Érase un diestro y gigantesco
cazador que tenía tres hijos: Engono, Edjan y Emana. Únicamente los grandes
moradores de la selva interesaban al mortífero arco de Nsué, que así se llamaba
el cazador. Numerosos tigres, leopardos, leones y elefantes figuraban, a
diario, entre sus trofeos. Única-mente la serpiente Bidja no se había puesto al
alcance de sus certeras flechas y de su cortante machete: algo muy importante
faltaba aún para colmar su felicidad venatoria.
Cierto día, llamó a sus tres hijos,
el menor de los cuales frisaba los diecisiete años, y les dijo:
-Como sabéis, vivimos de la caza, y
de ella tenéis que sacar las dotes para vuestros matrimonios. Vámonos, pues, al
bosque, que os tengo que revelar un importante secreto.
Anduvieron varias horas por
intrincados y enmarañados senderos; llegaron a donde la selva perdía el nombre
y se ramificaba en obscuras gateras, por las que los animales salvajes entraban
y salían de sus madrigueras.
-Este es el lugar propicio -dijo
Nsué a sus hijos- para colocar esta trampa (Ebeñg), que está acostumbrada a
atrapar diariamente los más significativos ejemplares del bosque. Cada uno de
vosotros vendrá a vigilar periódicamente la misma. Con las piezas que cacéis,
alimentaréis a la familia y juntaréis dinero para abonar la dote del
matrimonio. Si algún día tenéis la suerte de atrapar a Bidja, me avisáis, pues,
por más que lo he intentado, no he podido aún cazar a ese peligroso animal.
El padre no les dijo cómo era
Bidja: ni su forma, ni su tamaño, ni su ferocidad... de tal modo que los hijos
creían que cualquier animal corpulento podría ser Bidja.
Al cabo de unos cuatro días,
Engono, el mayor de los hermanos, se armó de lanza y machete y se emboscó para
reconocer la trampa familiar. Antes de llegar a donde estaba tendida, percibió
distintos los rugidos del rey de los animales. Efectivamente, un corpulento
león forcejeaba por librarse de la trampa. «Ya lo tengo», -exclamó Engono,
pensando que se trataba de Bidja. Y empezó a gritar a su padre:
«Tara Bidja ane ebeñg Bidja,
tara Bidja ane ebeñg Bidja».
El padre, con las ganas que tenía
de matar a Bidja, estaba día y noche con el oído atento a la llamada de sus
hijos. Apenas oyó los gritos de Engono, empuñó dos lanzas, tomó el machete y,
como una exhalación,corrió al peligro. Al encontrarse con un león, así increpó,
decepcionado, a su hijo:
-¿Para esta porquería me has
llamado?
-Pero, padre, -preguntó admirado
Engono- ¿no es Bidja? ¿No es el león el rey de la selva?
Nsué mató al león; lo llevaron al
poblado, y con su precio Engono pudo casarse con una hermosa joven.
Transcurrían los días. Ahora era
Edján el que, armado de lanza y de machete, custodiaba a diario la mortífera
trampa. Aquella mañana había madrugado. A la luz incierta de la rosada aurora,
divisó como un montículo que se movía en torno de la trampa. ¿Qué era? Un
enorme elefante atrapado por la larga y flexible trompa. «Sin duda este animal
es Bidja», se dijo Edján y, como el hermano, gritó a su padre:
«Tara Bidja ane ebeñg Bidja,
tara Bidja ane ebeñg Bidja».
Nsué, armado de la lanza y del
machete, acudió a la llámada, pero no tan presuroso como la vez primera, pues
estaba escarmentado. Cuando se encontró con el elefante, dijo a Edján:
-Ciertamente, el elefante es el más
grande de la selva; pero para mí no representa nada; no es Bidja.
Mataron el elefante; vendieron la
carne y los trofeos, y con el importe pudo casarse Edján, como lo hiciera
Engono. El día de la boda, el padre reunió a los tres hijos y les habló así:
-Hijos míos, lo siento por Emana;
pero he decidido, ante tanto fracaso, no acudir más a vuestras llamadas.
Emana, entristecido, respondió a su
padre:
-Padre, recuerde el refrán: «Otaga abene susó amuná ane Ntong» (No
desprecies el libro por su tamaño). Déme una oportunidad, pues quiero,
cumpliendo sus órdenes, seguir el camino de mis hermanos.
Accedió Nsué, y, al día siguiente,
cuando Emana se acercaba a la trampa, la encontró rodeada por los gruesos
anillos de una descomunal serpiente. «¿Sería Bidja? En todo caso, -pensó
Emana-, este animal no se parece en nada al que cazaron mis hermanos; aquellos
eran meros animales; éste es una serpiente». Y tuvo miedo; se subió a un árbol
y, desde la copa, llamó a gritos a su padre:
«Tara Bidja ane ebeñg Bidja,
tara Bidja ane ebeñg Bidja».
Más de diez veces repitió la
llamada, sin que apareciese el padre, quien, después de un largo rato, avanzaba
despacio por la senda, con las armas desapercibidas para la pelea.
Al sentir el chasquido de las hojas
secas bajo los pies de Nsué, la serpiente Bidja se irguió en actitud de escalar
el cielo. «No cabía duda, -pensó para sí el cazador- se trata de Bidja»; pero,
acuciado por el portento aprestó sus armas, únicamente pudo cortarle el extremo
de la cola, que aun arrastraba por el suelo.
De la parte seccionada descienden
todas las serpientes que reptan por la Tierra ; la parte que voló al cielo formó el Arco
Iris de siete colores, que marca la transición entre la tormenta y la bonanza.
Una vez más se cumplió:
Otaga abene susó amuná ane Ntong.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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