Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 19 de agosto de 2012

El rubí de los siete anillos


Cuando procedían a la demolición del viejo manicomio de Devonshire, en las afueras de Londres, una de las excavadoras que operaban en el jardín extrajo de la tierra un herrumbroso cofrecillo metálico cuyo interior, sin embargo, había permanecido incólume al cabo de medio siglo. Esto ocurrió a mediados de los años cincuenta, y el contenido del cofrecillo no se dio entonces a la publicidad. El director de la institución, fuertemente impresionado por lo que allí había, consideró más oportuno entregarlo directamente a Scotland Yard. Al cabo de veinticinco años, el hallazgo ha permanecido oculto en sus archivos secretos. Y sólo ahora, según ordena la ley, ha podido entregarse a la curiosidad de ciertos investigadores de lo insólito. Yo soy uno de ellos. Confieso que he dudado mucho antes de dar a mis lectores cumplida noticia de este cofre. Mis dudas no han desaparecido del todo, como no ha desaparecido el tufillo maligno y obsesionante que emana del objeto. Pero tengo tanto derecho a librarme de mis obsesiones como cualquier ser humano, y no encuentro mejor modo de hacerlo que divulgar esta historia.
El cofre contenía un cuaderno de tapas raídas, pero cuyo interior era perfectamente legible, y una hoja de papel con cuatro dobleces en la que alguien, con mano firme y viveza de colores, había dibujado una extraña joya. Se trataba de un rubí octogonal, cuyo rojo sangrante, violento, contrastaba en el dibujo con la plateada frialdad del engarce. Consistía éste, en efecto, en siete círculos concéntricos de plata grabados con profusión de signos retorcidos, al parecer de carácter alfabético. Digo «al parecer» porque si, como se sospecha, la exacta minuciosidad del dibujo quiere representar aquí una escritura, ésta no tiene parangón con todas las hasta ahora conocidas en la tierra. La representación gráfica desprende un aroma arcaico y tenebroso. Da la impresión de ser una joya de antigüedad inconcebible, tanto más por su ausencia de identidad  con la orfebrería de cualquier civilización. Si se trata de la obra de un loco (cosa que dudo, después de haber leído el cuaderno manuscrito que se encontró junto al dibujo), hay que decir en su descargo que poseía una imaginación fuera de lo común, y una capacidad extraordinaria para representar, con toda la fuerza de la realidad, un objeto imaginario. Tengo la impresión, rayana en el convencimiento total, de que la joya no era imaginaria. Y esta impresión proviene, como las dudas sobre la insania de su autor, de la lectura del manuscrito. Hay en él párrafos de una lucidez espantosa, intuiciones terribles cuya asimilación probable-mente crearía serios problemas en el equilibrio psíquico del lector medio. Esta es la causa de que sólo en parte lo transcriba a continuación:
«No estoy loco. Lo cual, escrito aquí, en este hospital, no constituye ninguna novedad. Todos los encerrados conmigo manifiestan lo mismo. Pero, a diferencia de ellos, quisiera estar verdaderamente loco. Pues de esa forma podría considerar producto de mi locura la horrible realidad de mi pasado. Los médicos piensan que es una consecuencia de la insania el hecho de que me despreocupe absolutamente de mi persona, o de que me pase las horas muertas mirando a la pared de mi celda, ajeno por completo al mundo que me rodea. Pero mi mente recuerda el horro, revive uno a uno todos los momentos  de mi pesadilla. Tengo mucho que pensar, es preciso que comprenda las razones más íntimas de lo sucedido, aunque con ello no logre alcanzar la paz que anhelo, esa serenidad que me ha sido negada para siempre. ¡Para siempre! Me estremece imaginar que sólo la muerte (y tal vez ni siquiera la muerte) me liberará de esta angustia que se ha incrustado en mi corazón...»
«... No soy culpable de las muertes que me achacan. El supuesto cadáver del niño no ha podido hallarse. Sencillamente, porque ese cadáver no existe... ¡Está vivo! Las alcantarillas de Londres, o Dios sabe qué ominosos subterráneos, son ahora su guarida. A veces lo siento bajo mis pies. Sé que está abajo, muy abajo, quizá alimentándose de carroña, respirando los vapores de la descomposición, bebiendo licores pútridos y haciendo crecer incesantemente su odio hacia mí. Ojalá lo hubiera matado, como se aseguró en el juicio. Ojalá me hubieran ahorcado, como pedía el fiscal. Que felicidad si, como aseguraba mi defensor, yo no fuera otra cosa que un simple loco. Llegaron a esta conclusión porque mis ojos estaban extraviados, porque me negaba a pronunciar palabra alguna, porque permanecía ajeno e indiferente a cualquier posible castigo. Si les hubiera dicho la verdad, ni el fiscal mismo dudaría de que, efectivamente, estaba loco. Porque habrían preferido mil veces considerarme loco antes que aceptar la verdad; nada dije de lo que en realidad había sucedido, y tuve que guardarme las espantosas evidencias para mí solo. Pero el horror almacenado en mi memoria se ha hecho tan insoportable que he decidido vertirlo en este cuaderno. No espero la compren-sión de nadie, al menos, entre los obtusos contemporáneos, fanatizados por la mitología del racionalismo y de la ciencia empírica. Tal vez en un futuro más sensato y menos mecanista alguien pudiera llegar a comprenderme. Y si no es así, qué importa. La tierra devorará estas páginas como ha devorado tantos secretos espeluznantes a lo largo de los siglos, como acabará devorándome a mí mismo... Y tal vez, a fin de cuentas, eso sea lo mejor que pueda suceder».
«Mi esposa, Katherine Taylor, era una mujer de belleza extraordinaria, aunque no de ese tipo de belleza que enciende de inmediato la voluptuosidad de los hombres. Era rubia, delgada, de rasgos finos y aristocráticos, y de sus ojos azules, claros como el mar de madrugada, se desprendía una delicadeza tan atractiva que despertaba sentimientos de elevada espiritualidad aún en los caracteres más groseros. Ni que decir tiene que estaba perdidamente enamorado de ella, y que en los cuatro años transcurridos de nuestro matrimonio habían constituido para ambos una continua fuente de delicias... Cuando pienso en la felicidad del pasado, casi acepto pagar el horror que ahora me ahoga como se acepta una medida de justicia. Sólo una sombra  había en nuestro matrimonio, y era que Katherine no me había proporcionado descendencia. La vieron médicos ilustres, se sometió a toda clase de pruebas, intentó todos los remedios imaginables sin resultado. Empecé a sospechar que procedía de mí, y no de ella, la causa de su infertilidad».
«El dieciocho de noviembre de 18..., dos días antes de su cumpleaños, me enojé con ella desmedidamente, por un motivo nimio. Era la primera vez que en nuestro matrimonio sucedía tal cosa. Abandoné mi hogar dando un portazo. Pero nada más llegar a la calle comencé a apesadumbrarme por mi des-proporcionada manera de proceder. Sabía que había sido injusto con ella, que Katherine estaba ahora sola en casa, llorado. Mi primer impulso fue volver de inmediato, arrojarme a sus pies y suplicarle que me perdonara. Atribuí la causa real de mi enojo, la que me tenía secretamente malhumorado, al hecho de que no lograra darme un hijo. Pero advertí también la enormidad de mi conducta, la injusticia de mi ira. Así que me propuse regalarle algo valioso, algo que me ayudara a hacerle disipar su tristeza.».
«Portobello Street, la calle de los anticuarios, estaba cerca de nuestra casa. Eran las cuatro de la tarde y un viento gélido torturaba a los escasos viandantes. Niebla, viento y frío invitaban a entrar en cualquier sitio cerrado y confortable. Lo era la primera tienda de anticuario con que me tropecé, a pesar de su estrechez, escasa iluminación y tortuosas escaleras que eran preciso descender para llegar al pequeño mostrador. Al otro lado, un anciano con bonete, de expresión difusa y nariz judía, se esforzaba por sonreírme al tiempo que se frotaba incesantemente las manos. En los días que sucedieron jamás logré dar con esa tienda; lo que achaqué, en un principio, a lo exaltado de mis ensoñaciones que me acometieron al entrar allí, y que me distraían bastante del mundo exterior. Y me hubiera satisfecho hallarla porque sospecho en la actuación de aquel anciano un papel de desenca-denador consciente de los acontecimientos que habrían de sucederme en el futuro. Lo sospecho ahora, aunque entonces simplemente estaba algo inquieto por su persistente manera de mirarme, por la inteligencia algo siniestra que desprendían sus ojos oscuros».
«Le expuse mi propósito de hacerle un regalo valioso a mi esposa, con motivo de su próximo cumpleaños. "Tengo lo que usted necesita", dijo, y de inmediato puso en el mostrador, sobre un trozo de terciopelo verde, el rubí de los siete anillos. "Se que es muy antiguo -añadió-, y desconozco de dónde procede.
Pero se trata, como puede comprobar, de una joya única". Quedé fascinado. No soy un entendido en piedras preciosas, pero aquel colgante emanaba un fulgor de belleza indescriptible. Si mis dedos no hubieran comprobado la frialdad del cristal hubiera jurado que se trataba de un ser vivo, cálido y sensible, o de un fuego minúsculo de incesante radiación. Era, evidentemente, el regalo perfecto, según sugería la poco agraciada voz del anciano. Le pedí explicación sobre la significación de los signos concéntricos que rodeaban la piedra y fingió ignorarlas, si bien creí advertir en su expresión el intento de borrar un gesto maligno. Convenimos el precio -nada elevado, para mi asombro- y lo satisfice en el acto, eufórico por haber realizado una buena y oportuna compra, contento al imaginar la joya sobre los delicados senos de mi mujer».
«Como había sospechado, encontré a Katherine secándose las últimas lágrimas. Mis palabras de consuelo, acompañadas por el regalo, surtieron el efecto deseado, y pude complacerme nuevamente al contemplar su rostro radiante, al estrecharla y sentir sobre los míos el calor de sus labios. De inmediato se colgó la joya del cuello y me dijo: "Aquí la llevaré siempre. Sólo me desprenderé de ella si volviéramos a enfadarnos". Le aseguré que, en ese caso, la joya le acompañaría hasta la tumba... ¡Como me maldigo ahora por haber pronunciado esas palabras!
«En efecto, Katherine, mientras vivió, no se separó nunca de la piedra. Recuerdo que aquella noche, cuando le hice el regalo, se disipó la niebla. Había luna llena y, según mi costumbre, la contemplaba absorto desde los ventanales del salón. Escuché a mis espaldas los tenues pasos de sus pies descalzos, y luego su voz, llamándome por su nombre:» -«¡Edgard!»
«Volví la cabeza. El fuego del hogar lanzaba cálidas oleadas de luz rojiza, que incidía con la luz pálida de la luna sobre el cuerpo desnudo de mi mujer. Porque así, sin más atavío que la piedra pendiente de su cuello, se ofrecía a mis ojos, ansiosa de amor. Jamás olvidaré, mientras viva, aquel momento de felicidad suprema, ese recuerdo ardiente que trata en vano de mitigar, a veces, los espantosos acontecimientos que le sucedieron. La poseí sobre la alfombra, al calor del fuego, bajo la turbadora mirada de la luna. Fue hermoso y terrible. El rubí rozaba la punta de sus senos. Sus gemidos, que al principio eran de placer, se prolongaron aún después de que la unión hubiera concluido. En aquel momento cumbre, cuando el orgasmo nos envolvía, sentí una sombra entre nosotros, una presencia intangible cuyos dedos de hielo quisieran desgarrar nuestra gozosa intimidad. El fuego bramó de pronto, como impulsado por una inexistente corriente de aire, y sus llamas se agigantaron. Katherine se estremeció y, como digo, siguió gimiendo aún cuando yo hube deshecho nuestro abrazo. A duras penas conseguí tranquilizarla. Sus ojos se habían contagiado del tenebroso brillo del rubí. Le pregunté que le había sucedido y si, como temía, no había logrado yo, con mis amorosas acometidas, hacerle participar por completo de mi placer».
-«No lo sé -me respondió-, pero tuve la sensación... Debo decírtelo: tuve la sensación de que no eras tú quien me poseías. Fue horrible..., horrible...»
«Sus ojos se humedecieron mientras pronunciaba esas últimas palabras».
»Pasó el tiempo. Katherine, después de aquella noche, ya no era la misma. Tenía frecuentes  crisis de malhumor, absolutamente injustificadas. A menudo, su tensión y su desasosiego eran permanentes, haciéndose más agudos a la caída de la tarde. Entonces sólo yo, con toda la paciencia que el amor me inspiraba, podía soportarla. Me sentía vagamente culpable, sin saber por qué. Al cabo de tres meses me anunció, menos feliz de lo que podía esperarse, que estaba embarazada».
«Mi júbilo fue enorme. El de ella, inexistente. Atribuí las irregularidades de su carácter a su nuevo estado. En vano traté de engañarme pensando que, cuando el embarazo fuera en aumento, la alegría natural de la maternidad borraría todas las melancolías de su espíritu. Estaba completamente equivocado».
«El suyo no era un embarazo normal. Katherine iba enflaqueciendo día a día, mientras su vientre crecía y se abultaba de un modo anormal. Era evidente la vampirización de que el feto le hacía objeto. Un hilillo de sangre acuosa le brotaba con frecuencia de la nariz y, lo que resultaba mucho más espantoso, de los ojos y de los oídos. Su aliento se fue haciendo más fétido de día en día, hasta el punto de que difícilmente podía soportar su presencia en la cama común. Dios me había dado, sin embargo, infinitas provisiones de paciencia. Mi amor por ella fue poco a poco transformándose en una agria compasión. Su estado era en extremo lamentable, hasta el punto de que las ojeras, amoratadas, cercaban sus ojos como dos sentencias de muerte. Con frecuencia abandonaba yo la casa, porque la creciente alteración de sus nervios estaba contagiando los míos. Pero se negaba empecinadamente a dejarse visitar por un médico, ya que todos esos síntomas los consideraba normales de su nuevo estado».
«Eran frecuentes sus explosiones de cólera. Su tensa sensibilidad le impedía soportar el menor ruido. Su mente se debilitaba tanto como su cuerpo, y fue presa de las obsesiones más extravagantes. Aunque su capacidad mental disminuía, dio en pensar que yo maquinaba un secreto plan para asesinarla. Quise convencerla del absurdo de semejante suposi-ción, pero no lo logré. Sus movimientos fueron haciéndose nerviosos, frenéticos hasta el paroxismo, y desplegaba, a veces, una energía indos-pechada. Se ponía en guardia de un modo animal, automático, cuando por descuido, me acercaba yo a su deforme vientre algo más de lo que ella estimaba conveniente. Por mi parte, sospeché que de la forma que aquel odioso feto (el estado de su madre no me permitía albergar hacia él otros sentimientos) se alimentaba cruelmente de su sangre, la mente que en él estaba encarnándose absorbía con avidez creciente la energía cerebral de Katherine. Mi mujer, o mejor dicho, lo que de ella quedaba, había adoptado el hábito de tomar ingentes cantidades de estimulantes, tal vez en un esfuerzo desesperado por permanecer consciente, pese a lo cual parecía estar, a menudo, con la mente en blanco. Soporté todos estos síntomas con la agitación y tristeza que cabe imaginar, pero nada me dolía tanto como su desconfianza hacia mi persona, que llegó a hacerse casi absoluta, como su mutismo».
«Las costumbres de la casa no habían variado, sin embargo, substancial-mente. Aunque sus tensiones me impedían dormir muchas noches, seguíamos compartiendo la misma cama. Hacia el octavo mes, muy próximo ya al alumbramiento, me despertó una noche con un grito terrible. Me apresuré a encender el quinqué de la mesilla de noche. La vi incorporada en la cama, con el rostro congestionado, presa de agudos espasmos. Su vientre monstruoso se agitaba a intervalos, sacudido por movimientos concéntricos de dudosa naturaleza. «¡Me está ahogando! -dijo- ¡Mátalo, mátalo ahora mismo! ¡Me ahoga!» Aquellas expresiones me inmovilizaron hasta el estupor. Logré calmarla un tanto con grandes esfuerzos. Su crisis histérica se manifestaba ahora con lágrimas incontenibles. En medio de las cuales, entre sollozos, añadió: "Mi vientre está inmundo... Siento las manos sucias, sucias, cada vez más sucias". No cesaban las sacudidas de su vientre. Puse la palma de la mano sobre él y, por vez primera, Katherine no me lo impidió. El feto, al notar el contacto de mi mano, cesó en sus movimientos y se contrajo hasta ponerse duro como una piedra. Asombrosamente, el vientre estaba frío. No sé de dónde procedía la insufrible sensación de asco que me hizo apartar la mano de inmediato. Tal vez fue el presentimiento de que ese feto, aunque vivo, tenía la sangre helada. Katherine cesó de llorar, sufrió un último espasmo y quedó rígida, tendida en la cama. Sobresaltado, me incorporé en el lecho. Temí seriamente por su vida. Sin embargo, aunque de forma débil, seguía respirando. Y su vientre, antes duro y contraído, se mostraba ahora blando y móvil, en contraste con la rigidez general de su cabeza, pecho y miembros. Comencé a vestirme apresuradamente, para llamar a un médico, pero no tardó Katherine en recobrar el sentido. Al cabo de un minuto, estremeciéndose, me aseguró que tenía mucho frío. Sentí por ella una honda compasión. La arropé con la manta y fui a estrecharla entre mis brazos, pero me rechazó.

"¡No me toques! -dijo- ¡Estoy maldita...! ¡Maldita!"»
«Tres días después llegó el momento horrible del alumbramiento. Katherine me lo anunció, pálida como un papel, con el rostro helado, la respiración afanosa y todo su ser temblando por los efectos de una oscura premonición. Descubrí en el fondo de sus ojos algunos restos resplan-decientes de la antigua Katherine y me conmoví hasta los tuétanos, porque yo también intuía que su fin estaba próximo. La abracé fuertemente, sin poderme contener y mis lágrimas se sumergieron en su todavía hermoso cabello. Pero el feto, al sentir mi contacto, se retorció en el fláccido y abultado vientre y Katherine, lanzado un grito de dolor, cayó desmayada».
«La deposité sobre la cama. Su corazón latía aceleradamente. Sus ojos giraban sin cesar, con movimientos desacompasados. Su aliento era más fétido que nunca. Salí de casa corriendo, en busca de la comadrona. Al regresar con ella, Katherine gritaba, desde la alcoba, como una poseída. Subimos las escaleras lo más rápido que nos fue posible. La encontramos aullando, retorciéndose entre las sábanas. No me creí con fuerzas para asistir al alumbramiento, y no sé cómo pude resistir hasta el final. Mi cuerpo estaba tenso, mi mente inquieta, mi corazón sobresaltado por un tenebroso sentimiento que me mantenía paralizado, a los pies de la cama, desde las primeras contracciones de Katherine».
«Por el ensangrentado útero asomó una pequeña mano. La comadrona cruzó conmigo una mirada significativa: el parto no se presentaba para nada bien. Mi mujer, continuamente sacudida por espasmos dolorosos, no tenía ya fuerzas ni para gemir y permanecía semiinconsciente. La comadrona introdujo de nuevo la pequeña mano y trató de cambiar la posición del feto para que saliese primero la cabeza. Mientras estaba realizando estas operaciones observé algo sobre el pecho de Katherine que me cortó la respiración. Era que en el nacimiento de los senos, justamente debajo de donde solía apoyarse el rubí, había surgido la mancha de una quemadura cuya forma coincidía, punto por punto, con la de la joya, que seguía pendiente de su cuello. Cruzó por mi mente, con la rapidez de un impulso instintivo, el propósito de arrancársela. Pero en ese momento la comadrona solicitaba mi ayuda. Quería que yo sujetase, firmemente abiertas, las piernas de mi mujer, mientras ella trataba de extraer la cabeza. Me aferré a las pantorrillas de Katherine conteniendo sus convulsos temblores. Desde mi posición podía observar perfectamente la salida del feto... Mi mano tiembla, como temblaban las pantorrillas de Katherine, al recordar lo que vi».
«Su cráneo era anormalmente grande, de color amarillento y desprovisto de pelo como la cabeza de un anciano. Me negaba a aceptar que semejante engendro pudiera ser mi hijo, y eso fue lo primero que pensé al ver la arrugada piel del cráneo, sus orejas membranosas. Pero nada me inquietó tanto como ver su rostro renegrido y tembloroso, sus ojos abiertos, su boca llena de diminutos y puntiagudos dientecillos... Adiviné que la comadrona trataba de contener un grito de asco y horror. Por mi parte, estaba tan fascinado ante el insólito espectáculo del recién nacido que no me di cuenta, en aquellos momentos, de que las piernas de Katherine habían dejado de temblar. Creo que murió momentos antes de que la comadrona cortara el cordón umbilical».
«Tras la tensión acumulada, aquella horrible escena me hizo perder el conocimiento. No lo recobré enteramente sino cinco días después, gracias a la solicitud de mi hermana Lucille, que vino a cuidar de mí y del engendro nada más enterarse de lo sucedido. Pasé esos cinco días enfebrecido, asaltado por multitud de pesadillas, negándome a salir de la cama para enfrentarme con la realidad; mucho más espantosa, entonces para mí, que todas esas pesadillas. Lucille, mostrando una entereza de ánimo que yo mismo estaba muy lejos de poseer,  se ocupó también del entierro de Katherine y de hacer que, en la medida de lo posible, el ritmo de la casa regresara a los cauces de la normalidad».
«Consentí a salir de la cama pero me negué a ver a mi presunto hijo. Lucille hacía el papel de madre a la perfección, aunque su extraño aspecto le inquietara y los múltiples dientes de la criatura le produjeran un cierto temor. Pronto se dejaron sentir las huellas de esos dientes en el biberón con que lo alimentaba».
«Por intermedio de Lucille llegué a conocer algunas otras particularidades de aquel ser que, a los pocos días de su nacimiento, empezaba a demostrar un apetito insaciable y una movilidad absolutamente desproporcionada para su edad. No dormía nunca, pero semejante circunstancia no parecía afectar para nada a su fisiología. Sus cortas y velludas piernas se fortalecieron pronto lo bastante como para poder soportar el peso del cuerpo. Tenía las manos pequeñas y delicadas, pero sus brazos eran igualmente robustos y velludos. El vientre, fuerte pero abultado en exceso, daba muestras de la incipiente capacidad de su estómago. Al cabo de una semana, la leche resultó insuficiente para alimentarlo y Lucille probó, con éxito, ofrecerle alimentos sólidos, que aquel raro organismo devoraba a satisfacción. Mordisqueaba y engullía la carne con especial avidez».
«Eran, sin embargo, sus ojos, lo que más inquietaba a Lucille. Tan claros que apenas si se distinguían de la córnea. Parecían los ojos de esos ciegos atacados de tracoma, pero veía perfecta-mente. A menudo permanecía quieto como una estatua de sí mismo, pero reaccionaba con extraordinaria celeridad al menor estímulo exterior. La temperatura de su cuerpo, según yo había intuido, era sensiblemente más baja de lo normal, pero ni el frío ni el calor parecían afectarle demasiado... Sólo la infinita compasión de Lucille, la gran bondad de su corazón podían hacerle medianamente llevadero el cuidado de semejante bestia que permaneció oculta, por expreso deseo mío, a la vista de familiares y curiosos».
«Lucille comenzó tomando su ingrata tarea con apasionamiento, pero al cabo de quince días le resultó difícilmente soportable. Prejuicios de carácter moral y, sobre todo el temor y la repugnancia que me impedían acercarme al engendro, conservaron su integridad física, ya que la idea de darle muerte empezó a ser acogida por mi espíritu como la única liberación posible».
«El desenlace, sin embargo, ocurrió de una manera mucho más horrible. Una noche, hacia las tres de la madrugada, un grito espantoso rompió violentamente mi sueño. Reconocí la voz de Lucille. Encendí una vela y bajé corriendo a la planta baja. La puerta del dormitorio estaba entreabierta. De su interior se escuchaba una respiración entrecortada y violenta. Confieso que sentí un miedo cerval antes de empujar esa puerta. Un olor acre y fuerte, que al principio no logré identificar, inundaba el ambiente. Atravesé al fin esa puerta, con la vela levantada y el color de la sangre, espantosamente esparcida por todo el cuarto, me confirmó la ominosa naturaleza del olor que había percibido».
«Hubiera preferido arrancarme los ojos para no haber visto el atroz espectáculo que la macilenta luz de la vela me ofrecía. Sobre la cama, el cuerpo destrozado a mordiscos de Lucille se estremecía con los últimos estertores. Me miraba sin ser capaz ya de percibirme, con los ojos abiertos a un horror infinito. Vi sus vísceras despedazadas, sus pechos horriblemente mutilados... ¡Dios mío! Yo también grité, retrocedí ahogado de espanto. Y entonces una negra figura, de ojos centelleantes, cruzó rápidamente la puerta, rozando mis piernas con su asquerosa frialdad, manchándome de sangre fresca las pantorrillas. Cuando al fin pude reaccionar traté de salir en su persecución por la oscuridad del pasillo. Me detuve, sin embargo, al escuchar un ruido de cristales rotos procedentes de la puerta. Cuando comprendí al fin lo que sucedía era demasiado tarde. El monstruo, envuelto en girones rojos, escapaba corriendo por la calle. La débil luz de un farol de gas me permitió ver todavía cómo aquella masa infrahumana, con inimaginable fuerza, levantaba la tapa de una alcantarilla y se hundía en las profundidades subterráneas. Si entonces hubiera cedido al imperioso deseo de acabar con mi vida, me hubiera ahorrado para siempre el horror de estos recuerdos. Esa misma noche profanaron la tumba de Katherine. El rubí que colgaba del cuello del cadáver había desaparecido».

999. Anonimo

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