Éranse un tigre y una tortuga que
tenían sus casas vecinas. El tigre era el jefe del poblado y tenía varias
fincas que le producían abundante y sabrosa comida; la tortuga, en cambio, era
pobre y vivía de la caridad de sus vecinos.
Llegó el día en que el tigre se
cansó de socorrer a la pedigüeña y holgazana tortuga. Entonces ésta estudió la
forma de quitar al tigre lo que no le daba voluntariamente. Salía de casa a
altas horas de la noche; por senderos poco transitados, llegaba a la finca de
su vecino y cargaba con cuantas comidas le apetecía. Así una noche y otra
noche.
Al cabo de un mes, más o menos, el
tigre notó que le desa-parecían las comidas de la finca. ¿Quién se las quitaba?
Por más que indagó no daba con el ladrón. Entonces montó trampas en todos los
accesos a la finca; pero la astuta tortuga conocía las mañas, para no dejarse
atrapar.
En vistas del fracaso con las
trampas, el tigre se puso en camino para consultar el caso con el famoso e inteligente
adivino Mendjim-me Nsosoo. Llegado ante el desvelador de misterios y el
orientador de indecisos le habló así:
-Quisiera que, en tu sabiduría, me
dieras a conocer quién o quiénes, día a día, saquean mis fincas.
En pocas palabras, Mendjim-me
Nsosoo le respondió:
-Vuelve a tu casa, encarga a un
artista una estatua de hombre, de tamaño natural; la barnizas con pasta
pegadiza, y la colocas en medio de la finca. Tú mismo descubrirás al ladrón.
El tigre realizó con rapidez y
puntualmente la recomendación, del adivino: a los ocho días, la estatua
pegajosa aguantaba el sol, la lluvia y los guiños de las estrellas, en medio de
la finca del tigre.
Las provisiones, que hacía cuatro
noches había robado la tortuga, tocaban a su fin. Como de costumbre, a las doce
de la noche, se encaminó a la finca consabida. Al llegar, se quedó extrañada,
al ver a la blanca luz de la luna la silueta de un hombre. Contuvo unos
instantes sus menudos pasos y su jadeante respiración. El hombre no se movía.
Con la rapidez de una estrella
fugaz, cruzó por la mente de la inteligente tortuga este pensamiento:
«Convenceré a ese hombre de que soy yo la encargada de custodiar, por la noche,
la finca del tigre». Con este dardo de la inteligencia, se acerca
cautelosamente, al que cree guardián o espía, y le habla en estos términos, a
unos pasos de distancia:
-¿Quién vive?
Únicamente,; el eco de la selva y
el croar de una rana responden a la pregunta: Nuevamente inquiere la tortuga.
-¿No, me quieres responder? ¿Eres
tú el ladrón?
La estatua seguía, como es natural,
en su mutismo e impavidez. La tortuga, envalentonada por creer que no le
respondía de miedo se lé ácercaba más y más: A tal punto llegó su osadía, que
intento dar una bofetada al que creía guardián o ladrón. La mano se le quedó
fuertemente adherida a la mejilla de la estatua.
Una y otra vez pugnó por desasirse,
pero en vano. Entonces, le propinó otra bofetada en la mejilla izquierda, a la
vez que le gritaba indignada:
-¡«Suéltame, suéltame, bandido»!
Quedó colgando la tortuga de la
pétrea y sorda estatua. En un intento supremo por desprenderse de la misteriosa
trampa, la emprendió a patadas; pero también sus cortas patas quedaron pegadas
sin remedio. La rosada aurora, hija de la mañana, contem-pló extrañada e
impotente el forcejeo de la tortuga por soltarse de la estatua. Los primeros
rayos del Astro Rey descubrieron en el poblado al ladrón de la finca del tigre.
El consejo de Mendjím-me Nsosoo había sido eficaz.
Se acabaron las sospechas. La
noticia corrió por todo el contorno. La tortuga tenía que pagar su merecido. La
llevaron a la cárcel, en espera del juicio. Los jueces decretaron la pena de
muerte, pues eran varios los delitos que pesaban sobre la ajusticiada. La
sentencia rezaba así:
-«Que se meta al ladrón en un saco
y mañana se le arroje a lo profundo del mar».
Horas antes de la ejecución,
dejaron a la tortuga en el saco, bien atado, en la playa. Al cabo de poco rato,
oyó cantar a un puerco espín, que iba a bañarse. Entonces la tortuga comenzó a
gritar, con voz lastimera:
-«Me queréis matar por no aceptar
el casamiento con la hija del rey».
Al oírla, se acercó el inocente
puerco espín y le preguntó:
-¿Qué le ocurre, amiga tortuga?
Ésta le contesta con palabras
fingidas:
-La hija del rey me ha escogido por
marido; pero, como no me gusta relacionarme con los grandes, he renunciado a la
propuesta y por eso los de mi poblado quieren matarme. Si tú quieres casarte
con ella, me sacas a mí, te metes tú en el saco y, cuando vengan, les gritas:
«Ya lo acepto; ya lo acepto; perdonadme».
El ambicioso puerco espín desató el
saco; salió la tortuga, él se metió dentro, y la tortuga lo ató de nuevo.
Triunfante, como de costumbre, regresó la tortuga, de noche, cogió a los suyos
y huyeron a un país muy lejano.
Al atardecer, llegaron los verdugos
comentando en voz alta cómo ejecuta-rían a la tortuga. Al oírlos el puerco espín
gritó:
-«Ya lo acepto; ya lo acepto;
perdonadme».
Riéndose a carcajadas, le dijeron
los verdugos:
-¿Con que ahora te rindes y
confiesas que has robado?
Quedó atónito el puerco espín con
esta pregunta. No sabía qué pasaba. Empezó a suplicar a los verdugos, pero sus
ruegos y llantos se confundían con las carcajadas de los verdugos.
-La tortuga me ha traicionado,
-exclamaba el ambicioso puerco espín-.
¿Qué será de mis hijos? ¿Quién se
cuidará de ellos?
Sordos a tantos ruegos, los
verdugos lanzan el saco al profundo mar, donde el puerco espín expía su loca
ambición.
Regresan los ejecutores de la
justicia y dicen al tigre:
-«Misión cumplida».
Diez años después, la astuta
tortuga se presenta ante el tigre, jefe de la comarca y gran terrateniente.
Asombrado ante la visión de la que creía muerta y bien muerta, le pregunta:
-Pero ¿de dónde sales? ¿No te
arrojaron en el mar mis verdugos?
-Efectivamente, -respondió la
tortuga- hace diez años que me condenaron a muerte, y vengo del cielo, a donde
se vive mucho mejor que aquí abajo. He venido a visitarte y a decirte que me
hiciste un gran favor, en vez del mal que pensabas causarme. Regresaré pronto
al cielo, pues ya no sé hacerme a la vida de acá. En el cielo se vive muy, pero
que muy bien.
El tigre dio un salto del trono, en
el que como jefe se sentaba, y preguntó a la tortuga:
¿Me puedes llevar contigo?
-No es difícil -replicó la tortuga;
basta que te metan en un saco como a mí me metieron y yo misma me encargo de
arrojarte al mar.
El tigre se dejó engañar. Al día
siguiente, se fue con la tortuga a la playa; se metió en el saco; la tortuga lo
ató bien y con no poco contento lo arrojó a lo profundo, donde se ahogó.
La tortuga volvió entre sus
familiares a quienes contó las peri-pecias de que se valió para librarse de la
muerte. Una vez más, vencía por su astucia.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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