro de la tarde y un viento gélido
torturaba a los escasos viandantes. Niebla, viento y frío invitaban a entrar en
cualquier sitio cerrado y confortable. Lo era la primera tienda de anticuario
con que me tropecé, a pesar de su estrechez, escasa iluminación y tortuosas
escaleras que eran preciso descender para llegar al pequeño mostrador. Al otro
lado, un anciano con bonete, de expresión difusa y nariz judía, se esforzaba
por sonreírme al tiempo que se frotaba incesantemente las manos. En los días
que sucedieron jamás logré dar con esa tienda; lo que achaqué, en un principio,
a lo exaltado de mis ensoñaciones que me acometieron al entrar allí, y que me
distraían bastante del mundo exterior. Y me hubiera satisfecho hallarla porque
sospecho en la actuación de aquel anciano un papel de desenca-denador
consciente de los acontecimientos que habrían de sucederme en el futuro. Lo
sospecho ahora, aunque entonces simplemente estaba algo inquieto por su
persistente manera de mirarme, por la inteligencia algo siniestra que
desprendían sus ojos oscuros».
«Le expuse mi propósito de hacerle un regalo valioso
a mi esposa, con motivo de su próximo cumpleaños. "Tengo lo que usted
necesita", dijo, y de inmediato puso en el mostrador, sobre un trozo de
terciopelo verde, el rubí de los siete anillos. "Se que es muy antiguo
-añadió-, y desconozco de dónde procede.
Pero se trata, como puede comprobar, de una joya
única". Quedé fascinado. No soy un entendido en piedras preciosas, pero
aquel colgante emanaba un fulgor de belleza indescriptible. Si mis dedos no
hubieran comprobado la frialdad del cristal hubiera jurado que se trataba de un
ser vivo, cálido y sensible, o de un fuego minúsculo de incesante radiación.
Era, evidentemente, el regalo perfecto, según sugería la poco agraciada voz del
anciano. Le pedí explicación sobre la significación de los signos concéntricos
que rodeaban la piedra y fingió ignorarlas, si bien creí advertir en su
expresión el intento de borrar un gesto maligno. Convenimos el precio -nada
elevado, para mi asombro- y lo satisfice en el acto, eufórico por haber
realizado una buena y oportuna compra, contento al imaginar la joya sobre los
delicados senos de mi mujer».
«Como había sospechado, encontré a Katherine
secándose las últimas lágrimas. Mis palabras de consuelo, acompañadas por el
regalo, surtieron el efecto deseado, y pude complacerme nuevamente al
contemplar su rostro radiante, al estrecharla y sentir sobre los míos el calor
de sus labios. De inmediato se colgó la joya del cuello y me dijo: "Aquí
la llevaré siempre. Sólo me desprenderé de ella si volviéramos a
enfadarnos". Le aseguré que, en ese caso, la joya le acompañaría hasta la
tumba... ¡Como me maldigo ahora por haber pronunciado esas palabras!
«En efecto, Katherine, mientras vivió, no se separó
nunca de la piedra. Recuerdo que aquella noche, cuando le hice el regalo, se
disipó la niebla. Había luna llena y, según mi costumbre, la contemplaba
absorto desde los ventanales del salón. Escuché a mis espaldas los tenues pasos
de sus pies descalzos, y luego su voz, llamándome por su nombre:»
-«¡Edgard!»
«Volví la cabeza. El fuego del hogar lanzaba cálidas
oleadas de luz rojiza, que incidía con la luz pálida de la luna sobre el cuerpo
desnudo de mi mujer. Porque así, sin más atavío que la piedra pendiente de su
cuello, se ofrecía a mis ojos, ansiosa de amor. Jamás olvidaré, mientras viva,
aquel momento de felicidad suprema, ese recuerdo ardiente que trata en vano de
mitigar, a veces, los espantosos acontecimientos que le sucedieron. La poseí
sobre la alfombra, al calor del fuego, bajo la turbadora mirada de la luna. Fue
hermoso y terrible. El rubí rozaba la punta de sus senos. Sus gemidos, que al
principio eran de placer, se prolongaron aún después de que la unión hubiera
concluido. En aquel momento cumbre, cuando el orgasmo nos envolvía, sentí una
sombra entre nosotros, una presencia intangible cuyos dedos de hielo quisieran
desgarrar nuestra gozosa intimidad. El fuego bramó de pronto, como impulsado
por una inexistente corriente de aire, y sus llamas se agigantaron. Katherine se
estremeció y, como digo, siguió gimiendo aún cuando yo hube deshecho nuestro
abrazo. A duras penas conseguí tranquilizarla. Sus ojos se habían contagiado
del tenebroso brillo del rubí. Le pregunté que le había sucedido y si, como
temía, no había logrado yo, con mis amorosas acometidas, hacerle participar por
completo de mi placer».
-«No lo sé -me respondió-, pero tuve la sensación...
Debo decírtelo: tuve la sensación de que no eras tú quien me poseías. Fue
horrible..., horrible...»
«Sus ojos se humedecieron mientras pronunciaba esas
últimas palabras».
»Pasó el tiempo. Katherine, después de aquella
noche, ya no era la misma. Tenía frecuentes crisis de malhumor,
absolutamente injustificadas. A menudo, su tensión y su desasosiego eran
permanentes, haciéndose más agudos a la caída de la tarde. Entonces sólo yo,
con toda la paciencia que el amor me inspiraba, podía soportarla. Me sentía
vagamente culpable, sin saber por qué. Al cabo de tres meses me anunció, menos
feliz de lo que podía esperarse, que estaba embarazada».
«Mi júbilo fue enorme. El de ella, inexistente.
Atribuí las irregularidades de su carácter a su nuevo estado. En vano traté de
engañarme pensando que, cuando el embarazo fuera en aumento, la alegría natural
de la maternidad borraría todas las melancolías de su espíritu. Estaba
completamente equivocado».
«El suyo no era un embarazo normal. Katherine iba
enflaqueciendo día a día, mientras su vientre crecía y se abultaba de un modo
anormal. Era evidente la vampirización de que el feto le hacía objeto. Un
hilillo de sangre acuosa le brotaba con frecuencia de la nariz y, lo que
resultaba mucho más espantoso, de los ojos y de los oídos. Su aliento se fue
haciendo más fétido de día en día, hasta el punto de que difícilmente podía
soportar su presencia en la cama común. Dios me había dado, sin embargo,
infinitas provisiones de paciencia. Mi amor por ella fue poco a poco
transformándose en una agria compasión. Su estado era en extremo lamentable,
hasta el punto de que las ojeras, amoratadas, cercaban sus ojos como dos
sentencias de muerte. Con frecuencia abandonaba yo la casa, porque la creciente
alteración de sus nervios estaba contagiando los míos. Pero se negaba
empecinadamente a dejarse visitar por un médico, ya que todos esos síntomas los
consideraba normales de su nuevo estado».
«Eran frecuentes sus explosiones de cólera. Su tensa
sensibilidad le impedía soportar el menor ruido. Su mente se debilitaba tanto
como su cuerpo, y fue presa de las obsesiones más extravagantes. Aunque su
capacidad mental disminuía, dio en pensar que yo maquinaba un secreto plan para
asesinarla. Quise convencerla del absurdo de semejante suposi-ción, pero no lo
logré. Sus movimientos fueron haciéndose nerviosos, frenéticos hasta el
paroxismo, y desplegaba, a veces, una energía indos-pechada. Se ponía en
guardia de un modo animal, automático, cuando por descuido, me acercaba yo a su
deforme vientre algo más de lo que ella estimaba conveniente. Por mi parte,
sospeché que de la forma que aquel odioso feto (el estado de su madre no me
permitía albergar hacia él otros sentimientos) se alimentaba cruelmente de su
sangre, la mente que en él estaba encarnándose absorbía con avidez creciente la
energía cerebral de Katherine. Mi mujer, o mejor dicho, lo que de ella quedaba,
había adoptado el hábito de tomar ingentes cantidades de estimulantes, tal vez
en un esfuerzo desesperado por permanecer consciente, pese a lo cual parecía
estar, a menudo, con la mente en blanco. Soporté todos estos síntomas con la
agitación y tristeza que cabe imaginar, pero nada me dolía tanto como su
desconfianza hacia mi persona, que llegó a hacerse casi absoluta, como su
mutismo».
«Las costumbres de la casa no
habían variado, sin embargo, substancial-mente. Aunque sus tensiones me impedían
dormir muchas noches, seguíamos compartiendo la misma cama. Hacia el octavo
mes, muy próximo ya al alumbramiento, me despertó una noche con un grito
terrible. Me apresuré a encender el quinqué de la mesilla de noche. La vi
incorporada en la cama, con el rostro congestionado, presa de agudos espasmos.
Su vientre monstruoso se agitaba a intervalos, sacudido por movimientos
concéntricos de dudosa naturaleza. «¡Me está ahogando! -dijo- ¡Mátalo, mátalo
ahora mismo! ¡Me ahoga!» Aquellas expresiones me inmovilizaron hasta el
estupor. Logré calmarla un tanto con grandes esfuerzos. Su crisis histérica se
manifestaba ahora con lágrimas incontenibles. En medio de las cuales, entre
sollozos, añadió: "Mi vientre está inmundo... Siento las manos sucias,
sucias, cada vez más sucias". No cesaban las sacudidas de su vientre. Puse
la palma de la mano sobre él y, por vez primera, Katherine no me lo impidió. El
feto, al notar el contacto de mi mano, cesó en sus movimientos y se contrajo
hasta ponerse duro como una piedra. Asombrosamente, el vientre estaba frío. No
sé de dónde procedía la insufrible sensación de asco que me hizo apartar la
mano de inmediato. Tal vez fue el presentimiento de que ese feto, aunque vivo,
tenía la sangre helada. Katherine cesó de llorar, sufrió un último espasmo y
quedó rígida, tendida en la cama. Sobresaltado, me incorporé en el lecho. Temí
seriamente por su vida. Sin embargo, aunque de forma débil, seguía respirando.
Y su vientre, antes duro y contraído, se mostraba ahora blando y móvil, en
contraste con la rigidez general de su cabeza, pecho y miembros. Comencé a
vestirme apresuradamente, para llamar a un médico, pero no tardó Katherine en
recobrar el sentido. Al cabo de un minuto, estremeciéndose, me aseguró que
tenía mucho frío. Sentí por ella una honda compasión. La arropé con la manta y
fui a estrecharla entre mis brazos, pero me rechazó.
"¡No me toques! -dijo- ¡Estoy maldita...!
¡Maldita!"»
«Tres días después llegó el momento horrible del
alumbramiento. Katherine me lo anunció, pálida como un papel, con el rostro helado,
la respiración afanosa y todo su ser temblando por los efectos de una oscura
premonición. Descubrí en el fondo de sus ojos algunos restos resplan-decientes
de la antigua Katherine y me conmoví hasta los tuétanos, porque yo también
intuía que su fin estaba próximo. La abracé fuertemente, sin poderme contener y
mis lágrimas se sumergieron en su todavía hermoso cabello. Pero el feto, al
sentir mi contacto, se retorció en el fláccido y abultado vientre y Katherine,
lanzado un grito de dolor, cayó desmayada».
«La deposité sobre la cama. Su corazón latía
aceleradamente. Sus ojos giraban sin cesar, con movimientos desacompasados. Su
aliento era más fétido que nunca. Salí de casa corriendo, en busca de la
comadrona. Al regresar con ella, Katherine gritaba, desde la alcoba, como una
poseída. Subimos las escaleras lo más rápido que nos fue posible. La
encontramos aullando, retorciéndose entre las sábanas. No me creí con fuerzas
para asistir al alumbramiento, y no sé cómo pude resistir hasta el final. Mi
cuerpo estaba tenso, mi mente inquieta, mi corazón sobresaltado por un
tenebroso sentimiento que me mantenía paralizado, a los pies de la cama, desde
las primeras contracciones de Katherine».
«Por el ensangrentado útero asomó una pequeña mano.
La comadrona cruzó conmigo una mirada significativa: el parto no se presentaba
para nada bien. Mi mujer, continuamente sacudida por espasmos dolorosos, no
tenía ya fuerzas ni para gemir y permanecía semiinconsciente. La comadrona
introdujo de nuevo la pequeña mano y trató de cambiar la posición del feto para
que saliese primero la cabeza. Mientras estaba realizando estas operaciones
observé algo sobre el pecho de Katherine que me cortó la respiración. Era que
en el nacimiento de los senos, justamente debajo de donde solía apoyarse el
rubí, había surgido la mancha de una quemadura cuya forma coincidía, punto por
punto, con la de la joya, que seguía pendiente de su cuello. Cruzó por mi
mente, con la rapidez de un impulso instintivo, el propósito de arrancársela.
Pero en ese momento la comadrona solicitaba mi ayuda. Quería que yo sujetase,
firmemente abiertas, las piernas de mi mujer, mientras ella trataba de extraer
la cabeza. Me aferré a las pantorrillas de Katherine conteniendo sus convulsos
temblores. Desde mi posición podía observar perfectamente la salida del feto...
Mi mano tiembla, como temblaban las pantorrillas de Katherine, al recordar lo
que vi».
«Su cráneo era anormalmente grande, de color
amarillento y desprovisto de pelo como la cabeza de un anciano. Me negaba a
aceptar que semejante engendro pudiera ser mi hijo, y eso fue lo primero que
pensé al ver la arrugada piel del cráneo, sus orejas membranosas. Pero nada me
inquietó tanto como ver su rostro renegrido y tembloroso, sus ojos abiertos, su
boca llena de diminutos y puntiagudos dientecillos... Adiviné que la comadrona
trataba de contener un grito de asco y horror. Por mi parte, estaba tan
fascinado ante el insólito espectáculo del recién nacido que no me di cuenta,
en aquellos momentos, de que las piernas de Katherine habían dejado de temblar.
Creo que murió momentos antes de que la comadrona cortara el cordón umbilical».
«Tras la tensión acumulada, aquella horrible escena
me hizo perder el conocimiento. No lo recobré enteramente sino cinco días
después, gracias a la solicitud de mi hermana Lucille, que vino a cuidar de mí
y del engendro nada más enterarse de lo sucedido. Pasé esos cinco días
enfebrecido, asaltado por multitud de pesadillas, negándome a salir de la cama
para enfrentarme con la realidad; mucho más espantosa, entonces para mí, que
todas esas pesadillas. Lucille, mostrando una entereza de ánimo que yo mismo
estaba muy lejos de poseer, se ocupó también del entierro de Katherine y
de hacer que, en la medida de lo posible, el ritmo de la casa regresara a los
cauces de la normalidad».
«Consentí a salir de la cama pero me negué a ver a
mi presunto hijo. Lucille hacía el papel de madre a la perfección, aunque su
extraño aspecto le inquietara y los múltiples dientes de la criatura le
produjeran un cierto temor. Pronto se dejaron sentir las huellas de esos
dientes en el biberón con que lo alimentaba».
«Por intermedio de Lucille llegué a conocer algunas
otras particularidades de aquel ser que, a los pocos días de su nacimiento,
empezaba a demostrar un apetito insaciable y una movilidad absolutamente
desproporcionada para su edad. No dormía nunca, pero semejante circunstancia no
parecía afectar para nada a su fisiología. Sus cortas y velludas piernas se
fortalecieron pronto lo bastante como para poder soportar el peso del cuerpo.
Tenía las manos pequeñas y delicadas, pero sus brazos eran igualmente robustos
y velludos. El vientre, fuerte pero abultado en exceso, daba muestras de la
incipiente capacidad de su estómago. Al cabo de una semana, la leche resultó
insuficiente para alimentarlo y Lucille probó, con éxito, ofrecerle alimentos
sólidos, que aquel raro organismo devoraba a satisfacción. Mordisqueaba y
engullía la carne con especial avidez».
«Eran, sin embargo, sus ojos, lo que más inquietaba
a Lucille. Tan claros que apenas si se distinguían de la córnea. Parecían los
ojos de esos ciegos atacados de tracoma, pero veía perfecta-mente. A menudo
permanecía quieto como una estatua de sí mismo, pero reaccionaba con
extraordinaria celeridad al menor estímulo exterior. La temperatura de su
cuerpo, según yo había intuido, era sensiblemente más baja de lo normal, pero
ni el frío ni el calor parecían afectarle demasiado... Sólo la infinita
compasión de Lucille, la gran bondad de su corazón podían hacerle medianamente
llevadero el cuidado de semejante bestia que permaneció oculta, por expreso
deseo mío, a la vista de familiares y curiosos».
«Lucille comenzó tomando su ingrata tarea con
apasionamiento, pero al cabo de quince días le resultó difícilmente soportable.
Prejuicios de carácter moral y, sobre todo el temor y la repugnancia que me
impedían acercarme al engendro, conservaron su integridad física, ya que la
idea de darle muerte empezó a ser acogida por mi espíritu como la única
liberación posible».
«El desenlace, sin embargo, ocurrió de una manera
mucho más horrible. Una noche, hacia las tres de la madrugada, un grito
espantoso rompió violentamente mi sueño. Reconocí la voz de Lucille. Encendí
una vela y bajé corriendo a la planta baja. La puerta del dormitorio estaba
entreabierta. De su interior se escuchaba una respiración entrecortada y
violenta. Confieso que sentí un miedo cerval antes de empujar esa puerta. Un
olor acre y fuerte, que al principio no logré identificar, inundaba el
ambiente. Atravesé al fin esa puerta, con la vela levantada y el color de la
sangre, espantosamente esparcida por todo el cuarto, me confirmó la ominosa
naturaleza del olor que había percibido».
«Hubiera preferido arrancarme los ojos para no haber
visto el atroz espectáculo que la macilenta luz de la vela me ofrecía. Sobre la
cama, el cuerpo destrozado a mordiscos de Lucille se estremecía con los últimos
estertores. Me miraba sin ser capaz ya de percibirme, con los ojos abiertos a
un horror infinito. Vi sus vísceras despedazadas, sus pechos horriblemente
mutilados... ¡Dios mío! Yo también grité, retrocedí ahogado de espanto. Y
entonces una negra figura, de ojos centelleantes, cruzó rápidamente la puerta,
rozando mis piernas con su asquerosa frialdad, manchándome de sangre fresca las
pantorrillas. Cuando al fin pude reaccionar traté de salir en su persecución
por la oscuridad del pasillo. Me detuve, sin embargo, al escuchar un ruido de
cristales rotos procedentes de la puerta. Cuando comprendí al fin lo que
sucedía era demasiado tarde. El monstruo, envuelto en girones rojos, escapaba
corriendo por la calle. La débil luz de un farol de gas me permitió ver todavía
cómo aquella masa infrahumana, con inimaginable fuerza, levantaba la tapa de
una alcantarilla y se hundía en las profundidades subterráneas. Si entonces
hubiera cedido al imperioso deseo de acabar con mi vida, me hubiera ahorrado
para siempre el horror de estos recuerdos. Esa misma noche profanaron la tumba
de Katherine. El rubí que colgaba del cuello del cadáver había desaparecido».
999. Anonimo
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