Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 8 de julio de 2012

El dios de la montaña


Érase un hombre muy sobrio que vivía con sus hermanos en un poblado, cruzado por la carretera de Niefang a Evínayon. Como era diestro cazador, tanto con el arco como con las trampas, decidió trasladarse al corazón de la selva, rico en las más variadas especies de animales.
En pocos días, plantó su choza a orillas de un cristalino y lento arroyo que circunda en forma de herradura una elevada colina. Concluidos los trabajos de acomodación, empezó sus incursiones, en busca de carne fresea. El primer día, cazó un grácil antílope y un pangolín. Cargó con ellos y, contento, los llevó a casa, donde su mujer, entendida en guisos, los cocinó con exquisitez, y comieron opíparamente el día siguiente. Pero nuestro cazador, a pesar de ser parco, quería comer solo los animales que cazaba.
Una mañana lluviosa, al rayar el día, salió a examinar las trampas colocadas dos días antes. En la primera encontró atrapada una vieja tortuga. La echó a cuestas, pensando para sus adentros: «Con ella voy a engañar a mi mujer»; y, dirigiéndose al astuto animal, le propuso amablemente:
-Te perdono la vida; te dejaré en lo alto de la colina, donde tendrás tu morada; te llamaré «dios de la montaña», y siempre que te pregunte: «¿Quién ha de comer el animal?», responderás: «El hombre».
Así lo convinieron. Al siguiente día, el botín de la caza fue: una marmota, un lince y un zorro. Como de costumbre, la mujer aderezó las comidas con picantes salsas; pero, antes de comer, dijo el marido:
-Mujer, ya sabes que el «dios de la montaña» nos protege; conviene, pues, que le preguntemos quién ha de comer el guiso.
La mujer, tomando a chacota la propuesta, preguntó:
-¿Dónde habita ese dios que dices?
-¿Ignoras acaso -respondió el esposo- que los dioses moran en las cumbres de las montañas? Precisamente, en lo alto de esta colina vive uno de ellos; y, saliendo fuera, gritó de este modo:
-¡Oh «dios de la montaña»!, permíteme que ose preguntarte: ¿Quién ha de comer la carne que preparó mi mujer?
-Es el hombre y no la mujer, -contestó una voz lejana.
-Si queremos ser felices, -argumentó el cazadorhemos de cumplir lo que manda el dios; por eso, comeré yo solo las comidas.
Dos días después, cazó un ágil mono y un erizo. La mujer los condimentó con salsa de cacahuete y envuelto de plátano. A la hora de comer, mandó a su marido que preguntase al «dios de la montaña» quién debía comer las viandas, confiando que le tocaría el turno a ella. La súplica fue la de siempre:
-¡Oh «dios de la montaña»!, permíteme que ose preguntarte: ¿Quién ha de comer la carne que ha preparado mi mujer?
La respuesta no se hizo esperar, idéntica también a las anteriores:
-Es el hombre y no la mujer.
La mujer callaba, soportaba y esperaba su turno; pasaban los meses y éste no llegaba. Ya estaba en los huesos; había que tomar una resolución, de lo contrario, moriría de hambre. «Me iré -se dijo- a visitar al «dios de la montaña». Dicho y hecho.. Tempranito, cargó con el encué y los enseres de la pesca. A las pocas horas, había pescado varios kilos. Bien cocinados, los metió en una cacerola de sopa con salsa de cacahuete, plátano cocido... y con una botella de topé.
Con las comidas comenzó a escalar la colina, en busca de la residencia del «dios de la montaña». En la cima, descubrió un hoyo de medio metro de profundidad. Miró atenta a su fondo y vio agazapada una tortuga, a la que preguntó, intrigada, si era «el dios de la montaña». Ante la respuesta afirmativa, dijo la mujer:
-¿Acaso las mujeres no somos criaturas tuyas? ¿Cómo siendo seres vivos podemos vivir sin comer? ¿Por qué únicamente puede comer los animales el hombre?
Sin esperar contestación, sirvió las comidas a la tortuga que las comió con apetito y agrado; también bebió las dos terceras partes de la botella de topé. Una vez satisfecha, habló así a la mujer:
-Tampoco yo comía nada; a ejemplo tuyo estaba languideciendo de hambre; pero, como me has alimentado, vete tranquila, pues las cosas cambiarán.
De regreso, encontró que el marido había cazado un corpulento jabalí, un pangolín y una graciosa ardilla. Los guisó en secreto con las mejores salsas y el picante más exquisito del país. A la hora de comer, el hombre frugal formuló la pregunta habitual:
-¡Oh «dios de la montaña»!, permíteme que ose preguntarte. ¿Quién ha de comer la carne que preparó mi mujer?
-Esta tarde -respondió la divina voz- será la mujer y no el hombre.
Indignado el cazador de la prohibición y viendo que se le escapaba el apetitoso banquete, cogió su arco; subió a la colina y mató a la desprevenida tortuga, que fue dios por corto tiempo.

111. anonimo (guinea ecuatorial)

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