En un pueblecito vivían tres
hermanos hechiceros. Los tres eran viudos y el mayor de ellos tenía una hija,
de hermosura incompa-rable, llamada Adá.
Cierto día un apuesto joven se
presentó ante Adá y le declaró que quería casarse con ella.
-No podré acceder a tu deseo -le
respondió la joven, sin el consentimiento de mi padre.
Entonces Ndong, que así se llamaba
el pretendiente, fue a encontrar a los tres ancianos que estaban sentados en el
abaá.
-¿Cómo te llamas?, ¿de dónde
vienes?, y ¿qué pretendes? -le preguntaron a coro-, porque aquí llevamos años y
años y nadie se atreve a venir a este poblado.
-Me llamo Ndong, soy de la tribu
Yengüiñ y he venido a casarme con tu hija -respondió el joven.
Los tres hermanos, por una sola
boca, le contestaron:
-Por nosotros no hay inconveniente;
pero quien desee casarse con Adá tiene que traernos una cesta llena de toda
clase de frutos comestibles.
El joven pretendiente quedó
perplejo: ¡una cesta llena de toda clase de frutas, cuando no era la época de
la cosecha!
Los tres viejos disiparon la
turbación de Ndong con estas palabras:
-En nuestro jardín hay un árbol que
da toda clase de frutas; en cualquier día del año puedes recogerlas; si gustas,
te lo mostraremos y, cuando nos traigas la cesta llena de frutas, te «podrás
casar con Adá.
Ndong regresó a casa de sus padres;
les dio la noticia y les pidió permiso para realizar el casamiento. Los padres
le dijeron que aquella familia era familia del diablo; que cuantos vivían con
ellos habían muerto, y los que no, fue porque a tiempo abandonaron el poblado
de los tres hechiceros.
Ndong, que estaba locamente
enamorado de Adá, abandonó ocultamente la casa paterna y se presentó ante el
más viejo de los tres hermanos, el padre de la hermosa joven. El viejo cogió la
cesta y, seguido de Ndong, llegó bajo el misterioso árbol.
-Llenarás la cesta únicamente de
frutas comestibles -le dijo, y fue a reunirse con sus dos hermanos en el abaá.
Ndong, al quedarse solo examinó el
árbol de arriba abajo; tenía forma y tamaño parecido a los demás árboles del
jardín; eso sí, cada rama tenía una variedad de fruta diferente. Sin pérdida de
tiempo con la cesta atada a la cintura, trepó por el árbol y empezó a llenarla
de diversas frutas.
Al tocar la rama de la que pendían
las negras uvas, el árbol creció de forma increíble, llegando a sobrepasar los
cien metros, y el grosor del tronco no bajaría de los veinte metros. El joven
pretendiente, a pesar de su valentía, se asustó y rompió en inútiles lamentos. Allí
pasó tiempo y tiempo, hasta que, extenuado, su cuerpo, como fruto maduro, se
golpeó contra la dura tierra.
Al cabo de unos días, los tres
viejos salieron del abaá para dar sepultura al cuerpo de Ndong, que encontraron
tendido bajo el árbol. El mayor de los tres percutió con su bastón el árbol que
volvió al tamaño habitual. Al regresar al abaá, los hechiceros lo celebraron
con regocijos.
Muchos fueron los que sucesivamente
desearon casarse con Adá, y corrieron la misma suerte que Ndong.
Un día Ekoro se presentó ante los
tres viejos y les dijo:
-Quiero casarme con vuestra hija;
¿qué tengo que hacer para conseguirlo?
-Mira, -le dijeron los viejos, bastará que nos traigas una cesta de toda clase de frutas.
-Dentro de cinco días, cumpliré
vuestros deseos, -repuso Ekoro, y retornó a la casa paterna. Comunicó su
propósito a los padres, que le aconsejaron que no lo intentase. Pero él partió,
muy de mañana, sin decir nada a nadie.
Había caminado varios kilómetros;
el lugar era solitario; pero alguien pedía auxilio. Corrió en dirección a donde
venían las voces. Se encontró con una anciana que tenía una profunda herida en
la pierna.
Ekoro se la lavó y vendó lo mejor
que pudo. La vieja le preguntó qué camino llevaba.
-Voy -dijo Ekoro- a llenar una
cesta de toda clase de frutas, pues es lo único que mi futuro suegro me pide
para casarme con su hija.
-Vete con cuidado -repuso la vieja,
-esos tres hermanos son peligrosos; y sacó de su bolsillo una cadena que
entregó al caritativo joven diciéndole:
-Toma esta cadena; antes de subir
al árbol, la entregas a tu futuro suegro y verás lo que sucederá.
Ekoro, partió contento, parecía que
tenía alas en los pies, y a las pocas horas llegó al poblado de los tres
hechiceros, que lo esperaban impacientes. El mayor cogió la cesta y, seguido de
Ekoro, llegó al fatídico árbol. Antes de trepar, Ekoro obsequió al viejo con la
cadena, que le colgó al cuello.
Una a una, se iba llenado la cesta
de variadas frutas. Tocó el turno a las uvas y, como en precedentes ocasiones,
el árbol tomó proporciones desmesuradas. Ekoro, con la mayor tranquilidad,
siguió recogiendo frutas. Llena ya la cesta, gritó:
-Suegro, suegro, hazme bajar.
El viejo le respondió que bajase
como había subido. Ekoro soltó la cesta y el viejo, creyendo que era Ekoro
quien caía, se agachó para curiosear. Cuando la cadena tocó el suelo, alcanzó
tamaño gigantesco; cada anillo pesaba, al menos, cien kilos. El viejo intentó
arrancarla del cuello, pero no pudo. Gritó desesperado:
-Hierro, hierro, quitadme la
cadena...
Ekoro le respondió, desde arriba:
-Hazme tú bajar y te quitaré la
cadena, pues desde aquí nada puedo hacer.
-Arráncame la cadena, -insistió el
brujo- y luego te haré bajar del árbol.
-Para reducir el tamaño de la
cadena -contestó Ekoro- necesito tocarla con las manos.
El viejo, temeroso de morir
aprisionado por la gruesa cadena, tocó con el bastón el descomunal árbol que
volvió a su grandor primitivo... Ekoro descendió rápidamente y dijo a su
suegro:
-Espera mientras voy en busca de la
varita que reduce la cadena.
Cogió la cesta; llegó al abaá, y la
entregó a los dos asombrados hermanos. Adá, que observaba la escena desde la
cocina, echó a correr y abrazó a Ekoro. Los dos jóvenes, cogidos del brazo, se
alejaron corriendo del poblado, dejando al viejo hechicero ahogado bajo el
árbol de su hechizo.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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