Anita Nchama era una niña de doce
años. Vivía en un pequeño poblado de Guinea Ecuatorial. Una mañana de sol
radiante, salió, como de costumbre, a pescar en el río. Tomó los utensilios de
pesca: la red, el plato y el machete. Llegó al riachuelo que calma la sed de
los habitantes del poblado; se quitó las pobres sandalias -no llevaba medias- y
se dispuso a pescar, al estilo del país.
La suerte la acompañó: pescó lo
suficiente para la cena de toda la numerosa familia y para comer el día
siguiente. Estaba tan entretenida en la pesca que, cuando se dio cuenta, era
yá media tarde y sintió mucha hambre.
Recogió los utensilios y la pesca y
emprendió el regreso al poblado. Distraída, quizá por el hambre y el sol
cegador de largas horas, tomó un sendero distinto del acostumbrado.
Anduvo y anduvo por la selva, y el
poblado no llegaba. Al caer el sol, se encontró, asombrada, a las puertas del
poblado de los grandes elefantes. Valiente como era, entró en casa de uno de
ellos. La puerta era muy grande; las habitaciones, enormes, y el recibidor,
inmenso. El dueño de la casa estaba sentado en una descomunal silla. Anita,
admirada, le habló así:
-¡Oh!, ¡qué grandes y qué guapos
sois los elefantes! ¡Qué hermosos colmillos tenéis! ¡Qué extenso y qué limpio
es vuestro poblado! Me gustaría vivir con vosotros muchos, muchos días. Mis
amigas dicen que a ellas les gusta comer carne de elefantes; pero yo sólo
quiero contemplar vuestra belleza y disfrutar de vuestra compañía y amistad.
El elefante, que debía ser el jefe,
comunicó a los demás lo que le había dicho Anita. Se pusieron muy contentos:
agitaban las largas trompas, enseñaban los blancos dientes, cantaban y bailaban
alrededor de Anita. Le dieron muy buena cena y la tuvieron como huésped de
honor varios días.
Al cabo de unos días, Anita se
acordó de que sus papás la estarían buscando, apenados. Corrió a casa del
elefante jefe y le dijo que deseaba volver al lado de sus papás, pues estarían
sufriendo por su ausencia.
Los grandes elefantes encontraron
sus razones justas, y, aunque la querían mucho, la dejaron marchar a casa de
sus papás. Pero, al despedirla, la llenaron de regalos: pendientes, collares,
pulseras de marfil, vestidos vistosos de seda, finos zapatos y muchos y grandes
colmillos de elefante. ¡Qué contenta estaba Anita!
Al llegar al poblado, contó a sus
papás y sus compañeros cuánto había disfrutado, y lo bien que la habían tratado
los grandes elefantes. Sus papás vendieron los colmillos y fueron muy ricos.
Otra niña del poblado, deseosa de
tener la misma suerte, salió, intenciona-damente, de pesca. Siguió, casi punto
por punto, lo que había oído contar a Anita y, como ella, se encontró en el
extenso poblado de los grandes elefantes. Al verlos exclamó:
-¡Qué grandes sois! A mí me gusta
mucho comer la carne exquisita de los elefantes.
Entonces, los grandes elefantes se
dijeron:
-Esta niña nos quiere matar, para
comer nuestra carne. Nosotros la mataremos y la comeremos a ella. Y así lo
hicieron.
De esta forma, la niña avariciosa e
imprudente, en vez de conseguir regalos y colmillos, como Anita, pagó con la
vida su imprudencia.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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