Érase una vez un hombre llamado
Ndjambu quien después de construir una amplia casa, en medio de la espesa
selva, se casó con dos jóvenes: Nguakendy y Ngualedje.
Cierto día, en vísperas de realizar
un largo viaje, que le alejaría durante meses de sus esposas, llamó a
Ngualedle, que se encontraba en estado de gestación avanzado, y le dijo:
-Mi deseo es que de tu embarazo
nazca un niño; si por desgracia llegase a ser niña, tienes que matarla, antes
de mi regreso.
Dicho esto, a la mañana siguiente,
presentes aún las estrellas en el alto cielo, Ndjambu cogió entre las piernas
el sendero que le llevaría al camino vecinal.
No había transcurrido el mes cuando
Ngualedje dio a luz a una hermosa niña. Temerosa de las palabras de su marido,
decidió esconder a la pequeña en la espesa copa de un árbol cercano a la casa.
No quedó satisfecha con estas medidas de seguridad, por lo que fue a casa del
brujo, en busca de consejo. Este le dijo:
-Esconde la niña en la copa del
Evenga. Cuando la vayas a visitar, le cantarás esta canción.
-Yombe, yombe, yombe (la madre)
-Iya nguete no, Iya a likangue upando
a eleve na evenga.
Tata Ndjambu upando
a rea na majiji.
Entonces la niña bajará
inmediatamente y recibirá tus cuidados.
Ngualedje cumplió puntualmente
cuanto le aconsejó el brujo y, día tras día, prodigaba a su hija con cariño las
atenciones que precisaba.
A su regreso, Ndjambu preguntó a
Ngualedje por el estado del niño.
-Nació una niña -respondió
Ngualedje- y, apenas nacida, le di muerte, tal como tú me ordenaste.
Al principio, Ndjambu quedó
satisfecho con la explicación de su mujer; pero no tardó en observar las
repetidas y periódicas salidas de Ngualedje al bosque. ¿Cuál era el motivo? Deseoso
de averiguarlo, Ndjambu fue a consultar al brujo.
-Tu mujer, -le dijo éste- ha dado a
luz una niña que tiene escondida en la copa de un Evenga. Si deseas que baje a
tus brazos, tendrás que cantarle esta canción:
-Yombe, yombe, yombe (la madre)
-Iya nguete no, Iya a likangue upando
a eleve na evenga.
Tata Ndjambu upando
a rea na majiji.
Al día siguiente, caía la tarde,
las nubes tamizaban la luz mortecina del sol y Ndjambu, con propósitos
siniestros, se dirigió en dirección al misterioso Evenga. Situado bajo sus
verdes ramas, entonó la canción que le enseñara el brujo.
La niña acostumbrada, a la voz
femenina de la madre, no prestó atención a las notas graves de la canción
paterna, y siguió tranquila en su escondite. Otra y otra vez entonó Ndjambu la
canción, con idénticos resultados.
Volvió de nuevo a casa del brujo
para preguntarle por qué la niña no respondía a sus llamadas. Entonces el brujo
le proporcionó un aceite especial con el que tenía que ungir su garganta, antes
de entonar la canción. Así lo practicó Ndjambu, e inmediatamente, una niña
semejante a un ángel sin alas descendía risueña de rama en rama.
El padre asesino no le dio tiempo a
llegar a sus brazos, pues con el cortante machete descuartizó el delicado
cuerpo que quedó cual preciosa joya engarzado en su propia sangre.
El instinto materno de Ngualedje
presintió la tragedia. Corrió al bosque; llegó al Evenga; entonó la canción de
costumbre, pero la niña no bajaba. Frenética repetía el canto; sólo el eco
respondía.
Buscó y rebuscó entre dos luces
y... ¡Horror! Descubrió el cuerpo de la hija hecho pedazos; en otros tantos se
dividió su corazón, que recompuso la inaudita tragedia.
Con el velo del dolor envolvió los
separados miembros de su hija y les dio sepultura.
Regresó a su casa; preparó su
reducido equipaje y, cubierta por el manto de una noche sin luna, regresó a la
casa de sus padres en busca de amparo.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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