La hija de un pobre
mujik había ido con un cesto de ropa a lavar al río.
Cuando acabó la tarea y
luego de extender las prendas lavadas sobre las piedras para que el sol las
secara, se entretuvo en dibujar sobre la tierra, con una ramita, al hijo del
zar, del cual estaba enamorada. Pero nadie lo sabía y a nadie lo contó porque
todos se hubieran reído de la humilde Katia.
El dibujo le salió
perfecto, fiel reproducción del caballero al galope de su caballo, altivo y
magnífico.
De pronto, alguien a su
espalda, dijo:
-Eso está muy bien...
¿quién te ha enseñado a dibujar?
Avergonzada, la muchacha
respondió que nadie le había enseñado. Luego se fijó en el que preguntaba. Era
un pordiosero con su hatillo al hombro, que la miraba con bondad, como si
acabara de descubrir su secreto.
-Nuestro zarevich es muy
apuesto y tú muy linda -le dijo el anciano. Por cierto, no he comido desde
ayer. ¿No tendrías algo para darme?
-Tengo aquí mi merienda,
buen hombre, pero se trata únicamente de un pedazo de pan.
La muchacha se lo
ofreció con una sonrisa. El hombre tomó el pan y, cuando lo hubo comido,
rebuscó en su hatillo y, ante la sorpresa de la linda Katia, le tendió un
extraño objeto.
-Toma este pincel -le
dijo el pordiosero-. Podrás pintar con él en los colores que quieras, pues es
mágico. Cuando lo uses, te convencerás.
Katia aceptó el pincel y
el pordiosero, murmurando para sí extrañas palabras, se alejó.
999. Anonimo
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