Erase un pueblo pequeño y bonito.
Sus casitas, bien alineadas, estaban construidas con mármol blanco. En torno al
pueblo se extendía una verde pradera y sus habitantes eran felices.
Todos habían cuidado muy bien sus
casitas y la pradera, por orden del alcalde estaban limpias y resplandecientes.
En plena opulencia lo vecinos se dieron a la buena vida y no comían más que
golosinas. Carros enteros de azúcar, chocolate y dulces llegaban diariamente al
pueblecito.
Y ocurrió lo que tenía que ocurrir:
el azúcar se fue amontonando junto a las casitas blancas y empezó a socavar los
cimientos. Llegaron los ratones y pusieron a sus crías en los agujeros. Y los
habitantes perdieron el buen humor.
Pasados unos años, el pueblecito
blanco había perdido su lindo aspecto. Las casas se hallaban en ruinas y la
suciedad lo invadía todo.
El alcalde ya no podía más y
decidió terminar con aquel desastre.
999. Anonimo
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