Hace muchísimos años, vivía un
hombre llamado Edú Mañé que se casó con una bella joven, por nombre Adá Oná;
ambos vivían felices y contentos en su aldea de Nké-Nvem.
A este matrimonio pobre, pero
honrado, Dios lo bendijo con cuatro hijos, cuyos nombres fueron, Nguema Edú,
Esono Edú, Ondo Edú y Obama Edú.
Un día Edú Mañé se puso enfermo de
muerte, y, después de dos días de penosa agonía, ese hombre honrado entregaba
su alma al Creador.
La pérdida de su esposo supuso para
Adá Oná y sus cuatro hijos un contratiempo irreparable. ¿Quién proveería, en
adelante, a su subsistencia, si la herencia que les legaba el difunto era harto
exigua? ¿Quién cuidaría de la educación y futuro de los cuatro niños que a la
sombra del padre prometían perpetuar y enaltecer la familia?
Estas y otras preguntas, sin
respuesta, provocaron una irrever-sible enfermedad en Adá Oná, que en pocos
meses consumió su vida, como se agosta la yerba en la seca. Con la desaparición
de la madre los cuatro muchachos quedaron completamente desamparados. ¿Quién
cuidaría de ellos, si no tenían parientes directos?
Una noche, Edú Mañé apareció en
sueños al primogénito y le dijo:
-Mañana con tus hermanos os
dirigiréis al monte Nvom, situado al Norte de vuestra aldea. Al pie de la
montaña, encontraréis una caja grande, envuelta en gruesos sacos.
En ella se encierra un tesoro,
suficiente para que vosotros y vuestros descendientes podáis vivir holgadamente
largos años. Cargad los cuatro con ella; no la abriréis hasta llegar a casa y
eso con las puertas y ventanas bien cerradas. Si durante el viaje alguno os
pregunta con qué vais cargados, le respondiréis: «VAMOS CARGADOS CON UNA
MONTAÑA».
A la mañana siguiente, Nguema Edú
contó a sus hermanitos la visión y el relato de su padre. Inmediatamente,
contentos, emprendieron los cuatro hermanos la marcha hacia el monte del
fabuloso tesoro.
Después de doce penosas horas de
andar por los intrincados senderos del bosque, llegaron a las faldas del monte
Nvom. A los pocos minutos de búsqueda, dieron con la anunciada caja, grande y
rectangular, envuelta en burdos sacos. Cuatro gritos de alegría encontraron
unísino eco en las vecinas montañas. En un principio, pensaron cargarla entre
dos, con el fin de irse relevando, pero fue inútil: la caja pesaba demasiado.
Cortaron dos resistentes ramas y a modo de angarillas, la pusieron sobre sus
tiernos hombros. El camino de regreso les resultaba naturalmente, más largo y
dificultoso que el de ida.
Cuando pasaban por el primer
poblado, uno de los vecinos, admirado del esfuerzo que acusaba el rostro de los
portadores, les preguntó:
-¿Qué lleváis ahí que pesa tanto?
Nguema Edú le respondió:
-«VOY CARGADO CON UNA MONTAÑA».
Esta respuesta egoísta llenó de
indignación a los hermanitos; pero se repusieron prontamente, pensando que se
trataba de un lapsus de su hermano.
Al pasar por la segunda aldea,
varias personas, reunidas en la casa de la palabra, quedaron sorprendidas, al
contemplar el aspecto cansado y sudoroso de los cuatro hermanos, oprimidos por
la pesada caja. El de más edad les preguntó:
-¿Qué lleváis ahí, que pesa tanto?
Nguema Edú contestó, al instante:
-«VOY CARGADO CON UNA MONTAÑA».
Idéntica escena se repitió, al
cruzar un río, en cuyas claras aguas las mujeres lavaban la ropa; y con dos
curiosos viandantes a quienes cruzaron en el camino... siempre Nguema Edú:
-«VOY CARGADO CON UNA MONTAÑA, VOY
CARGADO CON UNA MONTAÑA».
Faltaban sólo dos kilómetros para
llegar a Nke-Nvem. Los hermanitos solidariamente y sin previo concierto
soltaron la caja que cayó pesada al suelo, al tiempo que unánimemente
increpaban a su hermano:
-Los cuatro hemos ido en busca del
tesoro; los cuatro lo encontramos y preparamos su transporte; los cuatro
soportamos el peso de la caja... pero, siempre que hemos sido interrogados, tu
contestación ha sido la misma:
-«VOY CARGADO CON UNA MONTAÑA; VOY
CARGADO CON UNA MONTAÑA».
Quédate, pues, con tu carga;
nosotros nos vamos: Y lo dejaron solo, sin esperar respuesta.
Nguema Edú intentó,
desesperadamente, llevar solo la pesada y preciosa carga. Varias fueron las
tentativas, mas el resultado fue siempre el mismo: ¡imposible!
La prohibición de abrir la caja en
el camino era tajante. ¿Qué hacer, pues? ¿Saldría, por una vez, falso el hado?
Nguema Edú, espantado y temeroso, hizo pedazos la misteriosa caja, y ¡oh
dolor!, vio cómo se esfumaban, plata, oro y piedras preciosas en cantidad
asombrosa.
El egoísmo y la ambición no sólo
dañan a nuestros semejantes, sino también a nosotros mismos.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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