Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

domingo, 8 de julio de 2012

El árbol cantarín

Eran una vez un Rey y una Reina que vivían en un gran palacio con su única hijita, una Princesita muy bella y de carácter dulce, que hacíase querer por todos cuantos la trataban.
En aquel reino, donde jamás se conocía la tristeza, todos sus moradores estaban siempre alegres y eran muy felices, y cada día lo eran más que el anterior.
Pero una bruja, que vivía en un rincón de aquel reino, no podía sufrir la felicidad de nadie, e ideó un maligno plan para que la tristeza invadiera los corazones de aquella buena gente.
Al saber que el Rey y la Reina buscaban un preceptor para su hijita, la bruja transformó su repulsiva persona en una señora entrada en años, de aspecto distinguido y cara bonachona, e inmediatamente fué a solicitar la plaza. Falsificó varias cartas en las que se hacía recomendar por varios Reyes de países lejanos, y el Rey y la Reina, engañados por tan buenas credenciales y por el aspecto de la señora, le confiaron su hija.
La bruja se regocijaba por su buen éxito, y dejó que la niña le tomara voluntad, para lo cual no perdía ocasión de adularla y consentirla.
Se acercaba el día del cumpleaños de la Princesita, y el Rey y la Reina, que la adoraban, no sabiendo qué comprarle para obsequiarla, decidieron preguntárselo a ella misma.
La bruja, que de todo se enteraba, le dijo un día a la niña:
-Se acerca el día de tu cumpleaños; cuando tus padres te pregunten lo que deseas, ¿qué pedirás?
La niña no supo qué responder, pues nada había en el reino que sus padres no se lo hubiesen comprado ya.
Entonces, la bruja le aconsejó:
-Debes pedir una hoja del Árbol Cantarín; son unas hojas de oro que, además de la agradable música que entonan noche y día, tienen el poder de preservar de la desgracia a quien posee una de ellas.
Al día siguiente, el Rey preguntó a la Princesa qué era lo que más le gustaría tener el día de su cumpleaños. Y la Princesa respondió:
-Lo único que podría hacerme feliz sería una hoja del Árbol Cantarín.
La sorpresa del Rey fué inmensa, y exclamó, apenado:
-¡Infeliz criatura! ¿Cómo has podido concebir tan loca idea? Aunque quisiera, no podría satisfacer tu deseo, pues has de saber, hija mía, que el Árbol Cantarín se halla en la empinada Montaña de la Luna, y jamás ningún ser humano ha podido escalarla. Hija mía, no pienses más en ello.
La Princesa se marchó muy triste, pues ya se había hecho la ilusión de poseer una hoja del Árbol Cantarín.
La bruja, que había estado escuchando detrás de una puerta, hizo señas a la Princesa para que la siguiera, y cuando creyó que nadie podía oírla, le dijo:
-No es cierto que el Árbol Cantarín se halle en la empinada Montaña de la Luna. Si quieres, esta misma noche te llevaré a él, pues está en el bosque que hay detrás de Palacio, y tú misma podrás coger una hoja del maravilloso árbol.
Como la Princesita no podía salir del Palacio Real sin el consen-timiento de sus padres, la maldita bruja se valió de esto para perder a la niña.
La tentación de la Princesa era mucho más fuerte que la obediencia que debía a sus padres, y consintió en escaparse por la noche.
Era una noche muy oscura y pudieron salir de Palacio sin que nadie las viera. Se internaron por el solitario bosque y caminaron durante una hora sin decir palabra. La niña empezaba a arrepentirse de haber abandonado el confortable Palacio. Los árboles y arbustos, en la oscuridad de la noche, tomaban formas de espantosos monstruos, y el ruido que producían las hojas al entrechocarse por el viento daba la impresión a la niña de que eran las apagadas voces de los fantasmas, que les amenazaban. Sin poderlo remediar, volvía la cabeza al menor ruido y siempre creía ver una sombra que la perseguía. ¡Cuán arrepentida estaba de haber seguido a la bruja! Sus ojos se llenaban de lágrimas al recordar la mullida camita que había abandonado.
Al ver que la bruja continuaba sin decir palabra, le dijo, muerta de miedo:
-¿Falta mucho aún? No creía que estuviera tan lejos el Árbol Cantarín.
Y la bruja respondió:
-Camina, camina, que ya falta poco.
Caminaron un largo rato, y a la niña empezaron a dolerle los pies. No pudiendo aguantar más, empezó a llorar. La bruja, sin hacerle caso, volvió a decir:
-Camina, camina, que ya falta poco.
La Princesita respondió llorando:
-Ya no tengo ningún interés por la hoja del Árbol Cantarín. Entonces la bruja tomó su verdadera figura, y dijo, escupiendo sapos por la boca:
-¡Ja, ja, ja! ¿Quieres volver a tu confortable Palacio? ¿Quieres volver a tu linda camita? ¡Ja, ja, ja! Ya me cuidaré yo de que no los vuelvas a ver en tu vida.
La niña, al ver a la horrible bruja, empezó a temblar, y, aunque tarde, comprendió el engaño y lloró en silencio.
La bruja la cogió de la mano y la obligó por fuerza a seguirla. A la pobre Princesita le era imposible caminar tan de prisa. Entonces, la asquerosa vieja, con una vara que había cogido durante el camino, empezó a pegarle fuertemente, y cada golpe dejaba un cardenal en la delicada piel de la niña.
A la madrugada llegaron al mar. En la playa había una barca. La bruja hizo subir en ella a la Princesa y luego, de un salto, se instaló ella también. Dijo algunas palabrotas e hizo algunos signos, y la barca partió veloz, como si fuera tirada por cien caballos marinos. Al poco rato llegaron a una isla desierta y la bruja obligó a la Princesa a desembarcar.
-Aquí te quedarás hasta que mueras de frío y de hambre -dijo la bruja, gozosa.
Cuando la barca y la bruja desaparecieron en el horizonte, la niña miró a su alrededor y, muy desesperanzada, vió que la isla era muy pequeña. Solamente una montaña rocosa, en la que no crecía ningún árbol ni la más pequeña hierba, era cuanto había en aquel trozo de tierra. Se sentó en el suelo y empezó a lamentarse, arrepentida:
-¡Ay, si no hubiera salido de mi Palacio, no me encontraría ahora en esta isla desierta! ¡Aquí, seguramente me moriré de frío y de hambre! ¡Y mis queridos padres jamás tendrán una hora de alegría!
Mientras tanto, en el mar, una enorme ola fué a besar la dorada arena y, cuando desapareció, la niña quedó admirada al ver que una linda sirenita sacaba la cabecita del agua.
-¿Qué haces aquí y quién eres? -preguntó la pequeña Sirena.
-Soy una Princesa -respondió la niña.
-¡Qué corona más bonita llevas! ¿Me la quieres dar?
-Sí, con mucho gusto; también puedes quedarte con mi collar y mi pulsera, ya que de nada me servirán si he de morir.
-¿Y por qué piensas en morir? -preguntó, extrañada, la Sirena.
-Porque, engañada, me ha traído hasta aquí una bruja; para que muera de hambre y de sed.
-Pues no te morirás de hambre ni de sed -dijo muy seria la sirenita. Precisamente debajo de esta isla vienen cada mañana las vacas del Rey del Mar a comer los ricos pastos que en ella se crían. Y yo ordeñaré cada día un poco de leche para ti. ¡Ea! No pongas esa cara tan triste y juguemos.
La Sirena salió del agua, frotó repetidas veces su cola con las manos, mientras murmuraba algunas palabras mágicas, y, con gran sorpresa de la niña, la cola desapareció, quedando en su lugar dos bonitas piernas como las de ella.
Y estuvieron jugando todo el día. Al llegar la noche, la sirenita se volvía al fondo del mar, y entonces sus piernas se transformaban en cola.
Cada mañana la Sirena traía la leche prometida a la Princesa, en una copa de oro, y cuando ésta se la bebía se ponían a jugar.
-Siempre que quieras llamarme, tiras la copa al agua y yo acudiré en seguida -le dijo un día la Sirena.
Una noche descargó una fuerte tormenta, y como la Princesa no sabía dónde guarecerse, pensó en recurrir a su amiguita y tiró la copa de oro al mar.
-¿Qué quieres? -dijo la Sirena sacando la cabeza del agua.
La niña le dijo, temblando de frío:
-No sé dónde guarecerme en esta noche tormentosa.
La Sirena se hundió y apareció al poco rato trayendo del fondo del mar una gran cantidad de musgo, suave como el terciopelo y reluciente como la seda.
-Con esto puedes construirte un rico colchón. Y aquí tienes este velo; a través de él no pasa ni el aliento de una mosca.
La niña le dió las gracias. Con cuatro palos se construyó un toldo, puso el suave musgo debajo y tuvo una cama admirable. Ya no se preocupó de la lluvia.
Y así pasó el tiempo, viéndose cada día la niña del mar y la niña de la tierra, y contándose una a otra maravillas de sus respectivos mundos.
La Princesa cada día se hacía más hermosa, debido a la milagrosa leche de las vacas del Rey del Mar.
Durante este tiempo, el Rey y la Reina hicieron todo cuanto fué necesario para dar con el paradero de su adorada hijita, hasta que, al fin, supusieron que la pobre habría fallecido. Toda la corte se puso de luto, y el Rey y la Reina no tuvieron ya un instante de alegría. Desde la mañana a la noche no hacían más que llorar.
Hacía ya algunos años que la Princesa vivía en la desierta isla, cuando un día vió que una linda palomita, herida en un ala, hacía esfuerzos para llegar a la isla. Una enorme águila estaba acechando la presa.
La Princesa sufría pensando que, de un momento a otro, el águila podía abalanzarse sobre la infeliz.
Por fin la palomita consiguió llegar a tierra, pero estaba tan rendida que quedó exhausta en la arena. El águila lanzó un graznido y se arrojó como una flecha sobre la indefensa palomita, pero la Princesa, cogiendo un grueso garrote, se precipitó sobre el águila y le propinó una serie de golpes. El águila chillaba de rabia y, furiosa, quiso quitarle los ojos a la Princesa. Ésta, que vió el ataque, se apartó a un lado y, con una fuerza increíble, le dió un soberbio garro-tazo. El águila huyó a toda prisa, pensando que tenía que habérselas con una poderosa Hada. Dejando a su paso un reguero de sangre, pronto se perdió en el infinito.
Desaparecida, la Princesa cogió a la palomita y, con mucho cuidado, le curó la herida, que no era de gran importancia.
Cuando la palomita recobró las fuerzas, dijo, agradecida:
-Princesa, eres tan buena como hermosa; quizás algún día pueda pagarte lo que has hecho por mí.
A los ruegos de la joven para que le contara de dónde venía, dijo:
-Vengo de la cumbre de la Montaña de la Luna, y tengo mi nido entre las doradas ramas del Árbol Cantarín. Un día que volé muy lejos, divisé esta isla en medio del mar y decidí visitarla. Pero si tú no llegas a asustar al águila, no hubiera realizado mi deseo.
La Princesa, al oír que la palomita tenía el nido en el árbol de oro, dijo muy contenta:
-¿No podrías, querida palomita, traerme una hoja del Árbol Cantarín?
Y la palomita contestó:
-En seguida que me haya repuesto del todo, partiré para traértela.
A la mañana siguiente, muy tempranito, la palomita partió hacia las altas Montañas de la Luna. La Princesa no se dió cuenta, porque dormía. Y su alegría fué grande al despertarse y ver a la palomita volar hacia ella con una hoja de oro en su pico, de la que el Sol arrancaba admirables destellos.
El animalito dejó en sus manos la preciosa hoja del Árbol Cantarín, y una melodiosa música se desprendió de ella.
-¡Oh, hermosa paloma! Te estoy muy agradecida, pero desearía pedirte otro favor -dijo la Princesa.
-¿Y qué es ello? -respondió la palomita.
La Princesa, que había cortado un rizo de sus hermosos cabellos y un trozo de su vestido, dijo:
-Si quisieras llevar estos cabellos y este trozo de vestido al palacio de mis padres y dejarlos en la falda de mi querida madre, comprenderían en seguida que su hija no ha muerto y vendrían a buscarme.
La palomita cogió con el pico las dos cosas y voló, voló, hacia el reino de la Princesa.
Un día, el Rey y la Reina estaban sentados en sus tronos, con la corte a su alrededor, todos con caras tristes. Hacía ya algunos años que habían perdido a la adorada Princesita, pero ellos aún la lloraban. Como hacía bastante calor, tenían la ventana abierta. Una palomita blanca entró volando en el salón del trono, pero nadie le hizo caso hasta que la vieron posarse en las rodillas de la Reina. Ésta, al ver que llevaba en el pico un trozo de tela y un rizo de oro, lanzó un grito, diciendo con lágrimas de alegría:
-Este rizo es de nuestra hijita y esta tela es un trozo de su vestido, que nos manda por conducto de esta palomita para que sepamos que aún vive.
Los Reyes y la corte estaban tan contentos que no sabían lo que se hacían. Iban de un lado para otro, abrazándose de alegría, hasta que la palomita, tirando del brazo del Rey con su pico, le indicó que la siguiera.
-La paloma quiere indicarnos el camino para llevarnos hasta donde nos aguarda nuestra querida hija -gritó el Rey.
Y toda la corte fué detrás de la paloma. Ésta, al llegar al mar, continuó volando, y ellos no supieron qué hacer. En la playa, amarrada, había una barquita. El Rey se subió a ella y empezó a remar con toda su alma, para no perder de vista a la blanca palomita.
Y remó, remó, hasta que divisó una isla, y cuando estuvo más  cerca vió a su hija, que ya era una moza y le esperaba con los brazos abiertos.
La alegría de la corte y del pueblo fué inmensa al volver a tener entre ellos a su querida Princesa, y sus semblantes volvieron a resplandecer de gozo.
Pero no fué muy duradera la alegría, porque un día la bruja tuvo la mala idea de querer saber si la Princesa había muerto de hambre, y se fué derechita a la isla. Grande fué su rabia al no hallar restos de ella, ni un trozo de vestido siquiera. Decidida a saber su paradero, se dirigió a Palacio y allí la vió, alegre y feliz, paseándose por los hermosos jardines. En su mano tenía la hoja del Árbol Cantarín, que lanzaba dulces notas.
La bruja se volvió verde de ira. Esperó la noche y, cuando la Princesa dormía, entró en su alcoba sin hacer ruido, cogió la hoja de oro, dejando en su lugar otra que ella misma había hecho, y, contenta de su maldad, se marchó, pensando que aquel pueblo feliz ya no reiría más.
Cuando la Princesa despertó, extrañóse de no oír la suave música de su hoja cantarina. Cogió la hoja que le dejó la bruja y le dijo, besándola:
-¿Por qué no cantas, mi querida hoja de oro?
Apenas hubo tocado la maléfica hoja la cara de la Princesa, cuando sintió en ella un fuerte dolor y quedó horriblemente desfigurada.
En seguida corrieron voces por Palacio de que la Princesa era víctima de una horrorosa enfermedad y, temiendo contagiarse, se apartaban de ella.
Al Rey y a la Reina, viendo a su hija tan desfigurada, les entró una pena muy grande, y ella les dijo:
-Estoy segura de que la malvada hechicera ha cambiado mi hoja cantarina por otra embrujada. Iré a correr mundo hasta que la recupere, y entonces se acabará este maleficio.
Cambió su lujoso traje por otro más modesto y salió, dispuesta a dar la vuelta al mundo para recuperar su hoja de oro.
Un día que caminaba por un frondoso bosque, vió un río muy caudaloso, de aguas negras como la noche. Siguió el curso del río por curiosidad, pues ella nunca había oído decir que existieran ríos negros. Haría una hora que caminaba por su orilla, cuando vió una choza muy bajita. De su interior salía una viejecita muy encorvada, que le dijo:
-¿Cómo una joven tan bien formada puede tener una cara tan horrible?
La Princesa, avergonzada, le contó la treta de que se valió la bruja para dejarle así la cara. La viejecita le dijo:
-Yo sé dónde puedes encontrar la hoja cantarina, pero antes tienes que servirme durante un año.
La Princesa aceptó, y durante un año tuvo que hacer faenas a que sus manitas no estaban acostumbradas; pero lo hacía gustosa, con tal de recuperar la hoja de oro del Árbol Cantarín.
Cuando cumplió el pacto, la, viejecita, que era un Hada, le dijo:
-Eres muy buena y estoy muy contenta de ti. No sólo te diré donde se halla la hoja, sino que te ayudaré. La única manera de conseguir la hoja del Árbol Cantarín, sin que la bruja pueda arrebatártela, es cogiéndola del mismo árbol. Esta ratita blanca te enseñará el camino para llegar a la empinada Montaña de la Luna. Cuando empieces la ascensión, llevarás en tu mano este espejo, que ahuyentará a los malos Espíritus moradores de la Montaña. Por más que éstos griten y amenacen, guárdate bien de volver la cabeza, pues estarías perdida. Cuando te halles en la cima de la Montaña, tiras el espejo al suelo; se romperá en mil pedazos, y entonces soltarás la ratita, que, al hacer la ascensión, esconderás en tu pecho, y le pondrás un pedacito de espejo en el hocico. Entonces podrás dirigirte al Árbol Cantarín y le dirás estas palabras:

Dime, árbol de oro:
la hoja por la que lloro
y no la oigo cantar,
¿dónde la puedo hallar?

Entonces la hoja vendrá volando a tus manos, e inmediatamente la lavarás con el agua pura de la fuente cristalina que hay al pie del árbol. Después te lavarás la cara con esa agua milagrosa y volverás a ser más bella que nunca.
La Princesa dió las gracias a la viejecita y, dejando en el suelo la ratita blanca, siguió en pos de ésta hasta la empinada Montaña de la Luna.
La ratita, siempre obediente, iba enseñando a la Princesa el camino, y así atravesaron bosques y llanuras, hasta que llegaron al pie de la Montaña de la Luna.
Era una montaña muy alta y transparente como de cristal. Estaba poblada de admirable vegetación, muy distinta de la que hasta entonces viera la joven. Había árboles inmensos con hojas de plata y tronco de esmeralda, plantas trepadoras que producían racimos de perlas, y matas de flores silvestres con pétalos negros y corola de rubíes. La Princesa, sin hacer caso de vegetación tan rara, escondió la ratita en su pecho y empezó la penosa ascensión. Al llegar la noche (que en la Montaña de la Luna era oscurísima), la joven tropezaba con las raíces de los árboles, y su vestido quedaba desgarrado entre zarzales y espinos, pero la Princesa, con el espejo en la mano, continuaba ascendiendo. A media noche empezaron a oírse sordos murmullos, que eran producidos por los Espíritus al despertarse. Unos le tiraban de las ropas, otros de los cabellos, y otros tomaban formas fantás-ticas y grotescas, la llamaban por su nombre y se burlaban de ella; pero en cuanto la Princesa les ponía el espejo de frente, desaparecían en el acto, y así podía continuar subiendo.
Al fin llegó a la cima de la Montaña. Empezaba a despuntar el día y, cuando salió el Sol, la joven vió que estaba rodeada de un admirable jardín de olorosas flores, muy bien cultivado. Resguardado por una cerca de oro se hallaba el Árbol Cantarín, que, a la más suave brisa, entonaba dulces melodías, producidas por sus hojas de oro al entrechocarse. Al pie del árbol había una fuente de cristalinas aguas que producían un frescor delicioso. Entre las ramitas del Árbol Cantarín estaba el nido de una paloma, y la Princesa reconoció a su amiga.
Cuando se sació de contemplar tanta belleza, tiró el espejo al suelo y se rompió en mil pedazos. Cogió un trocito y, libertando a la ratita, se lo puso en el hocico. La ratita blanca emprendió veloz carrera y pronto desapareció.
Entonces la Princesa saltó el cerco de oro y cantó:

Dime, árbol de oro:
la hoja por la que lloro
y no la oigo cantar,
¿dónde la puedo hallar?

Una cantarina hoja se desprendió del árbol y, volando, fué a posarse en las manos de la Princesa, mientras entonaba una dulce canción muy conocida de la joven. Lavó la hoja de oro en las frescas y puras aguas y luego se lavó también la cara.
Un estruendo de hierros hizo volver la cabeza a la Princesa, que vió una procesión de Príncipes, Reyes y Caballeros atados con gruesas cadenas.
Se le acercó un arrogante joven, que era Rey de un poderoso país, y le dijo, poniendo una rodilla en tierra:
-Hermosa Princesa, con tu valor acabas de libertarnos de los malos Espíritus de la Montaña de la Luna. Todos nosotros pretendimos coger una hoja del Árbol Cantarín, pero, en la ascensión, volvimos la cabeza y en el acto quedamos transformados en planta o árbol; y así estaríamos aún si tú, noble Princesa, no nos hubieras desencantado con tu heroico acto.
La joven cogió un pedazo de espejo y con él tocó las cadenas de los prisioneros, que al instante cayeron al suelo. En aquel momento, del Árbol Cantarín salió una dulce melodía que dejó extasiados a todos, y a la Princesa se le llenaron los ojos de lágrimas por la emoción.
Jadeante, llegó la ratita blanca y dijo:
-Amada Princesa, la malvada bruja ha muerto; la he herido en el corazón con el trozo de espejo. ¡Adiós! 
-Y desapareció.
La Princesa, escoltada por los Príncipes, Reyes y Caballeros que había libertado, llegó a su país, y todo el pueblo salió a recibirles. Cuando el Rey y la Reina vieron a su hija más bella que nunca, sintieron una alegría imposible de describir.
Y ya jamás la pena y la tristeza tuvieron morada en aquel feliz país.
¡Ah! El arrogante Rey que la Princesa libertó en la empinada Montaña de la Luna, pidió la mano de la joven, y ésta, que lo encontraba muy simpático, aceptó y se casaron. La hoja de oro del Árbol Cantarín no se separó ni un momento de los felices esposos y, desde que sale el Sol hasta que se pone, no cesa de endulzar el aire con su deliciosa música.

132. Anonimo (Suecia)

1 comentario:

  1. Felicitaciones, que bello blogs. Este cuento del Arbol catarín, El tesosoro de las montañas azules y otros, son maravillosos; no entiendo por qué las maestras no cambian de repertorio o lo amplían en sus clases de lectura con y para los niños.

    ResponderEliminar