Nguema y Angué eran muy jóvenes.
Vivían en un pueblecito de unas ocho familias. A los dos años de estar casados,
Angué dio a luz a un hermoso niño, que constituía la alegría de los padres. Ni
Angué ni su esposo contaban con parientes directos que pudieran cuidar, de
cuando en cuando, del crío. Por ello, acordaron que cada uno lo iría llevando,
por turno, al lugar del trabajo.
Cierto día que le tocaba a Angué
cargar con el pequeño, quiso dejárselo a Nguema, pero éste se excusó diciendo
que tenía que ir a visitar las trampas, Angué aunque no de muy buena gana,
cargó con el niño y se fue a la finca.
Al llegar al sitio del trabajo, se
sentó en un tronco seco para amamantar al hijo. No había dado éste las primeras
succiones, cuando se le apareció un hombrecillo del tamaño de un chimpancé, de
aspecto cuadrumano, pero con patas terminadas en pezuñas.
Aunque Angué había visto en el
bosque gorilas, chimpancés y otros cuadrumanos, ninguno se parecía al que tenía
delante. Instintivamente, gritó pidiendo auxilio, pero el eco de su voz se fue
perdiendo de árbol en árbol.
Entonces, el hombrecillo extraño se
acercó a donde Angué estaba y le dijo benévolo:
-Mujer, no temas; no he venido a
hacer daño ni a ti ni a tu pequeño, sólo he venido a ayudaros.
Angué, a pesar de que estaba medio
muerta del susto, reaccionó, empuñó su machete, dispuesta a defenderse del
presunto e inesperado enemigo. El hombrecillo, más suplicante, si cabe, que la
vez primera, insistió de nuevo:
-Te aseguro que no soy enemigo
vuestro; al contrario, mi intención no es otra que la de ayudaros.
-¿Qué ayuda me puedes ofrecer
-preguntó Angué- si no eres humano, como yo?
-Mientras tú trabajas -le replicó
el hombrecillo- yo puedo cuidar de tu hijo.
-¿No intentarás matármelo o
llevártelo? -repuso Angué.
Entonces, el hombrecillo le
respondió pausadamente y con acento melancólico:
-Recuerda bien lo que te voy a
decir: Lo que le causará la muerte no se halla en el bosque, sino en el pueblo.
Angué, aunque no había disipado
completamente el temor y la sospecha, confió al hombrecillo el cuidado de su
hijo.
Mientras sembraba los cacahuetes,
tenía un ojo en el hombrecillo que paseaba en brazos el fruto de su vientre.
Concluido el trabajo, el propio
hombrecillo devolvió el hijo a la madre, y le preguntó por el lugar de trabajo
del día siguiente:
-Iré a cortar leña a orilla del
río, dijo Angué.
-Hasta mañana, pues; se despidió el
hombrecillo.
Aquel día Nguema esperaba a su
esposa en la Casa
de la Palabra ,
pues nunca solía regresar tan tarde. Le preguntó si le había ocurrido algo
extraño y, ante la negativa, se fueron a casa. Allí, Angué preparó agua para
bañar al niño. Cenaron, se acostaron, como de costumbre, y durmieron
tranquilamente.
Al día siguiente, en el lugar de la
leña se repitió la historia del ofrecimiento del hombrecillo, pero esta vez sin
recelos. Así fueron pasando los días sin que Angué requiriese de su esposo los
cuidados para el hijo, solícitamente atendido por el hombrecillo, que cumplía
el papel de familiar directo.
Una de esas calurosas noches en que
resulta difícil conciliar el sueño, dijo Nguema a Angué:
-Hace tiempo que te encuentro
cambiada. Antes, compartíamos los cuidados de nuestro hijo; ahora, tú sola cargas
con esta cruz. ¡Acaso alguién te ayuda en el bosque?
-Mañana daré respuesta a tu
pregunta, contestó Angué.
Al segundo canto de la perdiz,
cogió Angué el ncué y al crío y partió presurosa hacia el lugar del trabajo. Ya
la esperaba el hombrecillo, como de costumbre; pero esta vez, antes de
encargarse del niño, dijo a Angué:
-¿Recuerdas que el primer día te
dije que lo que causará daño a tu hijo no está en el bosque sino en el poblado?
-Lo tengo presente en mi mente,
replicó Angué.
Tomó el hombrecillo al niño; lo
cuidó, como días precedentes y, al concluir el trabajo, como siempre hacía, lo
devolvió a la madre.
Por la noche, Angué contó a su
marido la forma extraña y constante como era ayudada en el cuidado del pequeño,
mientras ella trabajaba.
-¡Qué ocasión más propicia desperdicias
a diario! -le dijo Nguema. Ese animal debe de ser muy sabroso; ¿por qué no me
lo has dicho para que vaya a matarlo?
-Aún estás a tiempo, esposo mío;
mañana, si quieres, puedes ir a darle caza.
El sueño huyó de los párpados de
Nguema y una pesadilla venatoria agitó su mente.
Comenzaba la aurora a desatar sus
trenzas de plata y ya Nguema con arco y con flechas, seguía paso tras paso, en
busca del hombrecillo. Como era muy temprano, éste aún no había acudido a la
cita.
Angué indicó a su marido por dónde
solía pasear el hombrecillo. Nguema eligió un escondite apto para el logro de
sus objetivos, y esperó atento el momento oportuno.
Una vez más, Angué confió el fruto
de sus entrañas al hombrecillo; éste repitió por tercera vez:
-Lo que causará la muerte de tu
hijo está ya en el bosque; no soy yo, sino tú la causante de la misma. -Y
comenzó a pasear con el pequeño.
Las intenciones de Nguema no se
ocultaron al hombrecillo.
Al pasar ante el escondite de
Nguema una mortífera y alada flecha salió de su arco, pero el hombrecillo
protegió su pecho, a modo de escudo, con el tierno cuerpo del hijo de Nguema.
Un débil vagido turbó la tranquila mañana y los gritos histéricos de una madre
hirieron con la violencia de puñal la espesura.
Cuando Nguema quiso alcanzar con su
machete al misterioso hombrecillo, éste había desaparecido, después de
depositar con cariño el cadáver del pequeño. Sólo se oyó el eco de este
reproche.
«Quise ser bueno con vosotros;
pensé en ayudaros; me pagasteis mal por bien; ambos a dos habéis sido los
causantes de la muerte de vuestro hijo.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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