Eran una vez un Rey y una Reina que vivían
en un gran palacio con su única hijita, una Princesita muy bella y de carácter
dulce, que hacíase querer por todos cuantos la trataban.
En aquel reino, donde jamás se conocía la
tristeza, todos sus moradores estaban siempre alegres y eran muy felices, y
cada día lo eran más que el anterior.
Pero una bruja, que vivía en un rincón de
aquel reino, no podía sufrir la felicidad de nadie, e ideó un maligno plan para
que la tristeza invadiera los corazones de aquella buena gente.
Al saber que el Rey y la Reina buscaban un preceptor
para su hijita, la bruja transformó su repulsiva persona en una señora entrada
en años, de aspecto distinguido y cara bonachona, e inmediatamente fué a
solicitar la plaza. Falsificó varias cartas en las que se hacía recomendar por
varios Reyes de países lejanos, y el Rey y la Reina , engañados por tan buenas credenciales y
por el aspecto de la señora, le confiaron su hija.
La bruja se regocijaba por su buen éxito, y
dejó que la niña le tomara voluntad, para lo cual no perdía ocasión de adularla
y consentirla.
Se acercaba el día del cumpleaños de la Princesita , y el Rey y la Reina , que la adoraban, no
sabiendo qué comprarle para obsequiarla, decidieron preguntárselo a ella misma.
La bruja, que de todo se enteraba, le dijo
un día a la niña:
-Se acerca el día de tu cumpleaños; cuando
tus padres te pregunten lo que deseas, ¿qué pedirás?
La niña no supo qué responder, pues nada
había en el reino que sus padres no se lo hubiesen comprado ya.
Entonces, la bruja le aconsejó:
-Debes pedir una hoja del Árbol Cantarín;
son unas hojas de oro que, además de la agradable música que entonan noche y
día, tienen el poder de preservar de la desgracia a quien posee una de ellas.
Al día siguiente, el Rey preguntó a la Princesa qué era lo que
más le gustaría tener el día de su cumpleaños. Y la Princesa respondió:
-Lo único que podría hacerme feliz sería una
hoja del Árbol Cantarín.
La sorpresa del Rey fué inmensa, y exclamó,
apenado:
-¡Infeliz criatura! ¿Cómo has podido
concebir tan loca idea? Aunque quisiera, no podría satisfacer tu deseo, pues
has de saber, hija mía, que el Árbol Cantarín se halla en la empinada Montaña
de la Luna , y
jamás ningún ser humano ha podido escalarla. Hija mía, no pienses más en ello.
La bruja, que había estado escuchando detrás
de una puerta, hizo señas a la
Princesa para que la siguiera, y cuando creyó que nadie podía
oírla, le dijo:
-No es cierto que el Árbol Cantarín se halle
en la empinada Montaña de la
Luna. Si quieres, esta misma noche te llevaré a él, pues está
en el bosque que hay detrás de Palacio, y tú misma podrás coger una hoja del maravilloso
árbol.
Como la Princesita no podía
salir del Palacio Real sin el consen-timiento de sus padres, la maldita bruja
se valió de esto para perder a la niña.
La tentación de la Princesa era mucho más
fuerte que la obediencia que debía a sus padres, y consintió en escaparse por
la noche.
Era una noche muy oscura y pudieron salir de
Palacio sin que nadie las viera. Se internaron por el solitario bosque y
caminaron durante una hora sin decir palabra. La niña empezaba a arrepentirse
de haber abandonado el confortable Palacio. Los árboles y arbustos, en la
oscuridad de la noche, tomaban formas de espantosos monstruos, y el ruido que
producían las hojas al entrechocarse por el viento daba la impresión a la niña
de que eran las apagadas voces de los fantasmas, que les amenazaban. Sin
poderlo remediar, volvía la cabeza al menor ruido y siempre creía ver una
sombra que la perseguía. ¡Cuán arrepentida estaba de haber seguido a la bruja!
Sus ojos se llenaban de lágrimas al recordar la mullida camita que había abandonado.
Al ver que la bruja continuaba sin decir
palabra, le dijo, muerta de miedo:
-¿Falta mucho aún? No creía que estuviera
tan lejos el Árbol Cantarín.
Y la bruja respondió:
-Camina, camina, que ya falta poco.
Caminaron un largo rato, y a la niña empezaron
a dolerle los pies. No pudiendo aguantar más, empezó a llorar. La bruja, sin
hacerle caso, volvió a decir:
-Camina, camina, que ya falta poco.
-Ya no tengo ningún interés por la hoja del
Árbol Cantarín. Entonces la bruja tomó su verdadera figura, y dijo, escupiendo
sapos por la boca:
-¡Ja, ja, ja! ¿Quieres volver a tu
confortable Palacio? ¿Quieres volver a tu linda camita? ¡Ja, ja, ja! Ya me
cuidaré yo de que no los vuelvas a ver en tu vida.
La niña, al ver a la horrible bruja, empezó
a temblar, y, aunque tarde, comprendió el engaño y lloró en silencio.
La bruja la cogió de la mano y la obligó por
fuerza a seguirla. A la pobre Princesita le era imposible caminar tan de prisa.
Entonces, la asquerosa vieja, con una vara que había cogido durante el camino,
empezó a pegarle fuertemente, y cada golpe dejaba un cardenal en la delicada
piel de la niña.
A la madrugada llegaron al mar. En la playa
había una barca. La bruja hizo subir en ella a la Princesa y luego, de un
salto, se instaló ella también. Dijo algunas palabrotas e hizo algunos signos,
y la barca partió veloz, como si fuera tirada por cien caballos marinos. Al
poco rato llegaron a una isla desierta y la bruja obligó a la Princesa a desembarcar.
-Aquí te quedarás hasta que mueras de frío y
de hambre -dijo la bruja, gozosa.
Cuando la barca y la bruja desaparecieron en
el horizonte, la niña miró a su alrededor y, muy desesperanzada, vió que la
isla era muy pequeña. Solamente una montaña rocosa, en la que no crecía ningún árbol
ni la más pequeña hierba, era cuanto había en aquel trozo de tierra. Se sentó
en el suelo y empezó a lamentarse, arrepentida:
-¡Ay, si no hubiera salido de mi Palacio, no
me encontraría ahora en esta isla desierta! ¡Aquí, seguramente me moriré de frío
y de hambre! ¡Y mis queridos padres jamás tendrán una hora de alegría!
Mientras tanto, en el mar, una enorme ola
fué a besar la dorada arena y, cuando desapareció, la niña quedó admirada al
ver que una linda sirenita sacaba la cabecita del agua.
-¿Qué haces aquí y quién eres? -preguntó la
pequeña Sirena.
-Soy una Princesa -respondió la niña.
-¡Qué corona más bonita llevas! ¿Me la
quieres dar?
-Sí, con mucho gusto; también puedes
quedarte con mi collar y mi pulsera, ya que de nada me servirán si he de morir.
-¿Y por qué piensas en morir? -preguntó,
extrañada, la Sirena.
-Porque, engañada, me ha traído hasta aquí
una bruja; para que muera de hambre y de sed.
-Pues no te morirás de hambre ni de sed -dijo
muy seria la sirenita. Precisamente debajo de esta isla vienen cada mañana las
vacas del Rey del Mar a comer los ricos pastos que en ella se crían. Y yo
ordeñaré cada día un poco de leche para ti. ¡Ea! No pongas esa cara tan triste
y juguemos.
Y estuvieron jugando todo el día. Al llegar
la noche, la sirenita se volvía al fondo del mar, y entonces sus piernas se
transformaban en cola.
Cada mañana la Sirena traía la leche
prometida a la Princesa ,
en una copa de oro, y cuando ésta se la bebía se ponían a jugar.
-Siempre que quieras llamarme, tiras la copa
al agua y yo acudiré en seguida -le dijo un día la Sirena.
Una noche descargó una fuerte tormenta, y
como la Princesa
no sabía dónde guarecerse, pensó en recurrir a su amiguita y tiró la copa de
oro al mar.
-¿Qué quieres? -dijo la Sirena sacando la cabeza
del agua.
La niña le dijo, temblando de frío:
-No sé dónde guarecerme en esta noche
tormentosa.
-Con esto puedes construirte un rico colchón.
Y aquí tienes este velo; a través de él no pasa ni el aliento de una mosca.
La niña le dió las gracias. Con cuatro palos
se construyó un toldo, puso el suave musgo debajo y tuvo una cama admirable. Ya
no se preocupó de la lluvia.
Y así pasó el tiempo, viéndose cada día la
niña del mar y la niña de la tierra, y contándose una a otra maravillas de sus
respectivos mundos.
Durante este tiempo, el Rey y la Reina hicieron todo cuanto
fué necesario para dar con el paradero de su adorada hijita, hasta que, al fin,
supusieron que la pobre habría fallecido. Toda la corte se puso de luto, y el
Rey y la Reina
no tuvieron ya un instante de alegría. Desde la mañana a la noche no hacían más
que llorar.
Hacía ya algunos años que la Princesa vivía en la
desierta isla, cuando un día vió que una linda palomita, herida en un ala,
hacía esfuerzos para llegar a la isla. Una enorme águila estaba acechando la
presa.
Por fin la palomita consiguió llegar a
tierra, pero estaba tan rendida que quedó exhausta en la arena. El águila lanzó
un graznido y se arrojó como una flecha sobre la indefensa palomita, pero la Princesa , cogiendo un
grueso garrote, se precipitó sobre el águila y le propinó una serie de golpes.
El águila chillaba de rabia y, furiosa, quiso quitarle los ojos a la Princesa. Ésta, que vió
el ataque, se apartó a un lado y, con una fuerza increíble, le dió un soberbio
garro-tazo. El águila huyó a toda prisa, pensando que tenía que habérselas con
una poderosa Hada. Dejando a su paso un reguero de sangre, pronto se perdió en
el infinito.
Desaparecida, la Princesa cogió a la palomita
y, con mucho cuidado, le curó la herida, que no era de gran importancia.
Cuando la palomita recobró las fuerzas,
dijo, agradecida:
-Princesa, eres tan buena como hermosa;
quizás algún día pueda pagarte lo que has hecho por mí.
A los ruegos de la joven para que le contara
de dónde venía, dijo:
-Vengo de la cumbre de la Montaña de la Luna , y tengo mi nido entre
las doradas ramas del Árbol Cantarín. Un día que volé muy lejos, divisé esta
isla en medio del mar y decidí visitarla. Pero si tú no llegas a asustar al
águila, no hubiera realizado mi deseo.
-¿No podrías, querida palomita, traerme una
hoja del Árbol Cantarín?
Y la palomita contestó:
-En seguida que me haya repuesto del todo,
partiré para traértela.
A la mañana siguiente, muy tempranito, la
palomita partió hacia las altas Montañas de la Luna. La Princesa no se
dió cuenta, porque dormía. Y su alegría fué grande al despertarse y ver a la
palomita volar hacia ella con una hoja de oro en su pico, de la que el Sol
arrancaba admirables destellos.
El animalito dejó en sus manos la preciosa
hoja del Árbol Cantarín, y una melodiosa música se desprendió de ella.
-¡Oh, hermosa paloma! Te estoy muy
agradecida, pero desearía pedirte otro favor -dijo la Princesa.
-¿Y qué es ello? -respondió la palomita.
-Si quisieras llevar estos cabellos y este
trozo de vestido al palacio de mis padres y dejarlos en la falda de mi querida
madre, comprenderían en seguida que su hija no ha muerto y vendrían a
buscarme.
La palomita cogió con el pico las dos cosas
y voló, voló, hacia el reino de la
Princesa.
Un día, el Rey y la Reina estaban sentados en
sus tronos, con la corte a su alrededor, todos con caras tristes. Hacía ya
algunos años que habían perdido a la adorada Princesita, pero ellos aún la
lloraban. Como hacía bastante calor, tenían la ventana abierta. Una palomita
blanca entró volando en el salón del trono, pero nadie le hizo caso hasta que
la vieron posarse en las rodillas de la Reina. Ésta, al ver que llevaba en el pico un
trozo de tela y un rizo de oro, lanzó un grito, diciendo con lágrimas de
alegría:
-Este rizo es de nuestra hijita y esta tela
es un trozo de su vestido, que nos manda por conducto de esta palomita para que
sepamos que aún vive.
Los Reyes y la corte estaban tan contentos
que no sabían lo que se hacían. Iban de un lado para otro, abrazándose de
alegría, hasta que la palomita, tirando del brazo del Rey con su pico, le
indicó que la siguiera.
-La paloma quiere indicarnos el camino para
llevarnos hasta donde nos aguarda nuestra querida hija -gritó el Rey.
Y toda la corte fué detrás de la paloma.
Ésta, al llegar al mar, continuó volando, y ellos no supieron qué hacer. En la
playa, amarrada, había una barquita. El Rey se subió a ella y empezó a remar
con toda su alma, para no perder de vista a la blanca palomita.
Y remó, remó, hasta que divisó una isla, y
cuando estuvo más cerca vió a su hija,
que ya era una moza y le esperaba con los brazos abiertos.
La alegría de la corte y del pueblo fué
inmensa al volver a tener entre ellos a su querida Princesa, y sus semblantes
volvieron a resplandecer de gozo.
Pero no fué muy duradera la alegría, porque
un día la bruja tuvo la mala idea de querer saber si la Princesa había muerto de
hambre, y se fué derechita a la isla. Grande fué su rabia al no hallar restos
de ella, ni un trozo de vestido siquiera. Decidida a saber su paradero, se
dirigió a Palacio y allí la vió, alegre y feliz, paseándose por los hermosos
jardines. En su mano tenía la hoja del Árbol Cantarín, que lanzaba dulces
notas.
La bruja se volvió verde de ira. Esperó la
noche y, cuando la Princesa
dormía, entró en su alcoba sin hacer ruido, cogió la hoja de oro, dejando en su
lugar otra que ella misma había hecho, y, contenta de su maldad, se marchó,
pensando que aquel pueblo feliz ya no reiría más.
Cuando la Princesa despertó,
extrañóse de no oír la suave música de su hoja cantarina. Cogió la hoja que le
dejó la bruja y le dijo, besándola:
-¿Por qué no cantas, mi querida hoja de oro?
Apenas hubo tocado la maléfica hoja la cara
de la Princesa ,
cuando sintió en ella un fuerte dolor y quedó horriblemente desfigurada.
En seguida corrieron voces por Palacio de
que la Princesa
era víctima de una horrorosa enfermedad y, temiendo contagiarse, se apartaban
de ella.
Al Rey y a la Reina , viendo a su hija tan
desfigurada, les entró una pena muy grande, y ella les dijo:
-Estoy segura de que la malvada hechicera ha
cambiado mi hoja cantarina por otra embrujada. Iré a correr mundo hasta que la
recupere, y entonces se acabará este maleficio.
Cambió su lujoso traje por otro más modesto
y salió, dispuesta a dar la vuelta al mundo para recuperar su hoja de oro.
Un día que caminaba por un frondoso bosque,
vió un río muy caudaloso, de aguas negras como la noche. Siguió el curso del
río por curiosidad, pues ella nunca había oído decir que existieran ríos
negros. Haría una hora que caminaba por su orilla, cuando vió una choza muy
bajita. De su interior salía una viejecita muy encorvada, que le dijo:
-¿Cómo una joven tan bien formada puede
tener una cara tan horrible?
-Yo sé dónde puedes encontrar la hoja
cantarina, pero antes tienes que servirme durante un año.
Cuando cumplió el pacto, la, viejecita, que
era un Hada, le dijo:
-Eres muy buena y estoy muy contenta de ti.
No sólo te diré donde se halla la hoja, sino que te ayudaré. La única manera de
conseguir la hoja del Árbol Cantarín, sin que la bruja pueda arrebatártela, es
cogiéndola del mismo árbol. Esta ratita blanca te enseñará el camino para
llegar a la empinada Montaña de la Luna. Cuando empieces la ascensión, llevarás en
tu mano este espejo, que ahuyentará a los malos Espíritus moradores de la Montaña. Por más que
éstos griten y amenacen, guárdate bien de volver la cabeza, pues estarías
perdida. Cuando te halles en la cima de la Montaña , tiras el espejo al suelo; se romperá en
mil pedazos, y entonces soltarás la ratita, que, al hacer la ascensión,
esconderás en tu pecho, y le pondrás un pedacito de espejo en el hocico.
Entonces podrás dirigirte al Árbol Cantarín y le dirás estas palabras:
Dime,
árbol de oro:
la
hoja por la que lloro
y
no la oigo cantar,
¿dónde
la puedo hallar?
Entonces la hoja vendrá volando a tus manos,
e inmediatamente la lavarás con el agua pura de la fuente cristalina que hay al
pie del árbol. Después te lavarás la cara con esa agua milagrosa y volverás a
ser más bella que nunca.
La ratita, siempre obediente, iba enseñando
a la Princesa
el camino, y así atravesaron bosques y llanuras, hasta que llegaron al pie de la Montaña de la Luna.
Era una montaña muy alta y transparente como
de cristal. Estaba poblada de admirable vegetación, muy distinta de la que
hasta entonces viera la joven. Había árboles inmensos con hojas de plata y
tronco de esmeralda, plantas trepadoras que producían racimos de perlas, y
matas de flores silvestres con pétalos negros y corola de rubíes. La Princesa , sin hacer caso
de vegetación tan rara, escondió la ratita en su pecho y empezó la penosa
ascensión. Al llegar la noche (que en la Montaña de la Luna era oscurísima), la joven tropezaba con las
raíces de los árboles, y su vestido quedaba desgarrado entre zarzales y
espinos, pero la Princesa ,
con el espejo en la mano, continuaba ascendiendo. A media noche empezaron a
oírse sordos murmullos, que eran producidos por los Espíritus al despertarse.
Unos le tiraban de las ropas, otros de los cabellos, y otros tomaban formas
fantás-ticas y grotescas, la llamaban por su nombre y se burlaban de ella; pero
en cuanto la Princesa
les ponía el espejo de frente, desaparecían en el acto, y así podía continuar
subiendo.
Al fin llegó a la cima de la Montaña. Empezaba
a despuntar el día y, cuando salió el Sol, la joven vió que estaba rodeada de
un admirable jardín de olorosas flores, muy bien cultivado. Resguardado por una
cerca de oro se hallaba el Árbol Cantarín, que, a la más suave brisa, entonaba
dulces melodías, producidas por sus hojas de oro al entrechocarse. Al pie del
árbol había una fuente de cristalinas aguas que producían un frescor delicioso.
Entre las ramitas del Árbol Cantarín estaba el nido de una paloma, y la Princesa reconoció a su
amiga.
Cuando se sació de contemplar tanta belleza,
tiró el espejo al suelo y se rompió en mil pedazos. Cogió un trocito y,
libertando a la ratita, se lo puso en el hocico. La ratita blanca emprendió
veloz carrera y pronto desapareció.
Entonces la Princesa saltó el cerco
de oro y cantó:
Dime,
árbol de oro:
la
hoja por la que lloro
y
no la oigo cantar,
¿dónde
la puedo hallar?
Una cantarina hoja se desprendió del árbol
y, volando, fué a posarse en las manos de la Princesa , mientras
entonaba una dulce canción muy conocida de la joven. Lavó la hoja de oro en las
frescas y puras aguas y luego se lavó también la cara.
Un estruendo de hierros hizo volver la cabeza
a la Princesa ,
que vió una procesión de Príncipes, Reyes y Caballeros atados con gruesas
cadenas.
Se le acercó un arrogante joven, que era Rey
de un poderoso país, y le dijo, poniendo una rodilla en tierra:
-Hermosa Princesa, con tu valor acabas de libertarnos
de los malos Espíritus de la
Montaña de la
Luna. Todos nosotros pretendimos coger una hoja del Árbol
Cantarín, pero, en la ascensión, volvimos la cabeza y en el acto quedamos
transformados en planta o árbol; y así estaríamos aún si tú, noble Princesa, no
nos hubieras desencantado con tu heroico acto.
La joven cogió un pedazo de espejo y con él
tocó las cadenas de los prisioneros, que al instante cayeron al suelo. En aquel
momento, del Árbol Cantarín salió una dulce melodía que dejó extasiados a todos,
y a la Princesa
se le llenaron los ojos de lágrimas por la emoción.
Jadeante, llegó la ratita blanca y dijo:
-Amada Princesa, la malvada bruja ha muerto;
la he herido en el corazón con el trozo de espejo. ¡Adiós!
-Y desapareció.
Y ya jamás la pena y la tristeza tuvieron
morada en aquel feliz país.
¡Ah! El arrogante Rey que la Princesa libertó en la
empinada Montaña de la Luna ,
pidió la mano de la joven, y ésta, que lo encontraba muy simpático, aceptó y se
casaron. La hoja de oro del Árbol Cantarín no se separó ni un momento de los
felices esposos y, desde que sale el Sol hasta que se pone, no cesa de endulzar
el aire con su deliciosa música.
132. Anonimo (Suecia)
Felicitaciones, que bello blogs. Este cuento del Arbol catarín, El tesosoro de las montañas azules y otros, son maravillosos; no entiendo por qué las maestras no cambian de repertorio o lo amplían en sus clases de lectura con y para los niños.
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