El Emperador de la China, paseando un día por su jardín, oyó cantar al
ruiseñor y lloró de emoción. Le invitó a su Palacio.
El ruiseñor fue, pero un cortesano hizo un pájaro mecánico imitando los
colores y el canto del ruiseñor, y casi todo el mundo prefirió al falso pájaro,
que era de oro y joyas.
El ruiseñor volvió al bosque, y sólo una criadita iba a oírle por la tarde;
ella sí sabía apreciar su arte.
El Emperador le echaba de menos, pero no quería llevar la contraria a nadie
y calló su pena.
Al año siguiente, el Emperador enfermó. Los médicos no sabían dar con el
remedio, y la criadita se lo contó al ruiseñor.
Aquella tarde, el pájaro apareció en la ventana del cuarto del enfermo, y
cantó como nunca lo había hecho; tan bien, que el corazón del Monarca latió con
más fuerza y le sanó.
‑¡Gracias, ruiseñor! ‑exclamó al sentirse tan bien‑. ¡Me has curado, amigo!
¡A pesar de que no fui amable contigo...!
‑No lo creas ‑repuso el pájaro‑.
Una vez te vi llorar al oír mi canto; nunca me han hecho mejor regalo que
aquellas lágrimas. Por eso he vuelto, en pago de tu emoción de entonces.
El Emperador vivió muchos años más, y el ruiseñor cantó para él cada tarde.
Ningún pájaro mecánico pudo sustituirle.
999. Anonimo
No hay comentarios:
Publicar un comentario