Hace muchos años, en cierto
poblado, todos sus habitantes, hombres y mujeres, pequeños y mayores, todos
eran «guapos». No había ni se admitía a ningún feo.
Cierta mujer de ese poblado tenía
un tío de aspecto asqueroso y repugnante, lleno de sarna y tiñas de arriba
abajo, y los pies que apenas podía, desplazarse de un lugar a otro. Por si esto
fuera poco, despedía olores tan penetrantes y nauseabundos que no se podía
soportar a varios metros de distancia. En resumen, constituía una auténtica
calamidad.
A pesar de tanta pestilencia, la
sobrina amaba tiernamente a su tío y quería, por todos los medios, curarlo.
Pero ¿cómo introducirlo en el poblado cuando estaba tremendamente prohibida la
entrada de ningún feo?
Aprovechando la obscuridad de la
noche, con solas las estrellas por testigos, metió al repulsivo tío bajo
montones de leña, detrás de la añosa cocina. Mientras lo ocultaba
cuidadosamente, le habló de este modo:
-Permanecerás escondido en este escondrijo
sin hablar con nadie, y sin que nadie te vea; yo atenderé tus comidas, te
bañaré a diario y curaré tus heridas. Pero, cuidado, que nadie te vea, ni
siquiera mi marido.
Quedó conforme el lastimoso tío; su
sobrina lo cuidaba con solicitud; y el marido de ésta permanecía ajeno a la
presencia del nuevo huésped.
Cierta mañana, el esposo de la
caritativa sobrina salió, precipitadamente, sin desayunar a inspeccionar las
trampas. De regreso a casa, sintió las molestias del hambre y registró la .
cocina por si su mujer le hubiese dejado algo de comida: plátano, envuelto de
cacahuete, yuca... Como no encontrase nada, se hizo esta reflexión, en voz
alta:
-¿Dónde me habrá dejado mi mujer la
comida?
Una voz proveniente del rimero de
leña le indicó:
-Mi sobrina te ha guardado la
comida en el armario.
Absorto por la inesperada y extraña
voz, preguntó intrigado:
-¿Quién es el que me habla?
-Te he dicho -replicó la oculta
voz- que mi sobrina te ha guardado la comida en el armario.
No cabía ya duda. La voz procedía de
la pila de leña. Allí se dirigió el hambriento buscador. Empezó a remover
troncos, ramas, hojaras-cas... y allá, al fondo, apareció la figura horrible de
lo que parecía un ser humano.
Sin osar acercarse a él, le ordenó
que avanzase hasta la mitad del patio del poblado, para que se convirtiese en
el blanco de las atónitas miradas de todos los habitantes. Cuantos pasaban, a
cierta distancia, hombres, mujeres, niños y niñas, exclamaban:
-«Mengue» -así se llamaba la mujer
caritativa- tú sabías bien que te casaste en un poblado donde todos somos
guapos y sanos; tú, en cambio, has traído a tu sarnoso, repugnante y feucho
tío, quédate aquí con él.
Y uno tras otro, todos los
habitantes fueron abandonando el poblado. Cuál no fue el dolor de la compasiva
sobrina cuando, al regresar de la finca, se encontró con su tío en medio del
patio y la larga fila de «intocables guapos» fugitivos. Ella misma pronunció
palabras conjuradoras y se enfiló con los que huían del lugar, para fijar su
morada lejos, muy lejos de los feos.
El solitario enfermo, casi a
rastras, comenzó a recorrer el poblado, casa tras casa, en busca de algo que
comer. A duras penas encontró unas yucas, algunos envueltos de cacahuetes y
media docena de plátanos cocidos. Cargó con ellos, como pudo, y regresó a la
casa de su sobrina.
Después de saciar el hambre de
varios días, se acostó más tranquilo que de costumbre, sin temor de que los
«guapos» le molestasen; pero más preocupado por su futuro, pues le faltaban los
cuidados de su solícita sobrina.
A eso de medianoche, cuando las
estrellas centellean más en el manto de la noche y cuando el silencio de la
selva se va haciendo sonoro a los más leves sones, una luz vivísima hirió los
párpados de nuestro contrahecho enfermo. Despertó sobresaltado; pero no osó moverse,
tal era el miedo que le había entrado.
La voz suave y apaciaguadora de un
desconocido derramó en sus oídos el bálsamo pacificador de la palabra.
-Levántate enseguida; -dijo.
-Mi enfermedad me…
Sin dejarle concluir la respuesta,
replicó el desconocido:
-Te he dicho y te repito que te
levantes.
En un esfuerzo sobrehumano, se
incorporó el que fuera abandonado por su feura.
-A la salida del poblado -dijo el
aparecido- hay una grácil palmera; tenemos que llegarnos hasta ella.
El extraño desconocido, con la
lámpara de bosque alejaba las sombras del sendero; detrás, machete en mano, el
contrahecho arrastraba su fealdad. Llegados al pie de la palmera, ordenó el
aparecido:
-Sube y corta el racimo de dátiles.
-No puedo subir, porque…
Tampoco ahora le dejó concluir la
frase y con voz que resonó en el silencio de los bambúes le intimidó de este
modo.
-Te he dicho que subas y cortes el
fruto de la gratificante palmera. Cuando esté cayendo, pondrás tu cabeza
debajo, sin tener miedo a las punzantes espinas y a los animalitos que en él se
guarecen.
Estas autoritarias palabras
consiguieron que el enfermo sacara fuerzas de flaqueza. Trepó, como pudo, tallo
arriba. Cortó el ubérrimo racimo, que cayó amenazante sobre su postemosa
cabeza. En vez del temido descalabro, el hombre enfermo, feo, contrahecho y
ulceroso se transformó misteriosamente en hombre sano y más «guapo» que ninguno
de los que le habían despreciado.
Ahora podía ir en busca de los
fugitivos «guapos»; podría vivir con ellos; casarse con la mujer más hermosa:
así lo hizo. Cuando llegó al nuevo poblado de los «guapos», nadie daba crédito
al relato de su transformación, ni creían que fuera el mismo que habían despre-ciado.
Sólo después de recordarles circunstancias y lugares, pudo convencerlos de que
la paciencia todo lo alcanza y que lo último que hay que perder en esta vida es
la esperanza.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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