En el Oeste lejano
sucedió una vez que el hijo de un cowboy había criado un potrillo con todo
cariño. Nadie sino el muchacho le daba de comer, limpiaba su cuadra y cepillaba
su brillante pelo.
El padre del muchacho, a
fuerza de un trabajo agotador, había reunido cierta fortuna y un día, con la
intención de pedir dinero por su rescate, unos forajidos secuestraron al niño.
Lo llevaron a una cabaña
aislada, en medio del temporal de nieve y cuando se descuidaron, el chico escapó,
arrastrando el riesgo de la distancia, la soledad, el frío implacable y la
nieve que borraba los caminos.
El niño corría cuanto le
permitían sus fuerzas, pero la nevada, al arreciar, borró el paisaje que él
conocía. Se hizo de noche y tuvo que buscar cobijo junto a un árbol. De
madrugada, a causa del frío, no pudo moverse.
Allá en el rancho,
además de sus padres, alguien se inquietaba por él. Era el potrillo. Debía de
estar seguro de que algo malo le había ocurrido a su querido amigo y de
pronto, huyó del establo y corrió sobre el campo nevado y, orientado por su
instinto, llegó donde estaba el niño, cuando empezaba a amanecer.
Pero el muchacho, aunque
se dio cuenta de la llegada de su fiel potrillo, no podía moverse, aunque lo
intentaba. Entonces el animal empujándole con su hocico fue desplazando al
chico, al tiempo que relinchaba todo lo aparatosa-mente que podía.
Al rato, varios cowboys
escucharon sus llamadas y, al acudir, se maravilla-ron de la inteligencia y
tesón con que el potrillo había servido a su amo.
Pronto el niño se
restableció. Y cada vez fue más amigo de su potro.
999. Anonimo
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