Érase una vez una astuta araña y un
pacífico camaleón, que decidieron ir a visitar a Keza, famoso por sus muchas
riquezas, del que tenían confusas noticias. La distancia que separaba los
poblados era enorme y difícil. Así, emplearon varios días en planear el viaje y
preparar las provisiones.
El día convenido, después de los
despidos de rigor, los dos amigos tomaron el camino entre las manos. Tres días
y tres noches llevaban ya caminando y descansando, cuando, a lo lejos,
divisaron el poblado de Keza. Entonces, dijo la araña al crédulo camaleón:
-Si te parece, nos vamos a poner
unos apodos, para nombrarnos; durante nuestra visita: tú te llamarás Benindaa
(los dueños de la casa), y yo, Beyen (los forasteros). ¿Qué opinas?
-Tu idea es correcta; me parece
bien.
-Pero ha de ser con una condición,
replicó la araña.
-¿Cuál?, -preguntó el camaleón.
-Que todas las comidas que nos
traigan, diciendo: «Para los forasteros» me corresponden; las que digan: «Para los
dueños de la casa», serán tuyas.
-Conforme, -asintió el camaleón.
Y prosiguieron hasta el abaá, donde
Keza con sus paisanos recibieron cortésmente a los viajeros. Averiguado el
motivo del viaje, Keza hospedó con magnificencia a sus visitantes. Hizo preparar
un suculento banquete al estilo del país. Cuando llegaron los camareros con los
manjares, dijo el que los presidía:
-Esta comida es para los
forasteros.
Entonces la araña susurró al oído
del camaleón:
-¿Recuerdas el trato que hemos
hecho? No quieras, pues, molestar a la cuchara, pues las comidas me
corresponden.
El camaleón, a pesar del hambre que
sentía, no dijo palabra y se abstuvo de probar bocado, fiel al compromiso
contraído. La escena se repitió a lo largo de tres días, siempre que los
camareros presenta-ban los manjares, con la consabida frase: «Esta comida es
para los forasteros».
El cuarto día, el camaleón estaba
en los huesos; no podía aguantar más el hambre, y su vida estaba en peligro.
Mientras Keza y los suyos estaban comiendo, se dirigió disimuladamente al basurero,
y allí comenzó a limpiar la carne de los huesos que dejaba la araña. El
primogénito de Keza que lo sorprendió en esta operación lo increpó:
-Oye, forastero, ¿no te basta lo
mucho que a diario te sirve mi padre? ¿Cómo desmientes su fama de hombre rico y
generoso, viniendo a saciar tu hambre en un estercolero? Mal pagas el hospedaje
que te da. Iré a decírselo.
-No te sulfures, amigo mío, -le
dijo el camaleón; y le contó la historia de los apodos y continuó:
-Si, de cuando en cuando, dijeran
los camareros: «Para los dueños de la casa», podría saciar mi hambre y no me
verías aquí.
El hijo de Keza, conmovido por
estas palabras, se lo contó a su padre y a su familia que quedaron admirados de
la astucia de la araña.
En adelante, se pusieron en
guardia. Prepararon dos tipos de comidas: unas de sólo verduras; otras,
compuestas de finas sopas, pescado blanco y carnes de alta calidad, aderezadas
con exquisitas y picantes salsas.
Como de costumbre, llevaron las
comidas a nuestros huéspedes. La consabida frase: «Esta comida es para los
forasteros» autorizó a la araña a apropiarse de las primeras comidas. Al
instante, entró otro camarero con las ricas comidas, acompañadas de la
invitación: «Esta comida es para los de casa».
Al ver y oír la estratagema, la
araña se quedó con un palmo de narices, y cambió de color, como un cangrejo
frito; ¡había caído en la trampa! Su amigo el camaleón iba a saborear los
riquísimos manjares, mientras que ella tenía que contentarse con las insulsas
hierbas. Pensó en el desquite; y así, propuso al camaleón:
-Oye, amigo, dejemos por unos
instantes las comidas; continuaremos luego; demostremos ahora a nuestros
anfitriones quién posee más habilidad para tocar el tambor. Esto lo decía para
apoderarse de las comidas, mientras el camaleón tocase el tambor.
-Me place tu idea, -repuso el
camaleón; pero, ¿quién comienza?
-Lo haré yo, -contestó la araña y
empezó a percutir el tambor con sus articuladas y peludas patas, lejos de los
platos de comidas. Cuando llegó el turno al escarmentado camaleón, cogió sus
platos y los metió debajo del tambor, y empezó el concierto con no menos
maestría que su rival: nuevamente la araña fue burlada y cerró el pico.
Llegó el día del regreso. Se
despidieron agradecidos de Keza quien, a su vez, les agradeció la visita; les
aseguró que las puertas de su casa estarían abiertas, siempre que desearan
repetirla; y, finalmente, les, dijo:
-Una vez que crucéis el río, que
circunda este poblado, encontra-réis el cabo de dos cuerdas; a cada uno de
vosotros corresponde una con lo que en el extremo tenga atado: es el premio por
vuestra visita.
Pasado el río, asomaron los
extremos de las cuerdas; la araña se encaminó disparada hacia la más fina y
elegante; al camaleón le correspondió lamas gruesa y tosca. Intrigados, tiraron
de ellas: en la de la araña apareció un cordero añal; en la del camaleón, un
perro de caza, comparable a una certera escopeta.
Llevaban ya casi un día de camino.
La araña, hambrienta y disgustada por lo que le había cabido en suerte, propuso
al camaleón:
-Comamos, si te parece, lo que nos
han regalado.
-Por nada del mundo, -contestó el
camaleón. Nunca comeré mi magnífico perro.
-¿Qué motivos tienes para ello?,
preguntó la astuta araña, enarcando las cejas. ¿Quieres que muramos de hambre,
en este bosque?
-Come tú, si quieres, el cordero
que te cupo en suerte. Yo presentaré a mis familiares, como trofeo, el perro
cazador.
-Veo que es inútil predicarte,
-concluyó la araña-, y empezó a comer el cordero tierno. Como tenía tanta
hambre, lo comió entero, menos la cabeza que guardó con gran misterio.
Reanudaron la marcha. La
conversación no era ni animada ni amistosa. De improviso, el perro cazador se
lanzó tras un venado (Nvín) que salió de entre unas altas y tupidas hierbas. La
araña meneó sus flexibles patas en seguimiento del perro, al tiempo que
arrojaba la cabeza del cordero, excla-mando a grandes voces:
-¡Coge, coge, coge mi cabeza!
El perro atrapó al venado a un
kilómetro del punto de partida. La araña llegó al lugar de la captura antes que
el camaleón jadeante, a quien dijo la taimada araña:
-Ya ves, amigo, la cabeza de mi
cordero ha matado al venado.
-Esto es increíble, -exclamó airado
el camaleón; esto no es verdad.
A punto estuvieron de irse a las
manos; pero el pacífico camaleón depuso su cólera y lo dejó pasar. Continuaron
el regreso con las caras alargadas, como una papaya, tan enemistados estaban.
Quiso la fatalidad que el perro
cazador matase cinco ovejas del pueblo vecino al de nuestros viajeros. Los
habitantes del poblado se echaron a la calle; se amotinaron; preguntaron por el
dueño del perro al que habrían linchado de estar allí. Allá lejos, vieron
avanzar silenciosos y serios al camaleón y a la araña. A ésta le faltó tiempo
para acusar:
-Este es el dueño del perro, -dijo,
señalando al camaleón.
-¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha hecho mi
perro? -preguntó extrañado el camaleón.
-Ha matado cinco ovejas, -gritaron
a una indignados los campesinos. Tienes que abonarnos el importe.
-No ha sido mi perro quien mató
vuestras ovejas, -argumentó el camaleón, sino la cabeza de cordero que lleva
la araña.
-Eres necio; tú si que estás mal de
la cabeza, -respondió por todos el jefe. Nosotros mismos hemos visto cómo las
mataba.
-Escuchadme, por favor, -rogó el
camaleón. No hablo por hablar. Y les contó la caza del venado y la disputa
sostenida con la araña, que aseguraba haber sido la cabeza del cordero la que
mató al venado (Nsín).
Los dueños de las ovejas se
hicieron cargo de las burlas y engaños de que había sido objeto el camaleón de
parte de la araña. Lo perdonaron e, incluso, le procuraron algunos víveres para
el corto trecho que lo separaba de su casa.
El camaleón ardía en deseos de
llegar al poblado y presentar a los suyos el magnífico ejemplar de perro
cazador. Pero la araña, envidiosa, tejía nueva-mente la tela de la venganza.
¿Qué haría para matarle el perro y que los dos llegasen en paridad de
condiciones? Ya lo tenía: «Me colgaré, se dijo, de una rama en la mitad del
río; golpearé con un palo la cabeza del perro de mi amigo, y quedará con las manos
vacías, como yo».
Llegaron al río. La araña, ágil y
rápida, se colgó, como lo había pensado, de una robusta rama. Pero el camaleón,
que no era tonto, pensó para sus adentros: «Si envío a mi perro solo, me lo
matará la araña; cabalgaré sobre su lomo y pasaremos juntos». Así lo hizo.
Cuando estaba en mitad del río,
justo debajo de la araña, vio cómo ésta blandía un grueso palo con la intención
de golpear al perro.
-Te veo, amiga, te veo. No
conseguirás tu intento, -le increpó el camaleón.
Cruzado el río, a la vista de las
ansiadas casas, la araña no pudo contener su ira; se lanzó como una flecha
contra el camaleón. Inesperadamente se trabó un singular y terrible combate: el
camaleón dio un soplamocos a la araña, de tal forma, que los dientes se le
volvieron hacia adelante; la araña, a su
vez, propinó al camaleón dos tremendos puñetazos, en ambos lados del cuerpo, de
manera que éste quedó aplastado.
Como consecuencia de la lucha, a
partir de ese día hasta la fecha, la araña ha quedado con la boca vuelta hacia
a fuera y el camaleón, a modo de huso aplastado.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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