Érase un hombre muy sobrio que
vivía con sus hermanos en un poblado, cruzado por la carretera de Niefang a
Evínayon. Como era diestro cazador, tanto con el arco como con las trampas,
decidió trasladarse al corazón de la selva, rico en las más variadas especies
de animales.
En pocos días, plantó su choza a
orillas de un cristalino y lento arroyo que circunda en forma de herradura una
elevada colina. Concluidos los trabajos de acomodación, empezó sus incursiones,
en busca de carne fresea. El primer día, cazó un grácil antílope y un pangolín.
Cargó con ellos y, contento, los llevó a casa, donde su mujer, entendida en
guisos, los cocinó con exquisitez, y comieron opíparamente el día siguiente.
Pero nuestro cazador, a pesar de ser parco, quería comer solo los animales que
cazaba.
Una mañana lluviosa, al rayar el
día, salió a examinar las trampas colocadas dos días antes. En la primera
encontró atrapada una vieja tortuga. La echó a cuestas, pensando para sus
adentros: «Con ella voy a engañar a mi mujer»; y, dirigiéndose al astuto
animal, le propuso amablemente:
-Te perdono la vida; te dejaré en
lo alto de la colina, donde tendrás tu morada; te llamaré «dios de la montaña»,
y siempre que te pregunte: «¿Quién ha de comer el animal?», responderás: «El
hombre».
Así lo convinieron. Al siguiente
día, el botín de la caza fue: una marmota, un lince y un zorro. Como de
costumbre, la mujer aderezó las comidas con picantes salsas; pero, antes de
comer, dijo el marido:
-Mujer, ya sabes que el «dios de la
montaña» nos protege; conviene, pues, que le preguntemos quién ha de comer el
guiso.
La mujer, tomando a chacota la
propuesta, preguntó:
-¿Dónde habita ese dios que dices?
-¿Ignoras acaso -respondió el
esposo- que los dioses moran en las cumbres de las montañas? Precisamente, en
lo alto de esta colina vive uno de ellos; y, saliendo fuera, gritó de este
modo:
-¡Oh «dios de la montaña»!,
permíteme que ose preguntarte: ¿Quién ha de comer la carne que preparó mi
mujer?
-Es el hombre y no la mujer,
-contestó una voz lejana.
-Si queremos ser felices,
-argumentó el cazadorhemos de cumplir lo que manda el dios; por eso, comeré yo
solo las comidas.
Dos días después, cazó un ágil mono
y un erizo. La mujer los condimentó con salsa de cacahuete y envuelto de
plátano. A la hora de comer, mandó a su marido que preguntase al «dios de la
montaña» quién debía comer las viandas, confiando que le tocaría el turno a
ella. La súplica fue la de siempre:
-¡Oh «dios de la montaña»!,
permíteme que ose preguntarte: ¿Quién ha de comer la carne que ha preparado mi
mujer?
La respuesta no se hizo esperar,
idéntica también a las anteriores:
-Es el hombre y no la mujer.
La mujer callaba, soportaba y
esperaba su turno; pasaban los meses y éste no llegaba. Ya estaba en los
huesos; había que tomar una resolución, de lo contrario, moriría de hambre. «Me
iré -se dijo- a visitar al «dios de la montaña». Dicho y hecho.. Tempranito,
cargó con el encué y los enseres de la pesca. A las pocas horas, había pescado
varios kilos. Bien cocinados, los metió en una cacerola de sopa con salsa de
cacahuete, plátano cocido... y con una botella de topé.
Con las comidas comenzó a escalar
la colina, en busca de la residencia del «dios de la montaña». En la cima,
descubrió un hoyo de medio metro de profundidad. Miró atenta a su fondo y vio
agazapada una tortuga, a la que preguntó, intrigada, si era «el dios de la
montaña». Ante la respuesta afirmativa, dijo la mujer:
-¿Acaso las mujeres no somos
criaturas tuyas? ¿Cómo siendo seres vivos podemos vivir sin comer? ¿Por qué
únicamente puede comer los animales el hombre?
Sin esperar contestación, sirvió
las comidas a la tortuga que las comió con apetito y agrado; también bebió las
dos terceras partes de la botella de topé. Una vez satisfecha, habló así a la
mujer:
-Tampoco yo comía nada; a ejemplo
tuyo estaba languideciendo de hambre; pero, como me has alimentado, vete
tranquila, pues las cosas cambiarán.
De regreso, encontró que el marido
había cazado un corpulento jabalí, un pangolín y una graciosa ardilla. Los
guisó en secreto con las mejores salsas y el picante más exquisito del país. A
la hora de comer, el hombre frugal formuló la pregunta habitual:
-¡Oh «dios de la montaña»!,
permíteme que ose preguntarte. ¿Quién ha de comer la carne que preparó mi
mujer?
-Esta tarde -respondió la divina
voz- será la mujer y no el hombre.
Indignado el cazador de la
prohibición y viendo que se le escapaba el apetitoso banquete, cogió su arco;
subió a la colina y mató a la desprevenida tortuga, que fue dios por corto
tiempo.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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