Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 19 de agosto de 2012

El serrucho

Al principio creyó que se trataba de una obsesión refleja de su monótono trabajo en la serrería. Y no le dio más importancia al asunto, pese al insomnio que le producía aquel aserruchar constante que, a través de las sienes, se le introducía en todas las fibras de su cerebro, como si en el mismo se hubieran dado cita un millón de pertinaces cigarras leñadoras, desde el momento en que se acostaba hasta el amanecer.
  Se repuso con dificultad y sacudió la cabeza para desenmarañar la absurda tela que la araña voraz había tejido en su interior. Tonterías, se dijo; tonterías. Aún así, todavía un cosquilleo nervioso le hacía temblequear los dedos cuando, de nuevo, introdujo las manos en el baúl para extraer de sus entrañas lo que, ya sin lugar a dudas, resultó tratarse de un vulgar y aficionado serrucho de bricolaje. Es decir, del mismo serrucho que él había pensado..., o que él, tal vez, había soñado.

El primer día, después de haberse mudado a aquel viejo y destartalado piso amueblado del barrio antiguo de la ciudad, comentó a los compañeros, incluso con buen humor, cuando se incorporó al trabajo.
-Aquí alguien debiera de pagarme horas extras. Porque me he pasado toda la noche serrando.
Tardó en descubrir, sin embargo, que el zumbido continuo y uniforme de las sierras eléctricas que se utilizaban en la factoría de maderas era distinto al rasgueo intermitente y jadeante, como el de un serrucho manejado por una mano cansada, que le inundaba, que le sesgaba a trozos el cerebro todas las noches. Y aunque pretendía creer que se trataba de un sueño obsesivo que pronto cesaría de manifestarse, lo cierto era que no dormía, que se sabía con los ojos abiertos y lúcido, mientras el ras-ras-ras cada vez más atormentante seguía seccionando incansablemente en sus vísceras largos listones de madera..., o de huesos. ¡Eso era! ¡Listones de huesos, acaso humanos! Porque la madera no crujía tan tenebrosamente, al ser aserrada, como lo hacía aquella materia que el invisible serrucho oxidado desgajaba en su cabeza.

*  *  *
Aprovechando el domingo, decidió investigar en el baúl de desechos que el anterior inquilino de la casa de su capataz en la serrería, y que la había dejado al mejorar de posición ni siquiera se había dignado a llevarse consigo, y que se hallaba arrinconado en una oscura alacena. Lo arrastró pesada-mente hasta el comedor y lo abrió con la esperanza, acaso, de encontrar en su interior algún objeto útil, puesto que lo demás, iría a para aquella noche irremisiblemente a la basura. Nada. Solamente ropas apolilladas, vajillas rotas, papeles enmohecidos, porquerías inútiles, y eso era todo. Nada.
No sin que le invadiera las entrañas una sensación aprensiva o de asco, fue trasladando todas aquellas repugnancias a las bolsas de plástico que había preparado al efecto, pues el baúl, en todo caso, sí podía servirle a él para guardar esas cosas que nunca se sabe dónde almacenar. Y, de pronto, cuando ya tocaba fondo, sus dedos rozaron una lámina fría, que en seguida supo era metálica, y, más aún, con un estremecimiento que le erizó los vellos de los brazos, supo también que se trataba de un serrucho.
Retiró las manos del baúl, como si lo hubiera picado una serpiente. Tras unos segundos en que la mente se le convirtió en una araña voraz, se encontró a sí mismo temblando como una marioneta y sudando igual que un demonio, con las espaldas apretadas, como intentando soldarse a la pared, y los ojos, incapaces de parpadear, fijos en el arcón. Quería entender..., sí, quería entender que aquel era el serrucho vivo que todas las noches, a lo largo de aquella semana, le había martirizado. Pero... ¿cómo era posible? No; él quería creer, más no creía en los fantasmas. ¡Ja! Y, sin embargo, sin embargo...
Y, sin mayores miramientos, lo metió en una de las bolsas para la basura, todas las cuales bajó inmediatamente a la calle y depositó en uno de los grandes cubos habilitados al efecto frente al portal del edificio.

*  *  *
Aquella noche durmió como un bendito. ¡Por primera vez en siete días! Quería y no quería relacionar el cese de sus insomnios con el exilio de aquella herramienta barata de carpintería que casi había llegado a considerar maléfica y criminal. Pero, no; todo habían sido casualidades, todo bromas o chantajes de la imaginación, traumas de su pensamiento a causa de los problemas que le había ocasionado la mudanza de piso. Mas ahora todo estaba  bien, todo se hallaba en orden. ¡A la mierda el recuerdo del serrucho!
Y regresa a casa, cantando, con ese su saco al hombro de cosas medio inútiles que había dejado recogido en su taquilla de la serrería, a fin de incorporarlo ya definitivamente en las tripas del baúl vacío, cuando se topó con aquella muchedumbre mugrienta, la habitual muchedumbre de la barriada, en la puerta del edificio.
-...y al angelito -decía una mujer-, ya habían empezado las ratas a comérsele las orejitas.
Dejó de cantar y se abrió paso a codazos hasta el portal de la casa.
-¿Qué es..., qué es lo que ocurre? -preguntó a un hombrecillo que, en el dintel, no dejaba de santiguarse.
-Un horrible crimen, señor... Un horrible crimen.
Y, espantado, escuchó el relato del hombrecillo; allí mismo, en uno de los grandes cubos para la basura, y en el interior de una bolsa de plástico, los empleados municipales habían hallado el cadáver de un niño, descuartizado, troceado como con un hacha... o como con un serrucho.
Subió las escaleras apresuradamente, más sin saber que las subía. Porque, cuando se reintegró a su propia conciencia, nunca pudo precisar cuánto tiempo después, encontró su cuerpo sentado sobre el baúl, en medio del comedor, y el saco de sus cosas arrebujado entre las piernas. Un espejo en la pared le devolvió su imagen, que casi desconoció: estaba pálido, desmelenado, tiritante. Y en su mente, el fantasma del serrucho, seccionando el cuerpo de un niño..., de un niño, ¡Santo Dios!
Se pasó las manos por la cabeza al tiempo de ponerse en pie, y se propinó dos bofetadas en las mejillas a fin de colorearlas, o, tal vez, sub-conscientemente, al objeto de espantar de su imaginación la idea que ya había empezado a punzarle a propósito de que él era, en cierto modo, un tanto responsable de aquel crimen. Si no hubiera arrojado el serrucho a la basura... No, no, no. El no era responsable, no podía serlo, y posiblemente no había sido un serrucho, sino un hacha, tal y como había sugerido el hombrecillo del portal, lo que había descuartizado al niño.
Decidió, ya más calmado, no variar sus propósitos para el resto de la jornada, de modo que bajó de nuevo a la calle, haciendo caso omiso a los comentarios de los tertulianos que, como cuervos, seguían arremolinados junto a los cubos de la basura, y se dirigió hacia la cafetería en que ya habitualmente, a aquellas horas, solía cenarse unos emparedados acompañados de una jarra de cerveza, mientras leía las secciones de deportes y los sucesos de los periódicos vespertinos. En ellos vio la noticia: a primeras horas de la mañana, cuando los empleados del servicio de recogidas de basuras procedían al vertido de un cubo, apareció en el interior de una bolsa de plástico el cadáver descuartizado de un niño, aún no identificado; las postales de la policía se centraban, por el momento, en la localización del arma homicida. ¡Se habían dado prisa en enterarse los condenados reporteros!
Todavía pidió otra jarra de cerveza. Y otra. Y otra.
-...y mire usted camarero... Después del cafetito, me va a servir una copa de brandy.
La noche había arropado la calle con una espesa y húmeda capa de niebla, que obligaba a las luces de los escaparates a jugar al escondite con sus observadores. Llegó a casa tambaleante, pero otra vez cantando, y maldiciendo también las fachadas de los edificios que se aterremotaban cuando apoyaba sobre ellas su borracha anatomía. Pero llegó a casa, al fin. Crock: el interruptor de la luz; huags, huags, huags: el vómito; zasga, zasga: el arrastrar de sus pies. Y se echó a reír de pronto, sin saber de qué, ni por qué, ni para qué se reía. ¿El serrucho...? Ja. Y ja. ¡Y ja, ja, ja, ja!
«Lo primero -se dijo-, lo primero es meter este saco en el baúl»
Y fue entonces cuando abrió el baúl; y fue entonces cuando su risa se desgozonó, igual que un madero inútil. Porque allí estaba: solo y solitario en las entrañas del baúl, allí estaba el serrucho. Como una cosa viva, puesto que entre sus dientes, aún barboteantes, se acuñaban unos rizosos coágulos de sangre todavía no muerta. ¡De sangre! No podía ser otra cosa aquel líquido negruzco y pegajoso que se le adhirió a las manos cuando tomó entre ellas la herramienta.
Y... «Las pesquisas de la policía se centraban, por el momento, en la localización del arma homicida»
Tal vez nadie le oyó gritar cuando se sintió manchado por la sangre que rezumaba el serrucho. La casa era vieja, de gruesos muros. Pero su grito rompió el espejo del comedor, igual que si lo hubiera atacado con un martillo.

*  *  *
A media noche, tomando infinitas precauciones, arrojó el serrucho, envuelto en papeles de periódico, en un solar que servía de escombrera en la barriada. Regresó a casa, entre las sombras, más tranquilo. Sabía que él no era el asesino, pero también era seguro que la policía, de haber encontrado el serrucho en su poder, no lo consideraría así. En cualquier caso, su mente no estaba en condiciones de reflexionar a propósito del inaudito hallazgo del serrucho en el baúl, cuando él estaba perfectamente convencido de que la noche anterior lo había depositado en la basura. Y el cansancio, el cansancio...
Se quedó dormido, sin saber cómo, hasta la hora justa en que el hábito le despertaba para dirigirle a la serrería.

*  *  *
Desplegó el periódico hacia la sección de sucesos con no cierto recelo, mas con la esperanza, igualmente, con toparse con la noticia de que la policía había apresado ya al asesino del niño del cubo de la basura. El día había sido muy duro para él, en tanto un extraño e incómodo ente obsesivo le había perseguido el cerebro con la insistencia carnívora de un millón de hormigas hambrientas, por lo que su trabajo se redujo a nada, e, incluso, su falta de atención provocó una amonestación hacia su persona por parte del vigilante capataz de la sección. El zumbido de las sierras electrónicas, inacabable-mente monótono, había contribuido a ponerle aún más nervioso, y sólo ahora, cuando se enfrentó a sus emparedados y a su jarra de cerveza, sólo ahora pareció respirar un poco más humanamente, un poco más consciente de sí mismo.
De modo que desplegó el periódico hacia la sección de sucesos. Uno de los emparedados se le quedó a la mitad de camino entre el plato y su boca, porque allí estaba la noticia. Pero no la noticia que él esperaba, que él deseaba leer, sino una muy diferente y tremenda noticia.
El descuartizador de las afueras ¿así le habían rebautizado ya los reporteros al asesino? se había cobrado una segunda víctima. Se trataba en este caso, y por las apariencias, de un mendigo o de un vagabundo, ya que el cadáver que había aparecido troceado en un solar de la barriada no portaba documentación alguna que pudiera identificarle. De lo que ya no le cabía duda a la policía era de que el muerto había sido seccionado con un serrucho, posiblemente el  mismo que ya los forenses tenían pruebas que había descuartizado al niño hallado en el cubo de basura. Y que al encuentro de esa arma de carpintería proseguían dirigiéndose todas las investiga-ciones, al objeto, a su vez, de arribar con el homicida.
No terminó de cenar. Llegó a casa, otra vez con el temblor en las manos y un presentimiento en las sienes. El espejo roto en mil pedazos, todavía en el suelo del comedor, hizo de él un fantasma centelleante, mil veces multiplicado por sí mismo, cuando pulsó el interruptor de la luz. Allí, al pie del baúl, estaba aún su saco de las cosas irreme-diablemente íntimas. Pero él creía saber que...
Lo abrió con un movimiento preciso de sus tactos, y los cristales del espejo roto se rieron con goce de hiena bajo sus pies. Tampoco él pudo contener la risa. Mas era la suya una risa histérica, mientras se alzaba y se alzaba con el serrucho extraído del fondo del baúl, el serrucho que manaba sangre y sangre, sangre y más sangre, hasta empaparle de sangre las palmas de sus manos.

*  *  *
Ahora, y de nuevo a medianoche, tiró el serrucho al río. No supo si durmió, pero sí supo que, a la hora habitualmente en punto, se hallaba en pie, presto a dirigirse al trabajo.
Aquel día, su comportamiento en la serrería no mejoró al de la jornada precedente, de modo que el capataz le insinuó durante el almuerzo que se tomara unas vacaciones, unos días de descanso. Pero él sabía que unas vacaciones o unos días de descanso equivalían a un despido. Por eso se forzó en el oficio hasta el límite último de sus físicos y síquicos resortes, olvidándose del serrucho, aún cuando no por ello fuera capaz de rendir ni la mitad de su reconocida valía.
¿Qué le estaba pasando...? La cabeza había empezado a dolerle a intermitencias, con aguijonazos de abejas furiosas, y el estómago se le había convertido en una garra de oso. ¿Qué le estaba pasando...?
No necesitó aquella tarde abrir el periódico para enterase de la noticia; venía en primera  página:
El asesino del serrucho había actuado por tercera vez. En esta ocasión la víctima se trataba de una mujer, aparentemente joven, cuyo cadáver des-cuartizado había aparecido en las inmediaciones del río...

*  *  *
Sí: y el serrucho estaba, de nuevo, en el fondo del baúl.
Lo limpió de sangres y de óxidos con una paciencia y serenidad que incluso a él lo desconcertaron. Estaba decidido: el serrucho no volvería a matar. ¿O tal vez era él el asesino, el descuartizador, y no lo sabía...? ¿Qué ocurría en sus noches desde que se desligó de la pesadilla aserrante que le había atormentado...? ¿No viviría inconscientemente otra vida, una vida criminal que él mismo desconocía...? Pero estaba decidido: el serrucho no volvería a matar.
Antes de acostarse, lo introdujo bajo la colchoneta y se tomó cuatro tabletas de valium, a fin de saber que dormiría, que nada podría despertarle durante la noche y que, en consecuencia, ya no habría un cuarto crimen.

*  *  *
A la salida del cementerio, el capataz de la serrería se caló el sombrero. Acababan de enterrar a uno de sus oficiales, quién lo iba a decir, el mismo del que él sospechaba que podría arrebatarle el cargo. Se había tratado de la cuarta víctima del descuartizador del serrucho. Había aparecido en la cama, cortado a trozos, en la casa que él le había proporcionado cuando ascendió al puesto de capataz. Pobre hombre.
Y, por cierto...
Le sonó un llavero en el bolsillo. Sí: era un juego de llaves, que aún conservaba, del piso del difunto. El capataz había dejado allí un baúl, y, en su interior, un objeto muy entrañable y decisivo para él.
Se dirigió hacia la casa, a fin de recogerlo. No quería que lo hallara antes la policía e hiciese nuevas especulaciones en relación con el asesino del serrucho.

 999. Anonimo,

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