Hubo una vez un vigoroso
joven de nombre Dédalo [1]. Un buen día se decidió a echarse al mundo en busca de
fortuna. Camina que camina, encontró en una montaña a un hombre tendido de
espaldas que empujaba el monte con las piernas.
-¿Qué es lo que haces en
esa postura, amigo? -le preguntó.
-Sostengo la montaña -le
respondió el otro, temo que se derrumbe.
-¡Ja, ja, ja!- se echó a
reír Dédalo. Anda, levanta, ya me encargo yo de sostenerla. Vente conmigo en
busca de fortuna.
Por fin consiguió
convencerlo, de modo que el otro se puso en pie de un salto y emprendió el
camino en compañía de Dédalo. Tras mucho caminar llegaron a una llanura donde
vieron a un hombre agachado en actitud de sujetar algún peso sobre sus espaldas.
-¿Qué haces, amigo? -le
preguntó Dédalo.
-¿Es que no lo ves? Estoy
sosteniendo el cielo- le respondió el hombre.
-Temo que se desplome.
-Ponte en pie, buen
hombre. Ya lo sujeto yo. Vente con nosotros a recorrer el mundo.
También logró convencerlo.
Así pues, continuaron la marcha los tres. Caminando, caminando se les echó la
noche encima en mitad de la montaña.
-No podemos quedarnos
aquí -dijo Dédalo.
-Tenemos que encontrar
algún cobijo.
Escrutando el horizonte
de un rincón a otro divisaron a lo lejos una luz y dirigieron sus pasos hacia
ella. Había allí una enorme gruta, cuya entrada cerraba una puerta de hierro.
-¡A de la casa! Somos
gente de bien.
-Entrad y no temáis
-respondió una vieja.
Penetraron en la caverna
y la vieja cerró de pronto la puerta a sus espaldas con diez candados. Pero
ellos no prestaron atención a este hecho. Fueron a sentarse junto al fuego,
secundados por la vieja.
-¿Dónde nos habremos
metido? -le preguntaban a Dédalo sus compañeros. Éste se había apercibido de
que al fondo de la cueva había un gigante, con un solo ojo en la frente, que
estaba ordeñando las ovejas.
-Quietos -les dijo, hemos
ido a caer en el cubil del catallan.
Vosotros haced exactamente lo mismo que me veáis hacer a mí.
Los tres se echaron a
temblar. Poco más tarde, el gigante se acercó, les dio la bienvenida y se sentó
junto al fuego a conversar con ellos. Al rato, Dédalo fingió tener sueño y comenzó
a dar cabezadas. Sus compañeros hicieron lo mismo.
-No te molestes por
nosotros -le dijo al catallan; estamos
cansados del camino y nos caemos de sueño; así que no te preocupes por darnos
de comer. Tan sólo permítenos dormir.
-Haced lo que gustéis-
respondió el catallan. Y así, los tres amigos se tendieron uno junto al otro y
comenzaron a roncar como si durmieran el más profundo de los sueños.
-Vieja, ya sabes lo que
tienes que hacer con ellos: ¡Sazónalos y ásamelos bien!
-No tengas cuidado,
déjalos de mi cuenta y mañana tendrás listos a los tres.
Dédalo lo escuchó todo y
cuando hubo comprobado que el sueño había vencido ya a al vieja y al gigante,
les dijo a sus compañeros:
-No os mováis hasta que
yo os lo diga.
Se incorporó con gran
precaución, cogió una barra de hierro y la puso al fuego. El gigante ni
siquiera se inmutó, sino que continuó con sus tremendos ronquidos. Dédalo se
introdujo entonces entre el rebaño, degolló a tres ovejas y las desolló,
enterró la carne y cubrió con las pieles a sus amigos, haciéndoles mezclarse
con el resto del ganado. Guardó también una piel para sí, pero antes cogió el hierro
del fuego, que ya estaba al rojo vivo, y acercándose al catallan se lo clavó en su único ojo. Con todo un palmo de hierro
clavado, el gigante ni siquiera se despertaba. Rápidamente Dédalo se cubrió con
la piel y se introdujo en el rebaño. Poco más tarde el gigante daba tan
tremendos alaridos que hacían estremecerse a los tres amigos.
-Vieja, enciende una tea
que alguien me ha cegado.
Encendió la vieja la
antorcha y ambos recorrieron los rincones de la gruta, pero no lograron
encontrar nada, tras lo cual se sentaron a la boca de la cueva y esperaron a
que clareara. Cuando hubo amanecido, el catallan
se dirigió al interior de la cueva:
-Trae acá el rebaño,
vamos a sacar las ovejas una por una.
Se dispuso ella a arrear
las ovejas, mientras el gigante les palpaba el lomo una por una antes de
dejarlas salir. Dédalo y sus amigos lograron así escapar sanos y salvos. Cuando
estuvieron bien lejos, Dédalo llamó a grandes voces al catallan, diciéndole:
-¡Ooo, vinimos con bien y
con bien te dejamos!
El gigante al oírlo
enloqueció de rabia y se lanzó en su persecu-ción. A punto estuvo de
alcanzarles, pero por fortuna atravesaron el curso de agua que rodeaba las
tierras del catallan y quedaron a
salvo. El gigante no podía penetrar en el agua, pues si lo hacía quedaría
destruido al instante, así que llamó a Dédalo y le dijo:
-¡Si eres hombre, ven
mañana por la noche una vez más!
-Mañana, no, pero
espérame cualquier otra noche- le respondió el muchacho.
La hazaña de Dédalo cobró
fama, pero poco les duró a sus dos compañeros el agradecimiento, quienes
enseguida olvidaron lo sucedido.
-La verdad es que éste -se dijeron un día entre ellos, lo que pretendía era eliminarnos, fue él quien
nos condujo a la cueva del monstruo. ¡Pero no escapará sin que le devolvamos
el daño!
Cavila que cavila,
terminaron acudiendo ante el rey y le dijeron:
-¡Nadie tiene un caballo
como el del catallan. Si deseas
apoderarte de él, envía a Dédalo, pues él es el único capaz de hacerlo.
Hizo llamar el rey a
Dédalo y le dijo:
-Ya que eres tan fuerte,
vas a hacer un trabajo para mí. He oído decir que el catallan tiene un hermoso caballo, de modo que lo que quiero de ti
es que vayas y me lo traigas.
-En honor tuyo- le
respondió Dédalo, -incluso dejar la vida en el intento no es nada; lo único que
necesito es una azada y una palanca.
Le entregaron la azada y
la palanca y partió. Cuando llegó a la cueva del catallan averiguó donde estaba el caballo y, poco a poco, abrió un
orificio en el muro para llegar hasta él, pero cuando fue a agarrarlo de la crin
el caballo relinchó y gritó:
-¡Eh, levanta, hombre
salvaje, que me lleva el hombre sagaz!
Se puso en pie de un
salto el gigante y miró por un lado y por otro, pero no encontró nada, porque
Dédalo había colocado una gran roca contra el agujero del muro y se había
ocultado tras ella.
-¿Y tú, para qué me
despiertas? -le dijo el catallan al
caballo y ¡zas! le dio un golpe con un palo y se fue a continuar durmiendo.
No había acabado de
cerrar el ojo cuando Dédalo volvió a abrir el agujero en el muro y agarró al
caballo de la crin.
-¡Eh, levanta, hombre
salvaje, que me lleva el hombre sagaz!
Se levantó al instante el
gigante y no dejó rincón sin registrar. Pero no consiguió encontrar nada, pues
Dédalo había colocado la roca como la vez anterior y estaba escondido detrás.
-¿Y tú para que me andas
molestando? -le dijo al caballo lleno de cólera.
-Como me vuelvas a hacer
levantar, te voy a medir las costillas a bastonazos.
Le dio dos o tres golpes
con el palo y se marchó a dormir.
En cuanto lo venció el
sueño, se incorporó Dédalo, abrió el orificio del muro y le dijo suavemente al
caballo:
-¿Por qué pretendes
crearme problemas a mí y a ti mismo a un tiempo? Ven conmigo, voy a llevarte
junto al rey y él, en lugar de agua y paja, habrá de darte a beber vino y cebada
para comer.
El caballo le escuchó y
se fue tras él.
Se había alejado ya
bastante Dédalo, cuando llamó a voces al catallan
y le dijo:
-¡Eh, queda con bien, que
me llevo tu caballo!
Se levantó el gigante y
fue en busca del caballo, pero no lo encontró. Entonces se lanzó en su
persecución. A todo correr, llegó al borde del agua, en la que no podía
meterse, y desde allí gritó:
-¡Enhorabuena, Dédalo!
Pero, ¿serás capaz de venir mañana por la noche?
-Si no mañana, espérame
cualquier otra noche- le respondió Dédalo.
Y fue y le entregó el
caballo al rey y éste como recompensa le dio mucho dinero y riquezas.
Cuando sus dos compañeros
comprobaron que a Dédalo le había ido bien en su aventura, como continuaban
teniéndole inquina, fueron a ver al rey y le dijeron:
-Como el anillo que tiene
en el dedo el hombre salvaje, no puede verse una cosa más hermosa sobre la
corteza terrestre. Si Dédalo quisiera, podría cogerlo para ti.
Se le metió al rey entre
ceja y ceja poseer aquel anillo y mando llamar a Dédalo. Le dio la orden de
volver y apoderarse del anillo.
Partió Dédalo y se acercó
a la cueva del catallan. Allá por la medianoche, penetró a través del agujero
por donde había sacado al caballo y encontró al hombre salvaje junto al fuego,
dormido como un tronco. De un tirón, le arrancó el anillo del dedo y salió
huyendo. Pero el catallan lo alcanzó por detrás cuando aún tenía el anillo en
la mano. Viendo que no tenía salvación, Dédalo se metió el anillo en la boca y
así el hombre salvaje no pudo encontrárselo, pero lleno de furia, le puso
cadenas en manos y pies y lo colgó de un clavo. En cuanto despuntó la aurora,
le dijo a su madre:
-Hoy voy a salir de caza,
pero ten cuidado de asarme bien a ése al horno.
Poco rato después la
vieja atizó el fuego del horno y lo puso bien al rojo. Después bajó a Dédalo e
intentó una y otra vez meterlo en el horno, pero él se encogía y se retorcía
para que no pudiera introducirlo por la boca.
-Escucha, vieja -le dijo
Dédalo, yo ya estoy acabado. No padezcas tanto para meterme en el horno, es
mejor que me sueltes y yo entraré por mi mismo.
Se dejó engañar la vieja,
le soltó las cadenas y Dédalo, haciendo uso de su enorme fuerza, la agarró y la
metió en el horno, cerrando después la boca. A continuación se marchó y, cuando
ya estaba suficientemente lejos, llamó a gritos al catallan diciéndole:
-¡Puedes quedar con bien,
pues te quemé a la vieja y el anillo te lo robé!
Se lanzó el hombre
salvaje tras él. Corrió y corrió, llegó al borde del agua y no pudo continuar.
Pero llamó a Dédalo y le dijo:
-¡Enhorabuena, Dédalo!
¿Vendrás también mañana?
-Si no mañana, cualquier
otro día -le replicó Dédalo. Y fue a llevarle el anillo al rey.
Pero después volvieron
también los dos amigos a verle y le dijeron:
-Si consigues ver en
persona al hombre salvaje, nunca habrás presenciado cosa más extraordinaria
sobre la tierra, pero deberás enviar a Dédalo para que lo traiga:
Se encaprichó entonces el
rey de ver al catallan, mandó
enseguida llamar a Dédalo y le dijo:
-No tienes salvación si
no me traes aquí al hombre salvae, para que también yo pueda verlo con mis
propios ojos.
-¿Pero cómo voy a traer
yo al hombre salvaje -le replicó Dédalo, si sólo con que me de un golpe con el
dedo meñique me deja muerto?
-No hay más que hablar
-le dijo tajante el rey; o haces lo que te digo o nuestras relaciones quedarán
rotas.
-Está bien -acabó
admitiendo Dédalo, pero necesito un carro sólido con una yunta de bueyes bien
fuertes, una pala y unos clavos.
Todo lo que pidió le fue
entregado. Montó en el carro y poco después atravesó las aguas que rodeaban las
tierras del hombre salvaje; acto seguido comenzó a cortar un enorme roble...
Lo oyó enseguida el catallan y le advirtió a voces:
-¡Eh! ¿Quién es el que se
atreve a cortar leña en mi bosque?
-¡Acércate, acércate que
te lo cuente!- le contestó Dédalo.
-Se nos ha muerto Dédalo
y he venido a cortar unas tablas para construir su ataúd.
-¡Ah, sean bienvenidas
esas palabras! -dijo el catallan satisfecho.
-Mucha inquina le tenía pues no
me hizo más que daño. Déjame a mí ese hacha, yo mismo te haré el ataúd.
-Pero, por favor- le dijo
entonces Dédalo, -córtame unas tablas fuertes, que si resucita nos hace trizas
a todos. Hazlo a la medida de tu cuerpo, pues no era ni más bajo ni más alto
que tú.
Construyó el catallan el féretro, lo clavó y lo puso
en el carro.
-¿Por qué no entras un
momento dentro -le propuso luego Dédalo, para probar si ha quedado bien
sólido?
Entró el gigante en el
ataúd. Golpeó una vez y resistió; golpeó por segunda vez y continuó
resistiendo; volvió a golpear una tercera y lo hizo pedazos.
-Era muy flojo -dijo,
pero prepararemos otro más fuerte.
Derribó otro enorme roble
y cortó unos tablones de dos palmos de grueso; los colocó unos con otros, los
clavó bien y colocó el ataúd en el carro. Se subió, se tumbó dentro para
probar si éste había resultado resistente y Dédalo, riéndose, le colocó la
tapa y comenzó a clavarla. El catallan
pugnaba desde dentro mientras el otro lo hacía desde fuera. Pero no había modo
de desclavar la tapa y fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba preso.
-¡Vamos, abre! ¿No ves
que no puedo salir? -aulló el hombre salvaje, sin saber a quién se estaba
dirigiendo en realidad.
-Pero si estás muy bien
ahí -le dijo con burla.
-Has de saber que Dédalo
no ha muerto, sino que soy yo mismo y pretendo llevarte a presencia del rey.
Azuzó a los bueyes,
atravesó las aguas, llegó a presencia del rey y le dijo:
-Aquí tienes al hombre
salvaje. Puedes perdonarlo si quieres, o mátalo si lo deseas.
El rey no podía creerlo,
así que abrió un orificio en el ataúd, a la altura de la cabeza del gigante, y
lo vio completamente envuelto en sangre. Ordenó después que lo sumergieran en
agua, pero con solo unos días que lo mantuvieron así, las aguas se pudrieron
tanto que no había quien soportara el hedor. Dio entonces la orden de sacarlo
y quemarlo en una hoguera junto con los dos amigos de Dédalo.
Y al propio Dédalo le dio
alojamiento en su palacio y le entregó a su hija por esposa.
110. anonimo (albania)
[1] En albanés, monstruo de un solo ojo que devora a las personas,
cíclope. En ocasiones designa también a hombres de fuerza y vigor extraordinarios.
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