Era media mañana. Hombres y mujeres
estaban en sus habituales ocupaciones agrícolas, de pesca o de caza; los niños
estaban en la escuela, y pocas personas animaban el poblado. Únicamente Mebegue
estaba recostado en su habitual cama de bambú en la casa de la palabra. Como en
otras muchas ocasiones, rumiaba ahora la solución de un problema de casamiento.
Mebegue, de sus dos mujeres,
contaba con diez hijos; pero se daba la circunstancia de que todos eran
varones. ¿Cómo se las arreglaría? La tradición rezaba así: «el hijo varón tiene
que casarse con la dote de su hermana». Mebegue no tenía dinero, no poseía
fincas... ¿de dónde sacaría, pues, la cantidad, nada despreciable, para casar a
sus diez hijos? Este pensamiento le acuciaba de día en día, con más vehemencia,
pues sus hijos se iban haciendo mayores.
Esta mañana le pareció dar con la
solución; y, hablando para sí en voz alta, se dijo:
-Iré y explicaré el caso a mis tíos
maternos; ellos no dejarán de ayudarme.
Dicho y hecho. A los tres días,
había informado con todo pormenor de la situación a sus tíos maternos, quienes
le dieron esta respuesta:
Como hijo que eres de nuestra
difunta hermana, a la que amábamos mucho, queremos ayudarte cuanto podamos.
Mira, guardamos esta escopeta, recuerdo de familia. Hasta el presente, ella nos
ha sacaso de todos los apuros. Estamos seguros de que también resolverá el
casamiento de tus hijos; se la entregarás sucesivamente, comenzando por el
primogénito y acabando por el menor. Sólo podrán salir de caza con ella una
vez, pase lo que pase. Lo que cacen en esa salida lo emplearán como dote del
casamiento.
Mebegue regresó a su pueblo
contento con la escopeta, y pensó poner sin demora en práctica lo que los tíos
-le dijeron.
A la mañana siguiente, entregó la
mágica escopeta al mayor de sus vástagos con las consiguientes recomendaciones.
Después que su madre le preparó las
provisiones para ir al bosque, cogió su «ebara» o mochila y se emboscó ávido de
misterio-sas aventuras. Al llegar a un traquilo río, cuyas riberas flanqueaban
frondosos árboles, preparó con bambúes y nipas una tosca choza para pernoctar y
comer las viandas que su madre le había preparado.
Su cena fue frugal: un dedo de
plátano maduro, un poco de cacahuete, envuelto de calabaza; el agua clara del
río le calmó la sed. El resto de las comidas lo guardó en la choza para su
regreso.
Cuando la rosada aurora asomaba su
rostro por el oriente, Mebegue con la escopeta en posición de hacer fuego y el
ojo avizor comenzó a medir con paso quedo y silencioso los contornos que
prometían caza abundante. No pasó mucho rato, y vio una numerosa manada de
monos. Entonces se dijo:
-Probaré suerte, si consigo
abatirlos a todos cumpliré con mis objetivos.
Antes de disparar la maravillosa escopeta,
tenía que proferir estas palabras mágicas: «Escopeta mía, te recibí de mi
padre, a quien se la dieron sus tíos, si te reconoces mía, haz que de un solo
tiro caigan todos esos monos». A estas palabras siguió un disparo seco y retumbante,
cuyos efectos sembraron el suelo de palpitantes víctimas indefensas.
¿Cómo llevar tanto botín a su casa?
Pensó en solicitar ayuda del poblado más próximo. Cuando se aproximaba a la
choza que había construido, oyó confuso murmullo que fue clarificándose en
voces de niños y mujeres. ¿Se habría equivocado de camino? No, era la misma
choza por él fabricada.
-¿Quiénes sois?, ¿de dónde venís?
-gritó Mebegue desde lejos.
Sus preguntas no obtuvieron
respuesta, pero observó que el suelo estaba cubierto con las peladuras de los
plátanos, de los cacahuetes y de la yuca que había dejado en la choza.
Entonces, empezó a gritar colérico:
-¿Quiénes han entrado en mi choza?
¿Quiénes han comido mi comida?
Tampoco ahora tuvo respuesta
alguna. Ante el silencio, profirió toda clase de improperios:
-Hijos de satanás -decía-
devolvedme mis comidas.
El silencio de los que quería
convertir en interlocutores lo enardecía más y más. Entonces, levantó la cabeza
una mujer que parecía la de más edad, y dijo:
-Chicas, vámonos, pues éste no es
el hombre que buscamos; no vale gran cosa.
Y, dicho esto, niños y mujeres
desaparecieron en un santiamén, sin saber cómo ni a dónde. Mebegue se quedó
solo e indignado por haber perdido las provisiones. Después de suplicar y
rogar, consiguió que los del poblado le ayudasen a llevar los monos a su casa.
Con el dinero que sacó de la venta de los monos pudo casarse, como era su
deseo.
Los demás hermanos repitieron la
aventura y corrieron parecida suerte a la de su hermano mayor; únicamente el
más pequeño, Ovula, que tal era su nombre, tuvo un desenlace distinto. Helo
aquí:
Con las comidas en la «ebara» y la
escopeta al hombro llegó al lugar donde sus hermanos levantaban la choza,
pasaban la noche y guardaban sus provisiones.
Como ellos se encontró con la
consabida manada de monos, como ellos disparó, después de pronunciar las
palabras misteriosas y como en ocasiones anteriores todos los monos
humedecieron con su roja sangre la parda tierra. Como sus hermanos, oyó el
murmullo que animaba los aledaños de la choza y entonces se dijo para sí:
-Seguramente que esta gente quiere
comprar carne, así no necesitaré ir al poblado a solicitar ayuda para llevarme
los monos.
Cuando llegó a la choza, le extrañó
ver niños en corro jugando alegres; mujeres en animada conversación, y el suelo
sembrado de peladuras de plátanos, cacahuetes y yuca. Lejos de enfadarse, como
hicieron sus hermanos, preguntó con una amable sonrisa:
-¿Quién ha comido mis. provisiones?
Y dirigiendo una mirada bondadosa a
los niños, él mismo se respondió:
-Son éstos, sin duda; pero estoy
contento de que ellos hayan comido, aunque yo me quede con hambre.
Y habló luego así a las mujeres, en
tono suplicante:
-Confío que me ayudaréis a llevar
al poblado estas piezas que he matado.
Entonces, la mujer que aparentaba
más edad dijo a las otras:
-Este es el hombre que buscábamos,
pues no es como los demás.
Para empezar, dadle de comer;
luego, cargaremos con los monos, los lleva-remos a su poblado, y nos quedaremos
con él.
Cargadas con el apetecido botín,
semejaban hacendosas hormigas que caminan afanosas al hormiguero. Cuando los
padres, los hermanos y los familiares vieron a Ovula y a su acompañamiento
entendieron el secreto de la escopeta mágica.
Únicamente Ovula, por su bondad con
los niños y mujeres, pudo dar con el secreto; sólo él fue capaz de enriquecer
el poblado con bellas y laboriosas mujeres y con niños, esperanza del futuro.
Pero su generosidad no paró aquí: dio una mujer a cada uno de sus hermanos, sin
exigirles dote por ella.
De este modo, Ovula, el más
despreciable de los hijos de Mebegue, fue el más famoso de la familia, gracias
a su amor para con los niños y las mujeres.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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