Era una vez un niño que se pasaba todo el
día sentado a la sombra de un olmo que había en el jardín de su casa,
contemplando las altas montañas que rodeaban el pueblecito que le vió nacer;
pero lo que más le interesaba eran los altos picos que se veían a lo lejos,
detrás de todas las montañas, y se perdían entre las nubes; y era porque
aquellas montañas eran azules, de un transparente azul zafiro.
Un día que la abuelita estaba sentada a su
lado haciendo la interminable calceta, le preguntó:
-Dime, abuelita: ¿qué hay detrás de esas
altas montañas?
La abuelita le miró y dijo sonriendo:
-Detrás de esas verdes montañas hay hermosas
praderas y espesos bosques, aldeas y ciudades, torrentes y ríos que bañan
fértiles tierras pro-ductoras de sanas hortalizas; flores y pájaros de bonitos
colores.
El niño, que escuchaba extasiado a la
abuelita, volvió a preguntar:
-¿Y en aquellas montañas azules que desde
aquí sólo divisamos sus cumbres? ¿Qué hay allí, abuelita?
La anciana dejó de hacer calceta, miró los
azules picos y, dando un suspiro, dijo:
-Allí hay lo que todos ansiamos: el agua de
la vida.
Al ver la atención con que era escuchada, continuó:
-En las Montañas Azules hay un manantial de
aguas maravillosas que tienen el poder de rejuvenecer y alargar la vida a quien
bebe de ellas; además, hay también un tesoro escondido en el tronco hueco de un
árbol, que perteneció a un gran mago. Muchos han intentado ir a las Montañas
Azules en busca de los codiciados tesoros, pero jamás lo han logrado, porque
dichas montañas están inmensamente lejos...
Y la abuelita acabó la narración con un
prolongado suspiro.
El niño ya no pensó en otra cosa que en el
agua de la vida y en el tesoro del mago. Por la noche soñaba con ellos y veía
las milagrosas aguas brotar de entre rocas de zafiro, y montones de monedas de
oro en el hueco del árbol azul. Tanto llegó a pensar en ello, que no comía ni
dormía, y un día se dirigió a su padre y le dijo, resuelto:
-Padre mío, quiero ir en busca de los
poderosos tesoros que se hallan en las Montañas Azules; cuando vuelva, ya no
tendréis necesidad de trabajar tanto y mis hermanitos podrán comer todo lo que
quieran.
El padre y la madre se echaron a reír con
todas sus fuerzas, y dijeron al pequeño héroe:
-¿Cómo pretendes ir a las Montañas Azules,
tú, tan pequeño? ¡Anda, anda! Vete a jugar y déjanos en paz, que preferimos
nuestra pobreza al oro del mago.
Pero el niño, que era muy terco, volvió al
día siguiente a sus padres con el mismo tema, y así todos los días, hasta que
al fin, cansados de oírle, decidieron dejarlo marchar para escarmentarlo,
pensando que regresaría a los primeros tropiezos.
Arreglaron un paquete con provisiones para
unos días y otro con alguna ropa de abrigo, por si tenía frío en la noche, y le
dejaron partir.
El niño besó a su madre, abuelita y
hermanos, dió la mano como un hombre a su padre y, cogiendo un pequeño
bastoncito que su progenitor le había hecho, partió hacia las Montañas Azules.
Sin volver la cabeza ni una sola vez, el pequeño
caminante cruzó prados y bosques y escaló altas montañas, parándose lo preciso
para tomar alimento, y así atravesó montes y valles, aldeas y ciudades, siempre
con los ojos hacia las montañas color zafiro. Pero éstas cada vez parecían más
lejos. "Caminando siempre en esta dirección no hay duda de que algún día
llegaré", se decía a menudo el chiquillo para darse ánimos.
Pasó el verano, el otoño y el invierno. La
primavera dábase a conocer por sus prados floridos y su clima benigno. El niño
había crecido mucho; sus ropas estaban viejas y cortas, sus zapatos se reían
por todas partes, y no tuvo otro remedio que ponerse a trabajar en casa de un
pastor, para ganarse unos pantalones, camisa y zapatos nuevos.
Al cabo de unos años dejó al pastor y éste
le entregó un traje nuevo que le iba muy grande. El niño, que se había
convertido ya en un mozalbete, emprendió la marcha muy contento, mirando
siempre a las Montañas Azules, que parecían estar algo más cerca.
Pasaron varios años más. Las montañas tenían
ahora un color azul magnífico, pero ¡cuán lejos estaban aún! El niño era ya un
hermoso y robusto joven.
Un día, llegó a una gran ciudad en la que
reinaba la intranquilidad y todos sus habitantes estaban afligidos. Preguntó el
joven por la causa, y le contestaron que tres malignos gigantes se habían
instalado en la cima de una montaña que desde allí divisábase y dijeron al Rey
que si no les entregaba cada día uno de sus súbditos, arrasarían los campos y
la ciudad entera. Traían con ellos un enorme perrazo que echaba fuego por los
ojos y que era el guardián. Muchos valientes soldados habían intentado rodear
la montaña para atrapar-los cuando dormían, pero el perro, que tenía un olfato
maravilloso, les delataba en seguida, y los desgraciados soldados eran víctimas
de los gigantes. Regimientos enteros envió el Rey para apresarlos, pero los
gigantes los recibían a pedradas, y como cada piedra tenía el volumen de una
casa, pronto acababan con los infelices. Otra vez, intentaron incendiar la
montaña entera, pero los gigantes, que eran muy listos, habían cortado todos
los árboles de alrededor de la cueva y apisonado la tierra para que el fuego no
llegase a ellos. En vista de esto, el Rey no tenía más remedio que acceder a
entregarles un súbdito diario, pues temía la venganza de esos poderosos
gigantes.
-¿Y son muchos los desgraciados que han sido
víctimas? -preguntó el joven al hombre que le había informado.
-¡Oh, no! No ha habido aún ninguna víctima;
hoy es el primer día del sacrificio. El Rey ha mandado hacer un sorteo en el que
todos tomarán parte, y el que salga con el número destinado será la víctima.
Obligaron al joven a tomar número en tan
fúnebre lotería y dió la casualidad de que le tocó a él el número fatal.
Estaba muy apenado por su mala suerte.
Cuando casi llegaba a las Montañas Azules, tenía que perder la vida por culpa
de aquellos locos gigantes, y lloraba de rabia al verse impotente contra tales
antropófagos.
Los gigantes, que le vieron subir en tal
estado de desesperación, dijeron en son de burla:
-¡Qué cobardes son los pequeños hombres!
Cuando ven la muerte cerca, lloran como niños.
-No tengo miedo a la muerte -respondió el
joven, con desprecio. Lloro de rabia al verme impotente contra vosotros,
¡bestias feroces! ¡Ahora que iba a alcanzar el agua de la vida y el tesoro del
mago, que hubiera hecho ricos a mis padres...!
-¿Qué agua es ésa? -preguntaron los
gigantes.
-Es de un manantial que corre por las
Montañas Azules y tiene el poder milagroso de alargar la vida a quien bebe de
ella. Ya me faltaba poco para llegar a las Montañas Azules; si me dejáis con
vida os prometo traeros de esa maravillosa agua.
Aunque los gigantes vivían mucho, no por eso
escapaban de la muerte, y los tres pensaron que no iría mal el poder alargar
más su vida.
-¡Ah, no! -contestó resueltamente el joven,
que empezaba a perder el miedo que le habían inspirado los gigantes. Si
queréis que os traiga esa poderosísima agua, tiene que ser con la condición de
que habéis de respetar a los súbditos de este país hasta mi vuelta.
Los gigantes protestaron, mas al fin
accedieron.
-Pero piensa que si intentas engañarnos,
¡pobre de ti!le dijeron.
El joven ya no les oía, pues había
emprendido veloz carrera para notificar al Rey la buena nueva. Éste estaba tan
contento que no sabía cómo recompensarle. Al fin dijo que le entregaría la
corona si se quería casar con su hija. Pero el joven, galantemente, rehusó,
diciendo que a la vuelta hablarían. Entonces, le hizo preparar un soberbio
coche de plata tirado por cuatro caballos blancos, mas él no quiso aceptarlo y
dió las gracias al Rey por todas sus bondades. Al decirle el monarca si no se
quería llevar ningún recuerdo, pidió un traje nuevo y unos zapatos bien
fuertes.
Y, muy alegre y esperanzado, emprendió la
interrumpida marcha.
Pasaron algunos años más y ya había gastado
la ropa y los zapatos. Buscó colocación en casa de un rico aldeano y trabajó
durante un año, hasta que pudo comprar nuevas ropas.
En la casa donde prestaba sus servicios
había una joven, hija del amo, que era muy bella, y pronto se enamoraron; pero
el amor no pudo retener al joven. Y un día partió, con el corazón destrozado
por la pena, en busca de los codiciados tesoros de la Montaña Azul.
-No llores, amor mío -le dijo al partir a su
novia; pronto regresaré inmensa-mente rico y nos casaremos, y te llevaré a que
conozcas a mis padres y hermanos.
Han pasado muchos años más. El joven es
ahora un hombre de mediana edad y acaba de llegar a un país donde reina la
desesperación. La joven Reina había tenido un hermoso niño y los enanitos que
habitan debajo del castillo se lo robaron para vengarse del Rey.
Los enanos estaban irritados contra el Rey
porque éste había mandado hacer un pozo en busca de un manantial de aguas
puras, pues las del pozo de que se habían servido hasta entonces no eran
buenas. Tuvieron que perforar la tierra muy profundamente para encontrar agua,
y dió la casualidad de que precisamente los enanitos tenían sus moradas en
aquel trozo de tierra y fueron destrozadas muchas de ellas. Durante muchos
siglos, los enanitos vivieron en aquella tierra en paz y armonía, y nunca
habían hecho ningún mal al hombre; al contrario, le ayudaban en lo que podían.
Cuántas veces se habían encontrado los habitantes de aquel país con que una
casa en construcción, de la noche a la mañana, había aumentado un piso; o con
que un aldeano no había podido acabar de segar el trigo y, a la mañana
siguiente, lo encontraba no sólo segado, sino en gavillas y apilado
cuidadosamente; o con que un animal enfermo, a punto de morir, al día siguiente
estaba completamente curado, fuerte y vigoroso. Todo, gracias al cuidado de los
pequeños seres que habitaban bajo el castillo.
Cuando empezaron el pozo en busca de agua,
una noche que el monarca hacía rato que se había acostado, salió un pequeño ser
de la tierra y, dirigiéndose al lecho del Rey, empezó a tirar de la mano a
éste. Abrió el Rey los ojos y vió sentado en su cama al diminuto ser, que
llevaba una corona de oro en la cabeza.
-Di a tus hombres que no perforen más la
tierra, pues ya han estropeado bastante nuestras moradas -fué el saludo del
extraño ser.
El Rey, al verse despertado por aquel
enanito insignificante que le hablaba tan autoritariamente, respondió,
malhumorado:
-Me gustaría saber quién es el Rey en este
país, si tú o yo.
-Tú eres el Rey del país que hay en la superficie
de la tierra, y yo, del subterráneo; si quieres, podemos probar quién es más
poderoso.
El Rey, que no ignoraba la existencia de
aquellos pequeños seres subterráneos, dijo:
-¿Pretendes, quizá, que estemos sin agua en
el castillo con tal de que no molestemos a tu real persona?
-Muchos siglos ha servido para el caso el
pozo que hay en el patio -fué la respuesta del monarca subterráneo. ¿Por qué
ahora no puede hacer el mismo servicio?
-Bien sabes que el agua del pozo es mala y
sucia -respondió el Rey, indignado.
-Mi gente puede limpiar y sanear el pozo -replicó
el enanito.
-Gracias -dijo el Rey, ya enfadado. Cuando
quiera consultarte, te llamaré. Pero sabe de una vez que en la superficie soy
el Rey, como tú dices, y que si me enfado lo seré también del subterráneo de mi
castillo.
El Rey dió media vuelta y se acomodó para
dormir, sin dar más importancia al pequeño personaje.
Éste, irritado, le amenazó con el puño, y
dijo:
-Ten cuidado, orgulloso Rey, que no tardarás
mucho en implorar al Rey subterráneo.
Se abrió la tierra y desapareció.
Algunos días después nacía el pequeño
heredero, y el pueblo celebró tal acontecimiento con grandes fiestas que sólo
duraron tres días, pues al cabo de éstos corrió la noticia de la desaparición
del Príncipe.
El Rey comprendió en seguida que la
desaparición de su hijo tenía que ver con el vengativo Rey de los enanitos. Y
con lágrimas en los ojos fué a rogarle, al pie del pozo en construcción, que le
entregara su hijo, que inmediatamente daría orden de que parasen los trabajos
de perforación. El pequeño soberano no le contestó jamás, y el Rey se
desesperaba y fué inútil cuanto rogó al inconmovible monarca subterráneo.
Desesperado el Rey, se encerró en una habitación y no quiso comer ni beber
hasta que le devolvieran a su hijo. Al ver que su resolución era inútil, pues
el Rey de los enanitos le dejaba morir, cogió una rabia atroz y, no pudiendo
vengarse de los seres subterráneos, por miedo de que hicieran daño a su hijo,
decidió hacerlo pagar al primero que encontrase. Ordenó que cada día fuese a
Palacio un súbdito, y si durante él no encontraba el modo de salvar a su hijo
de la ira del Rey subterráneo, lo mandaba colgar.
Así, le parecía al infeliz Rey que gozaba
con el mal de los otros.
Cuando los del pueblo vieron llegar al
forastero, lo llevaron a Palacio, contentos de que, por aquel día, se evitara
el ser colgado uno de los suyos.
El pobre hombre estaba muy apenado de tener
que perder la vida por culpa de los otros. "¿Cómo podré yo salvar al hijo
del Rey del poder de los furibundos enanitos subterráneos? -decía, afligido.
Un día y una noche me quedan de vida; lo mejor es que espere sentado el
acontecimiento." Y se sentó a la sombra de un olmo que había en el jardín
de Palacio. Sus ojos miraron las altas Montañas Azules, que brillaban al sol
con magníficos destellos, y dijo en voz alta:
-¡Tan cerca como estoy ahora de ellas y
tener que morir! ¡Pobres padres míos! ¡Ya no podré haceros ricos! ¡Y el agua de
la vida, que con una sola gota podría resucitar a los muertos!... Bien podrían
esperarse a colgarme a la vuelta, pues con tan poderoso talismán, poco me
importaría morir.
Apenas había acabado de pronunciar estas
palabras, cuando se abrió la tierra a sus pies y apareció el poderoso Rey
subterráneo. El monarca miró fijamente al hombre y le dijo:
-¿Es verdad lo que dices de esa agua
maravillosa?
El hombre vió el cielo abierto y respondió,
esperanzado:
-Es tan cierto como que ahora te estoy
viendo a ti, poderoso Rey.
-Si te entregamos al niño real, ¿nos traerás
un poco de esa agua?
Los enanitos, aunque podían vivir muchos
años, no por eso estaban libres de la muerte o de alguna enfermedad, y el
pequeño Rey pensó que no iría mal tener en su poder algunas gotas del agua de
la vida.
El hombre prometió traérsela. Entonces, el
pequeño ser subterráneo se subió a su hombro y, de un fuerte tirón, le arrancó
tres cabellos.
-Guardaré estos cabellos en mi poder; si
intentas engañarnos se volverán blancos, y entonces, aunque te hallases en el
fin del mundo, no podrías escapar a nuestra venganza.
Desapareció, para volver a salir
inmediatamente con un niño de pañales en los brazos, y le dijo:
-Entrega su hijo al Rey, que bastante
castigado está, y tú procura volver con el agua de la vida cuanto antes. ¡Adiós
y buena suerte!
Con el niño en los brazos, se dirigió a toda
prisa al castillo e hizo entrega del pequeño Príncipe a sus padres.
No hay que decir la alegría que tuvieron
éstos al ver nuevamente a su hijo sano y salvo. El Rey quiso dar al extranjero
la mitad de su reino, pero éste no aceptó otra cosa que un traje y unos
zapatos.
Han pasado muchos años más. Ahora el niño es
ya un viejecito de larga barba blanca. Cuando ya se creía al pie de las
Montañas Azules, se encontró con que había que atravesar un país infectado por
el cólera. Para que nadie pudiese entrar ni salir, el Rey del país ordenó
cerrar las puertas de la ciudad.
El pobre anciano se desesperaba al ver que
los centinelas no le dejaban pasar.
-Estás loco, abuelo -le decían, queriendo
atravesar un país infectado por el cólera. ¿No ves que la gente muere como
moscas?
-¡Oh, dejadme pasar, os lo ruego! -suplicaba
él. ¡Hace tantos años que ansío escalar las Montañas Azules, y ahora que estoy
tan cerca de ellas me priváis de que consiga mi ilusión de toda la vida!
Y tanto suplicó, con lágrimas en los ojos,
que los centinelas se apiadaron de él y le franquearon la puerta.
No encontró a ningún ser viviente por las
calles, todo era tristeza y desolación; pero él no se entretuvo a pensar, pues
sólo el loco afán de llegar a la meta deseada le guiaba. Como hacía un sol muy
fuerte, pronto se le secó la boca y bebió de las infectadas aguas de aquella
capital.
Por fin consiguió salir del tétrico país,
pero la fiebre abrasaba su cansado cuerpo; sus ojos cada vez veían menos; más
bien se arras-traba que andaba. Había llegado al pie de las Montañas Azules,
pero él no se dió cuenta, pues apenas podía ver y la cabeza le ardía.
Agarrándose a las matas y arbustos, fué
subiendo penosamente hasta llegar a una explanada en la que corría un manantial
de frescas aguas. Era la famosa agua de la vida. Sin sentido y abrasado por la
fiebre, el pobre anciano se tendió sobre la hierba y cerró los ojos, esperando
que la muerte acabara con su dolor.
Un pajarito azul voló hacia el manantial de
las poderosas aguas y se bañó en ellos; luego sacudió sus lindas plumas sobre
una roca que había cerca del moribundo anciano. Una gotita tocó a éste en la
abrasada frente. La fiebre cesó en el acto, su dolorido cuerpo se sintió joven
y sus ojos vieron las incomparables maravillas de la Montaña Azul.
-¡Por fin he llegado a la meta! -gritó, loco
de alegría. ¡Ésta es el agua de la vida !
Bebió de ella hasta saciarse. Cuando se
levantó, su cuerpo era joven y hermoso. Con unas hojas de una planta que crecía
allí, construyó un jarro y lo llenó del agua de la vida; luego contempló
extasiado los magníficos árboles de copa y follaje azul, las rocas y el musgo,
las flores, los pájaros y las mariposas, todas también azules como el zafiro.
-He de buscar el tesoro -dijo, alegre, y
bastante me costará si he de mirar todos los árboles uno a uno.
Como se sentía joven, empezó el arduo
trabajo con alegría.
Y así buscando, fué a parar a una inmesa
pradera de hierba finísima y azul, cuajada de hermosas flores. En medio de la
pradera se alzaba un palacio construído de zafiros, que brillaba de un modo
deslumbrador. Las puertas aparecían abiertas y entró. Las salas estaban vacías
y sus pasos resonaban; el más pequeño suspiro era repetido por el eco y daba la
impresión de miles de voces. Llegó al salón principal, adornado con varios
espejos, y, con letras de oro, había escritas estas palabras: "Estás en el
Palacio del Recuerdo". El joven miró uno de los espejos y vió su figura
reflejada en él, sonriente y alegre; después desapareció para reflejarse las de
sus padres y hermanos, y la de la abuelita, haciendo calceta a la sombra del
olmo que tan gratos recuerdos tenía para él. Unas lágrimas se le escaparon y la
pena le ahogaba. Luego, en el espejo, fué tomando cuerpo la sonriente cara de
su novia; estaba a la puerta de su casa, mirando a lo lejos como si esperase a
alguien; el sol bañaba sus rubios cabellos y la hacía parecer mucho más bella
aún.
Salió aprisa del Palacio del Recuerdo, pues
la emoción le embargaba, y se dispuso a buscar el tesoro del mago con todo afán.
Al cabo de unos días encontró el árbol deseado, en cuyo hueco halló un saco que
contenía inmensas riquezas en joyas, oro y monedas. Cogió el saco para
levantarlo y vió salir de dentro un lagarto azul que, después de mirarlo, le
dijo:
-Este tesoro encantado es tuyo, pero no
podrás hacer uso de él. Mientras estén en el saco serán riquezas, pero cuando
las saques de él se convertirán en hojas secas. De poco te servirá.
El joven se puso triste y exclamó:
-¡Yo que tantos años he perdido en busca de
este tesoro para que mis padres fueran ricos, y ahora resulta que he perdido el
tiempo! ¿No sabes tú el modo de librarlo del encantamiento?
El lagarto le miró fijamente y, al cabo de
un rato, dijo:
-Deja el saco a la sombra de una ermita
durante tres días y tres noches, y el poder mágico del mago desaparecerá.
El joven le dió las gracias y se marchó muy
contento. No había perdido el tiempo. Dejaría el saco a la sombra de la ermita
de su pueblo y serían ricos sus padres, y su novia, la más dichosa aldeana de
todos los contornos. Con el dinero podría comprar una finca y mucha tierra,
tendría un establo repleto de caballos, vacas y mulos, y muchas aves de corral
andarían sueltas por el patio. ¡Oh, qué contentos estarían sus hermanitos! Sólo
de pensarlo se reía.
El desgraciado no podía imaginarse que
habían pasado tantos años desde que salió de su casa paterna, y mucho menos que
sus seres queridos hacía años que habían fallecido de viejos.
Y, con el saco a la espalda, fué caminando
hasta llegar al país infectado por el cólera. Salpicó las fuentes y pozos con
su agua milagrosa y, al salir de la ciudad, ya no había ningún foco de
infección.
Pasaron muchos años antes de que llegara al
país habitado por los enanitos subterráneos. Era entonces un hombre de mediana
edad. Dirigió sus pasos al rincón del jardín de Palacio en que se le apareció
el Rey de los enanitos, y vió al pie del olmo un jarro de plata. Supuso que lo
habían dejado los enanos subterráneos y lo llenó, quedándose sin una gota para
los gigantes.
Entonces, se dirigió a Palacio y vió que
toda la corte estaba de luto. Preguntó la causa y le respondieron que el Rey
había muerto.
-¿Y cómo va el joven Príncipe? -preguntó al
soldado que le dió la noticia.
-¿El joven Príncipe? -repitió el soldado,
extrañado. Precisamente eso es lo que deploramos: el Rey no ha dejado ningún
heredero.
-¿Se murió también el pequeño Príncipe, el
que salvé de los furiosos enanos que habitan debajo del castillo?
-Debes de estar loco -respondió malhumorado
el soldado. Ya te he dicho que el Rey no ha tenido ningún hijo. Se dice que él
fué raptado por los enanos, pero en aquel tiempo ni tú ni yo vivíamos.
Y el pobre hombre se marchó afligido, pues
no comprendía cómo habían pasado tantos años.
Muchos inviernos y muchos veranos pasaron
antes de que el hombre que ahora era un anciano llegase al país de su novia.
Encontró el pueblo muy cambiado, pero no hizo caso y dirigió sus pasos a la
casita de su amada. Llamó, salió una mujer que él no conocía y preguntó por el
aldeano propietario de la casa.
Extrañado quedó al oír la siguiente
respuesta de la mujer:
-Esta finca perteneció a mí padre, y él la
heredó de su abuelo. Debes de equivocarte, extranjero; pues aquí no vive nadie
con tal nombre.
Él estaba bien seguro de que aquélla era la
casa; allí estaba el pozo donde su novia iba cada mañana a sacar agua, el
patio, el banco rústico por donde trepaban las madreselvas y geranios, Aún se
veían grabados sus entrelazados nombres en cada ladrillo del banco. Lo único
cambiado era la encina, pues estaba muy desarrollada y casi se caía de vieja.
Movió la cabeza, pensativo.
Por fin encontró a una mujer muy anciana que
pudo darle noticias de su novia.
-En el tiempo de mi abuela vivía un hombre
con su hija en aquella casa -le dijo la viejecita-. Dicen que la hija sufría mucho
por un amor desgraciado y se pasaba el día en el umbral de la puerta esperando
el regreso del ser querido. Pero hablo de muchos años, cuando ni tú ni yo
vivíamos aún; hace mucho tiempo que todos ellos descansan bajo tierra.
El pobre viejo lloró amargamente, y se
decía: "¡Oh, no puede ser, estoy soñando!" Y continuó caminando con
mucha amargura. Atravesó bosques, escaló montañas y vadeó ríos, hasta que
llegó al país de los gigantes; pero cuando preguntó por ellos, nadie supo darle
razón.
-No sé a qué gigantes te refieres -le
respondían. Los únicos que han pisado este país fué hace mucho más de cien
años. Por cierto que fueron tres que dieron mucha guerra al Rey; pero ya te
digo que hace muchísimos años, y nadie ha sabido más de ellos.
"Mejor -pensó el anciano. Tampoco
podría darles el agua de la vida." No quiso preguntar por el Rey y la Princesa , pues temía que
lo tomaran por loco. Y continuó la marcha.
Pasaron más años. Era muy viejecito. Su
larga barba le llegaba a las rodillas. Faltábale poco para llegar al país natal
y empezó a pensar si encontraría vivos a sus padres y hermanos. Esto le atormentaba
horrible-mente.
Reconoció la misma pradera y la colina
cubierta de espeso bosque. Esto no había cambiado. ¡Cuán gratos recuerdos
guardaban para él aquellos trozos de tierra! Con paso vacilante subió la pendiente
que le llevaba a su casa, y, cuando llegó arriba, sus piernas le flaquearon y
cayó a tierra medio desvanecido.
De su casita sólo quedaban las cuatro
paredes en ruinas, cubiertas de hiedra. Entonces comprendió la realidad.
Habían pasado tantos años que ningún ser querido vivía. Arrojó el saco, que
durante todo el camino no se había separado de él, y dijo, amargado:
-He sido un necio; he pasado la vida
ansiando un tesoro para ser feliz y, yendo en pos de él, no me he dado cuenta
de que perdía la felicidad.
Unos peregrinos encontraron muerto al
anciano y lo enterraron en una fosa que abrieron entre las cuatro paredes en
ruinas. Vaciaron el saco y vieron que contenía hojas secas.
132. Anonimo (suecia)
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