Egambe era el nombre del poblado.
Dos jefes compartían la autoridad en el mismo: Ndjambua Ngongo, en el barrio
norte; y Ndjambua Diko, en el sur.
Ndjambua Ngongo tenía dos mujeres:
una de edad madura, de la que tenía un hijo llamado Ugula, la otra mujer era
aún jovencita; su fortuna no era crecida, pero poseía una gran bondad natural,
malograda, en parte, por el vicio de la mentira.
Por su parte, Ndjambua Diko estaba
casado con tres mujeres y disfrutaba de muchas riquezas; pero la maldad y
avaricia, estaban presentes en casi todas sus acciones.
Cuando Ugula tenía diez y seis
años, la enfermedad llamó a las puertas de su padre, que, a los pocos días,
moría rodeado de los suyos.
Ndjambua Diko, acudió con sus
mujeres al entierro de su colega. Como homenaje al difunto le regaló una
chaqueta y un sombrero de los muchos que en su casa tenía. Ugula aprovechó el
nerviosismo de la gente en esos dolorosos momentos y, sin ser visto, guardó
para sí la chaqueta y el sombrero.
A los dos meses de celebrada la
defunción, la madrastra de Ugula, la jovencita esposa de Ndjambua Ngongo,
decidió regresar a su poblado.
La madre de Ugula la persuadió para
que se quedara, pues deseaba casarla con Ugula. Tales y tantos fueron los
ruegos que la jovencita aceptó.
De las varias cualidades que Ugula
heredó de su padre destacaban la falsedad y astucia, que cultivaba, día tras
día, entre sus paisanos: hoy les quitaba esto; mañana, les cambiaba lo demás,
pero siempre con engaño y en provecho propio.
Cierto día, Ugula no tenía qué
llevar a la boca ni a la de sus hijos. Entonces, acudió a la siguiente
estratagema. Buscó donde pudo un puñado de pepitas de oro. Las mezcló con los
granos de trigo y consiguió que su caballo las comiese. Acto seguido, se presenta
en casa del jefe Ndjambua Diko y le dice:
-Jefe, ya no quiero este caballo;
te lo cambio por doce vacas y cinco sacos de arroz.
El Jefe le contestó:
-Me sobran caballos. No puedo
aceptar el trato que me propones.
Ugula le replicó:
-Este caballo tiene algo especial;
y si no, vas a comprobarlo.
Dio unas ligeras palmadas en el
lomo del noble animal que, al instante defecó, junto con los excrementos, las
pepitas de de oro. Deslumbrado el codicioso Ndjambua Diko, convino
inmediatamente en el cambio.
Sin pérdida de tiempo, partió
contento el embustero Ugula, llevando por delante la manada de vacas y la carga
apetitosa del arroz. No duró mucho su dicha, porque se coge antes a un
mentiroso que a un cojo.
Pasados tres días, Ndjambua Diko
necesitaba oro para sus compras. Acudió esperanzado a la cuadra del maravilloso
caballo, que tenía bien guardado, y ¡cuál no fue su decepción al comprobar que
los excrementos eran como los de los demás caballos!
Montó en cólera el avaro jefe y
mandó llamar a su presencia a Ugula; sin darle oportunidad para defenderse le
dijo Ndjambua Diko:
-En pago de tu engaño, serás
ajusticiado dentro de tres días.
Por vez primera Ugula tuvo miedo de
la cercana muerte. ¿Cómo podría escapar de sus garras? Como una gracia final,
pidió permiso al jefe para ir a despedirse de su madre y familia. El jefe se lo
concedió.
Llegado a casa, Ugula llamó aparte
a su madre y le dijo:
-El día de mi ajusticiamiento, te
presentarás con un amplio vestido, capaz de ocultar un pato sin que se note. El
pato lo esconderás contra tu pecho y su cuello lo mantendrás unido al tuyo.
Cuando llegues ante el jefe, le pedirás que me perdone. Lo demás corre de mi
cuenta. Cuando yo te lo mande, te levantas y no vuelvas la vista».
La madre dijo que sabía la lección
y Ugula regresó a la cárcel, en espera de la ejecución.
Amanecía ya el tercer día. Muchos
curiosos iban acudiendo al lugar del suplicio. Los verdugos estaban ya prestos
a ejecutar la sentencia. Faltaba poco para que el jefe Ndjambu Diko levantase
la mano para dar la señal fatídica.
Corriendo, gritando, el rostro
húmedo por las lágrimas llega la madre del reo. De rodillas ante el gran jefe
pide suplicante el perdón de su hijo. Ugula no dio tiempo a su madre para
concluir la súplica. De un salto se plantó ante ella y, con habilidad pasmosa,
cortó el cuello al pato.
Con no menor astucia simuló la
madre caer muerta, bañada en su propia sangre. Ugula, como arrepentido del
parricidio, ordenó a su madre que se levantase y se fuese a casa. Esta se puso
de pie al instante y, sin volver la vista atrás, emprendió el sendero de su
choza.
Las numerosas personas que
esperaban curiosas la ejecución de Ugula quedaron presas: unas de admiración,
otras de miedo, aquéllas de pánico... Estas tomaron a Ugula por hechicero; no
faltaron quienes lo consideraron nigromante.
El más intrigado de todos fue
Ndjambua Diko quien a solas con Ugula le rogó que le explicase el prodigio:
-Muy sencillo, jefe, -contestó
Ugula; con este puñalito mágico podrás dar muerte y resucitar luego a quien lo
desees. Bastará que digas a la víctima: Levántate; y aquí no habrá pasado nada.
El jefe, lejos de imaginar los
engaños que le iba tendiendo Ugula y las terribles circunstancias en que le
ponía, no sólo le perdonó la vida, a cambio del mágico puñal, sino que le regaló
otras cinco vacas y tres sacos de arroz.
Ugula, consciente de los desmanes
irreparables que cometería con el puñal mágico Ndjambua Diko y temeroso de la
suerte que por ello le esperaba, cuando llegó a su casa, fue en busca de un
nuevo cuchillo y lo escondió en el seno.
Pasadas dos semanas, el jefe tuvo
una larga riña con una de sus mujeres. Sin pensárselo dos veces, dio a la mujer
una mortal puñalada. Entonces, a ejemplo de Ugula, dijo el jefe a la difunta:
-Levántate y vete, pues ya no te
quiero ver más.
Otra y otra vez repitió con más
fuerza las mismas palabras. La mujer seguía inmóvil en un charco de sangre.
Enfurecido el jefe mandó a sus
hombres que le trajesen nuevamente a Ugula. Esa vez la sentencia sería rápida y
definitiva:
-Que se le meta en un saco y se le
arroje al profundo lago, cercano al lugar; que sus aguas acaben con su falsedad
y astucia.
Mientras conducían a Ugula al lugar
de la ejecución, tuvo tiempo de esconder la pequeña navaja en su puño. Los
verdugos, llegados a donde el agua es más profunda, arrojaron el saco cargado
de alimañas, seguros, por fin, de la muerte de Ugula.
La navaja de Ugula entró en acción
y no dio tiempo a que el saco llegase al fondo. Como buen nadador que era,
llegó pronto a los manglares de la orilla. Al anochecer, sin ser notado, llegó
a casa y contó a su madre y a la futura esposa todo lo ocurrido. Todos en casa
guardaron riguroso secreto y Ugula permaneció dos semanas tramando otro engaño.
Un día, muy de mañanita, ataviado
con la chaqueta y el sombrero que Ndjambua Diko había regalado a su difunto
padre, se escondió entre los manglares del lago.
Allí vino una de las mujeres del
jefe a echar los desperdicios. Al acercarse a las aguas, observó que estas se
movían y notó que la mano de una persona emergía de ellas. Asustada regresó a
casa gritando:
-Socorro, socorro; he visto un
fantasma.
Por curiosidad acuden los
habitantes del poblado, al lugar , del portento. Entonces aprovecha Ugula para
salir de su escondite medio acuoso y medio selvático. Todos, al verlo, huyeron
gritando despavoridos:
-«Ugula se ha convertido en
fantasma».
Enterado el jefe quiso cerciorarse
personalmente de quién y cómo era el fantasma. Y pudo ver a Ugula que, empapado
en agua del lago y con amable sonrisa, le dijo:
-No te asustes, Ndjambua Diko, soy
Ugula en persona y no un fantasma, como piensas falsamente. ¿Verdad que conoces
esta chaqueta y este sombrero?
-Sí, son los que regalé en el
entierro a tu difunto padre.
-Pues bien, -replicó Ugula- es mi
padre quien me los ha dado, y me ha enviado a decirte que te apresures a ir
para allá con el fin de que te inmortalicen y te aconsejen sobre la forma mejor
de desempeñar tu jefatura -si no cumples lo que ellos te sugieren, enviarán a
los genios quienes prenderán fuego a tu poblado, y ni uno de sus habitantes se
salvará.
El jefe, seguro como estaba de la
muerte de Ugula, no dudó ni por un instante de la verdad de las palabras del
impostor, al que preguntó:
-¿Qué tengo que hacer para llegar a
donde ellos están?
-Métete en un saco -dijo Ugula,
que te echen en las aguas del lago. Irás a caer en la puerta de tu mujer,
recientemente muerta.
Dócil Ndjambua Diko al consejo de
Ugula, convocó a todos los suyos y les habló así:
-«Familiares, amigos, guardias,
pueblo todo, yo me voy ante mi padre. Durante mi ausencia Ugula ocupará mi
puesto, mis bienes y mis mujeres».
Todos esperanzados le acompañaron
luego hasta las tranquilas y silenciosas aguas del lago. Ugula, en cambio, se
apresuró a ir en busca de su madre y de su futura esposa, quienes, a partir de
aquel día, se convirtieron, respectivamente, en la madre y en la mujer del gran
jefe Ugula.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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