Había una vez una anciana
que tenía dos hijos. Llegó un día en que ya no tenía qué darles de comer y fue
a la orilla del río y pescó un pez.
-Te lo imploro -le dijo
el pez a la vieja, no me mates, soy muy pequeño aún, devuélveme otra vez al
río.
-Verdaderamente lo siento
mucho, amigo pez -le respondió la vieja, pero no tengo otra solución, pues mis
hijos se están muriendo de hambre.
-Ya que se trata de eso
-le dijo el pez, presta mucha atención a lo que te voy a decir: Cuando me hayas
asado al fuego, quítame las espinas y mete unas entre la basura y otras bajo el
umbral de la puerta, pues habrán de seros útiles cuando tus hijos quieran
partir en busca de fortuna.
Tras pronunciar estas
palabras, el pobre pez murió. Se lo llevó la vieja y lo asó al fuego, se lo
sirvió a sus hijos en la mesa y ellos comieron hasta hartarse, después recogió
las espinas y unas las metió entre la basura y otras las puso bajo el umbral
de la puerta como le había dicho el pez.
Pasó algún tiempo sin que
dejaran de padecer hambre y miseria, de modo que el hijo menor no quiso esperar
más y le dijo a su madre:
-Madre, me marcho para
tratar de ganarme el sustento; aquí ya no tenemos con qué mantenernos vivos.
Tal vez pueda mandaros algo a vosotros.
Sintió mucho la vieja lo
que el muchacho le decía e intentó disuadirle, pero al fin no pudo retenerlo:
había decidido irse a toda costa.
-Bien, pues -le dijo la
anciana, parte y que el camino te sea propicio, pero antes ve a mirar entre la
basura, tal vez encuentres algo que te pueda ser de utilidad.
Siguió el muchacho las
instrucciones de su madre y encontró una larga espada y un clavo. Se ciñó la
espada, clavó el clavo en la puerta de la casa y le dijo a su madre:
-Cuando gotee sangre este
clavo, has de saber que habré muerto.
Se despidió abrazando a
su madre y a su hermano y se puso en camino. Anda que te andarás, llegó a la
orilla de un río que salía de una cueva. Allí encontró llorando a la hija del
rey.
-Bien hallada.
-Bien venido.
-¿Cómo te encuentras? -le
preguntó el muchacho.
-Como la más desgraciada
de las mujeres -le respondió la hija del rey.
-¿Y eso por qué?
-La kuçedra nos ha
invadido la cueva -le refirió la muchacha y no nos deja coger agua si no le
entregamos cada día una doncella para comer; hoy me ha tocado el turno a mí.
-No te apures por eso -le
dijo el muchacho, yo mataré a la kuçedra. Anda, vamos juntos y le cortaremos la
cabeza.
Se dirigieron juntos
hacia la cueva y se detuvieron en la boca; desde allí le gritó el muchacho al
monstruo:
-Eh, sal de una vez, hoy
hemos venido dos en lugar de uno.
-Nunca he salido ni lo
pienso hacer tampoco hoy -respondió la kuçedra; entra tú y déjate ya de
palabras.
-Pues tú verás -le
replicó el muchacho, yo no tengo intención de entrar; así que, si vas a salir,
hazlo de una vez.
Montó en cólera la
kuçedra y sacó la cabeza fuera de la cueva para comérselos de un bocado. Pero
el muchacho la esperó a pie firme y le cortó la cabeza con la espada. Toda el
agua se tiñó de sangre.
-Ahora ya estás a salvo
-le dijo a la muchacha.
-¡Que tengas buen camino
hasta tu casa!
La muchacha, después que
hubiera muerto el monstruo, metió la mano en su sangre y le hizo al muchacho
una señal en mitad de la espalda; tras haberse despedido de su salvador se
puso en camino hacia su casa. Allí todos lloraban por ella, dándola por muerta.
-¿Cómo es posible que
hayas vuelto? -le preguntó su padre al verla.
-Porque me ha salvado un
muchacho -le respondió ella.
-Entró conmigo en la
cueva y mató a la kuçedra.
-¿Y por qué no has traído
contigo a ese joven? -se extrañó el padre.
-Porque se marchó
enseguida y ya no he vuelto a verlo, pero lo podré reconocer gracias a la señal
que le hice en la espalda.
Se regocijaron todos en
la casa y se pusieron a festejar y a cantar, y al día siguiente reunió el rey a
todos los varones del reino y les hizo saber que ya estaban salvados de la kuçedra.
Entre los reunidos se encontraba también el joven forastero.
Salió la muchacha, los
miró uno por uno a todos y, gracias a la marca de sangre, reconoció a su
salvador, tras lo cual le dijo al rey:
-Éste es el que me salvó
la vida.
Se le acercó el rey, lo
tomó del brazo, le expresó su agrade-cimiento y lo ensalzó por su valor en
presencia de todos, luego lo colocó en su lugar y le entregó a su hija por
esposa.
Un día al anochecer,
cuando estaba el muchacho junto a su esposa mirando por la ventana, vio a lo
lejos una llamarada roja y amarilla y le preguntó a ella:
-¿Qué es aquello que se
ve allí?
-Allí tiene su morada la
gran osa con su cría -le respondió, siempre está quemando todos nuestros
bosques y no nos permite recoger leña.
-Pues yo no habré de
continuar viviendo si no consigo matarla también a ella -prometió el joven.
Cogió la espada y con
ella ceñida echó a andar hacia el lugar donde vivía la osa. Cuando se
encontraba a un tiro de piedra de ella, oyó como la osezna le decía a su madre:
-Madre, me parece que
viene alguien con intención de matarnos.
-Presta atención -le
advirtió la madre, cuando llegue al manantial fíjate de qué modo bebe, si con
la mano o directamente con los labios en el agua.
Se acercó el muchacho al
manantial y bebió agua con la mano.
-Presta atención otra vez
-le volvió a decir la osa a su hija, cuando llegue al manzano: si come las
manzanas de un bocado o lo hace poco a poco.
Llegó el muchacho junto
al árbol, cogió una manzana y se la comió a pequeños bocados; cogió otra más y
se la comió del mismo modo.
-Madre -gritó la hija de
la osa- se está comiendo las manzanas de bocado en bocado.
-No te asustes -le dijo
su madre, conseguiremos darle muerte.
Se adelantó el joven y
trabó combate con la gran osa, pero ella era más fuerte y lo venció. En cuanto
lo consiguió, cortó al muchacho en rodajas y las metió debajo de una piedra.
Al morir el joven, el
clavo que había dejado clavado tras la puerta de su casa comenzó a gotear
sangre. Al darse cuenta, la anciana lloró con des-consuelo a su hijo menor.
-Pero madre, ¿por qué
lloras de ese modo? -le preguntó su hijo mayor.
-Iré yo y conseguiré
vengar su muerte.
-No me preocupa la
venganza -le replicó la mujer, lo que me duele es la muerte de mi hijo. Haz el
favor de no irte ahora tú también, no vayas a dejarme sola y abandonada en
esta casa.
-Tengo que marcharme y lo
haré, no hay nada que puedas hacer que me retenga aquí.
-Está bien -acabó
aceptando ella, ya que me vas a dejar, ve a mirar bajo el umbral de la puerta,
tal vez encuentres alguna cosa que te pueda servir.
Fue a mirar el hijo bajo
el umbral de la puerta y encontró una espada blanca y un clavo. Se ciñó la espada
y clavó el clavo en la puerta, a continuación se despidió de su madre y le
dijo:
-Cuando el clavo gotee
sangre, sabrás que ya no soy de este mundo.
Emprendió la marcha el
muchacho y, anda que anda, llegó a una encrucijada de caminos; no sabía por cuál
continuar. Se detuvo en busca de alguien de los contornos y por fortuna
consiguió divisar a un hombre que araba la tierra con una yunta de bueyes.
-Mejor será que pregunte
por mi hermano -se dijo.
Se acercó por la senda
que bordeaba el sembrado y, al llegar junto al otro, ambos hombres se
saludaron, liaron sendos cigarrillos y el joven le preguntó por su hermano, a
lo que el labriego respondió refiriéndole lo que le había sucedido a la hija
del rey con un muchacho forastero.
-Entonces iré a ver a la
hija del rey -dijo el muchacho. Acto seguido se puso en camino y poco después
se presentaba ante la hija del rey. Al verlo ella, creyó que se trataba de su
esposo, tan pareci-dos eran, y le salió al paso preguntándole:
-¿Conseguiste matar a la
gran osa?
Quedó desconcertado el
joven sin saber qué responderle.
-¿Pero qué osa? -se
extrañó.
-¿De qué osa me hablas?
-Hace dos días -le
respondió ella, que partiste para matar a la gran osa, ¿por qué quieres
burlarte de mí? Vamos, subamos a nuestra estancia.
El muchacho se dio cuenta
de que estaba hablando de su hermano, pero no dijo nada. Subieron, comieron y
fueron a yacer.
-Hoy -le dijo el muchacho
a la hija del rey, debemos dormir como hermanos, de modo que pondré la espada
entre los dos.
Ella no entendía por qué
se comportaba él de aquel modo, y durante la noche, como tuvo que dormir junto
a la espada, posó inadvertidamente el brazo sobre ella varias veces,
provocándose algunos cortes.
Se levantó el muchacho a
medianoche y vio a lo lejos las llamas rojas y amarillas, despertó a la joven y
le preguntó:
-¡Dios mío! ¿Qué son esas
llamas?
-Pero ¿es que no sabes
-le replicó ella, que allí vive la gran osa con su hija, cuando hace dos noches
que partiste para matarla?
De este modo supo el
muchacho qué es lo que le había sucedido a su hermano; cogió inmediatamente su
espada y partió en dirección al lugar en que moraba la osa para matarla.
Le oyó llegar la osezna y
advirtió a su madre:
-¡Madre, creo que alguien
viene hacia nosotras con intención de matarnos!
-Fíjate cuando llegue al
manantial cómo bebe agua: si la bebe con la mano o si lo hace directamente del
caño.
Se dirigió el muchacho al
manantial, acercó la boca al caño y bebió.
-Madre -gritó la hija de
la osa, está bebiendo del caño y no deja caer una sola gota.
-¿Cómo? -exclamó la gran
osa.
-Fíjate bien -se dirigió
a su hija, cuando llegue al manzano, en la forma en que come las manzanas, de
un bocado o poco a poco.
Llegó el muchacho bajo el
árbol, lo agitó y el suelo se llenó el suelo de manzanas, se las fue comiendo
una por una de un solo bocado sin dejar ninguna.
-Madre -gritó la osezna,
se las está comiendo todas de un bocado sin dejar una sola.
-Parece que es un hombre
muy fuerte -le dijo entonces la gran osa a su hija, temo que consiga matarnos.
No tardó en llegar el
muchacho, que se abalanzó sobre la osa nada más verla. Cayeron una y otra vez
tanto él como ella, finalmente el muchacho consiguió derribar a la osa y la
metió dentro de una botella; después agarró de una pata a su hija y levantó la espada
para matarla.
-Te lo imploro -pidió
clemencia la osezna, no me mates, te daré todo lo quieras.
-Muéstrame la forma de
revivir a mi hermano -le pidió el joven.
-Eso es bien fácil -le
respondió enseguida la hija de la gran osa.
-Coge un poco de ceniza
de ese fuego, échala sobre sus pedazos, que están debajo de aquella piedra, y
tu hermano volverá a la vida.
Tal como le había dicho
la osezna, el muchacho cogió entonces un poco de ceniza, la espolvoreó sobre
los pedazos del cuerpo de su hermano y al instante éste resucitó. Y de este
modo el joven vencedor perdonó la vida a la osezna y también a su madre.
Iban los dos hermanos
caminando de regreso, cuando le dijo el más pequeño al mayor:
-¿Y tú cómo supiste que
me había matado la osa?
-Bueno... Cuando goteó
sangre el clavo me di cuenta de que algo malo te había sucedido, de modo que
fui preguntando hasta llegar ante la hija del rey. Ella me llevó a su
aposento, me sirvió de cenar y me ofreció el lecho; pero yo coloqué la espada
entre los dos y dormimos como hermano y hermana.
Desconfiando de su
hermano y sin querer saber nada más, el menor de los dos sacó la espada y mató
al otro. Nada más expirar el mayor, el clavo goteó sangre en su casa y la
pobre y desventurada vieja se deshizo en llanto creyendo muertos a sus dos
hijos.
Llegó el hermano pequeño
a su serrallo; llamó a su esposa y le dijo:
-¿Ha estado alguien aquí
en casa?
-¡No! -le respondió ella.
-No ha estado nadie.
-¿Cómo? -le dijo él.
-¿En estos tres días no
ha estado nadie aquí? Tú me engañas.
-Tú mismo, esposo mío -le
dijo ella, estuviste anoche aquí, te serví la cena y dormimos juntos, pero no
quisiste nada de mí, sino que pusiste la espada entre los dos, fíjate qué
cortes tengo en el brazo.
Lo escuchó todo el
muchacho y entendió lo que había sucedido, convencién-dose así de que su hermano
le había sido fiel. Sintió gran pesar entonces por haberlo matado y dijo:
-No podré continuar
viviendo si no consigo devolverle la vida a mi hermano.
Se dirigió al lugar en
que vivía la osa y, hablándole en su lengua, le ordenó que resucitara a su
hermano.
Revivió en efecto el
hermano mayor y juntos regresaron al serrallo, mandaron traer a su madre y
vivieron durante muchos años los tres disfrutando de la mayor felicidad que
pueda alcanzarse en este mundo.
110. anonimo (albania)
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