En una región montañosa vivían en una pobre
casita una viuda y su hijito; para poder atender a éste, la pobre mujer tenía
que trabajar noche y día, y tanto gastó sus fuerzas que un día enfermó
gravemente.
El niño quería mucho a su mamá y, al verla
tan enferma, fué a encontrar a una anciana que vivía en la cumbre de la montaña
y que, según decían, tenía el poder de curar las más malignas enfermedades.
Cuando la vieja vió a la enferma, dijo al
niño, moviendo tristemente la cabeza:
-Sólo una cosa puede curar a tu madre: la
flor maravillosa del arrebol.
-¿Y en dónde puedo encontrar esa flor
maravillosa? -dijo el niño.
-Hijo mío -respondió la anciana, yo no
puedo decirte dónde se halla; cada día es más escasa; es una flor muy
antojadiza y frecuentemente cambia de clima; lo mismo puedes encontrarla al
Norte que al Sur.
-Aunque se hallase en el fin del mundo, iría
por ella -dijo el niño. Pero, ¿quién cuidará de mi madrecita mientras tanto?
-Márchate tranquilo; yo haré que tu madre
duerma hasta que regreses.
Y una noche fría emprendió el niño la marcha
en busca de la flor que había de curar a su mamita. La Luna iluminaba el camino
solitario. Iba meditando, cuando tropezó con un anciano de larga barba blanca.
-¿Qué pena oprime tu corazón -le dijo éste, para que a estas horas te encuentres en un camino tan solitario?
Tenía una voz tan dulce el viejecito, que el
muchacho no titubeó en contarle sus penas.
-Has tenido mucha suerte al encontrarme en
tu camino, pues yo sé dónde se halla la flor del arrebol.
El niño le rogó que se lo dijera.
-Sigue este camino durante tres días y tres
noches; al final de la tercera noche divisarás unas altas montañas cuyas
cumbres son rojas como la llama. El arrebol, que siempre ha sido antojadizo,
ahora se ha encaprichado de esas montañas, y cada día al ponerse el Sol,
montada en la espalda del viento de la tarde, viene la semilla del arrebol, se
esparce sobre sus cumbres y en el acto aparecen las rojas flores; brillan como
una llamarada y se apagan, quedando marchitas al momento. Si puedes conseguir
una de ellas antes de que se marchite y regarla con tu propia sangre, se te
conservará siempre fresca y con el poder maravilloso de curar toda clase de
enfermedades.
El niño mostróse muy agradecido y continuó
más esperanzado la marcha.
Al llegar la tercera noche se halló ante
tres montañas cuyas cumbres eran de un rojo vivo. Púsose en seguida a
escalarlas, y llegó arriba muy fatigado. Una gran tempestad desencadenóse en
aquel momento, y el pobre niño tuvo que guarecerse entre unas rocas. La lluvia
torrencial duró tres días. El niño estaba calado hasta los huesos, pero,
pensando en su madrecita, lo soportaba dulcemente. Por fin cesó de llover y
apareció el Sol en todo su esplendor.
Los últimos rayos solares desaparecían en el
horizonte, cuando el viento de la tarde trajo la semilla del arrebol,
desparramándola sobre las llanuras rocosas de la montaña. Grandes llamaradas
flotaron en el aire y en seguida aparecieron las florecillas rojas por todas
partes.
El niño, sin perder un momento, cogió un
puñado de ellas, pero entre sus dedos sólo halló unas florecillas marchitas.
Quiso coger más, pero con sorpresa vió que todas, absolutamente todas, estaban
agostadas. Con gran pena sentóse en una roca, y pensó esperar hasta el día
siguiente el viento de la tarde para cogerlas esta vez más aprisa.
Estaba en estas meditaciones, cuando un
estruendoso batir de alas le hizo alzar los ojos al cielo, y vio un enorme
pájaro negro que se acercaba. El pájaro detúvose ante él y, después de mirarle
un buen rato, dijo con una voz que hacía temblar las montañas:
-¿Qué haces aquí? Nadie antes de ahora había
pisado estas rocas. ¿Cómo tú, siendo tan pequeño, te has atrevido?
El niño respondió, medio muerto de miedo:
-No creí hacer ningún mal viniendo a buscar
las flores del arrebol, que pueden curar a mi mamá.
-¡Ah! -dijo el pájaro. No, al contrario,
has hecho muy bien, y en prueba de ello te voy a ayudar. Mira, aquí nunca
podrás coger ninguna, pues apenas nacen se marchitan. Debes ir a buscarlas al
Jardín del Arrebol, que está en el fin del Mundo.
-¿Cómo puedo llegar hasta allí? -preguntó el
niño.
-Soy el Guardián de la Noche -repuso el pájaro. En
las noches claras vengo aquí para poder divisar mejor la Tierra. Al amanecer,
vuelo al Reino de la Noche ,
que está al este del Sol y al oeste de la Luna , y del Reino de la Noche al fin del Mundo no
hay gran trecho. Si quieres, puedes subir a mi espalda y en un vuelo te
llevaré.
El muchacho aceptó en seguida, y dijo, muy
agradecido:
-¡Oh, buen pájaro Guardián de la Noche ! ¿Cómo podré pagarte
tu ayuda?
Y el pájaro respondió:
-En el Jardín del Arrebol hay un árbol en el
cual tiene un águila su nido, y cada año pone un huevo de oro en él. Esta
águila es el Guardián del Día, y desde que nace el Sol hasta que se pone, está
fuera de su nido. Bueno, pues en pago del servicio que te presto, quiero el
huevo de oro. Ten mucho cuidado con la serpiente enroscada en el tronco de
dicho árbol, porque, si te ve, estarías completamente perdido.
El niño prometió traerle el huevo de oro y,
en cuanto amaneció, el pájaro le hizo montar en su lomo y emprendió el vuelo
vertiginosamente.
Atravesaron un mar muy grande. Olas frías y
grises alcanzaban alturas fantásticas. El niño ya empezaba a sentirse mareado
por la rapidez del vuelo, cuando el pájaro aterrizó en una frondosa isla que
era batida por las impetuosas olas.
-Te dejo aquí -dijo el pájaro- porque te
será más fácil ir al fin del Mundo. No puedo detenerme más, pues el Sol está ya
muy alto. En noches de Luna ya sabes donde encontrarme. ¡Adiós y buena suerte!
El pájaro se elevó con estruendoso batir de
alas y perdióse en el firmamento al poco rato.
"¿Qué haré yo en esta isla?", se
dijo el niño. Miró en derredor y divisó a una viejecita sentada sobre una roca,
mirando al mar.
-Buenos días, madrecita -le dijo el niño.
¿Podrías tal vez indicar-me el modo de atravesar el mar para ir al fin del
Mundo?
La anciana levantó la cabeza, extrañada.
Hacía miles y miles de años que estaba sentada en aquella roca, y nunca había
visto un hombre. Al ver la linda carita del muchacho, respondió:
-¿Qué quieres, hijo mío? ¿Cómo has llegado
hasta aquí?
El niño se lo contó todo, y entonces la
viejecita le dijo:
-¿Sabes quién soy? Soy el Tiempo, y desde el
principio del Mundo estoy sentada donde me ves. Cada año que pasa tiro una
piedrecita al mar; llegará día en que el mar estará lleno de piedrecitas, y
entonces será el fin del Mundo; pero pasarán miles de años antes de que el mar
se llene. Yo me siento muy cansada y, a veces, deseo que llegue ese día.
La anciana calló un momento y luego
continuó:
-En el Jardín del Arrebol hay un manzano que
da unos frutos hermosísimos; si alguien come de ellos, rejuvenece enseguida. Yo
te ayudaré a atravesar el mar si tú, en cambio, me prometes traerme una manzana
del Jardín del Arrebol. Pero ten cuidado con la serpiente enroscada al tronco
del manzano, pues si te coge, estarías completamente perdido.
El niño se lo prometió. La viejecita cogió
entonces una concha y una espiga de trigo que habían arrojado a la playa las
olas, y dijo:
-Aquí tienes una barca y un mástil.
-Se
arrancó un trozo del vestido y, dándoselo, añadió: Hasta vela tendrá tu barco.
El niño creyó que se burlaba de él, pero con
sorpresa vió que la concha se transformaba en una fuerte barca; la espiga, en
un mástil, y el trozo de trapo, en una flamante vela.
Dió las gracias a la anciana y embarcó. Una
ráfaga de aire le arrastró mar adentro, y pronto perdió de vista la isla
habitada por el Tiempo.
El viento siguió soplando con furia. Al cabo
de algunas horas de navegar, el muchacho divisó tierra y dirigió la pequeña
embarcación a la playa.
Un hermoso joven con grandes alas blancas y
túnica plateada salió a su encuentro.
El niño le saludó amablemente y le preguntó:
-¿Es esto el fin del Mundo?
-Ésta es la Isla de los Sueños -respondió el joven alado.
¿No quieres descansar un poco?
La invitación era tentadora, pues en la isla
abundaban hermosas flores, grandes árboles con ricos frutos y fuentes que
invitaban a beber. Y el niño aceptó.
Vió muchas figuras de niebla que saltaban,
corrían o estaban sentadas a la sombra de los corpulentos árboles; otras cogían
ramos de flores o se atracaban de deliciosas frutas.
Al ver la extrañeza del niño, el joven alado
dijo:
-Éstas son las almas de los niños dormidos;
han venido en sueños a pasar un rato agradable.
El niño se sentó en la fresca hierba para
contemplar más cómoda-mente las almas de los niños dormidos. Del suelo, de las rocas,
de los árboles, de todas partes, brotaba una música embriagadora. El muchacho
comprendió que si seguía en aquel sitio un minuto más, su alma correría libre
por la Isla de
los Sueños. Levantóse, pues, del suelo, e iba ya a despedirse del ángel
guardián, cuando un ruido ensordecedor le hizo levantar la cabeza y,
deslumbrado, tuvo que cerrar los ojos. Un enorme pájaro de fuego se dirigía a
la isla.
-Es el ave Fénix, el guardián de la isla -dijo
el joven alado. Cada día, cuando los primeros rayos del Sol tocan su cuerpo,
muere abrasado en grandes llamas; pero cuando los últimos rayos solares
desaparecen en el horizonte, sus cenizas, que el viento ha esparcido durante el
día, se juntan y resucita, igualmente bello y joven.
Se despidió del amable joven y remó con
todas sus fuerzas para alejarse cuanto antes de la isla, pues temía que un rayo
de fuego del ave Fénix le quemara la embarcación. Una ráfaga de aire se lo
llevó lejos y, al verse fuera de peligro, se acomodó en la barca lo mejor que
pudo y esperó que ésta le llevara al fin del Mundo.
No tardó mucho en volver a divisar tierra.
Eran unas altas montañas de granito negro, contra las cuales se estrellaban las
olas furiosas, produciendo un ruido infernal.
El muchacho acercó la barca y vió un
estrecho sendero abierto entre las montañas, bordeado por altos cipreses. El
silencio en la isla sólo era turbado por el batir de las olas contra las negras
rocas de granito.
Al chico no le hizo ninguna gracia el ver
unas figuras blancas y silenciosas meterse por el estrecho camino y
desaparecer. Pensó esperar que pasara alguna sombra para interrogarle. Una
barca en la que iban muchas pasó cerca del niño y se dirigió a la playa. Allí
desembarcaron las sombras misteriosas sin producir el menor ruido; ya iba a
desaparecer la última, cuando el niño le gritó:
-¡Eh, sombra silenciosa! ¿Es éste el País del
Arrebol?
Un joven con túnica negra y alas negras
salió de entre unas rocas y dijo, con voz lúgubre:
-¿Qué quieres tú, ser viviente, en la Isla de la Muerte ?
El niño, por toda respuesta, remó poniendo
toda su alma en la operación, para alejarse cuanto antes de la Isla de la Muerte.
Cansado de bogar todo el día sin divisar
tierra, el pequeño se durmió y tuvo el delicioso sueño de que se encontraba en
brazos de su querida mamá. Mientras tanto, un viento sopló con fuerza y
arrastró la pequeña embarcación muy lejos, tanto, que al amanecer se encontraba
en la Isla del
fin del Mundo.
Grande fué la alegría del niño al despertar,
pues comprendió en seguida que había llegado a la meta.
Se internó en la isla sin perder tiempo en
admirar las bellas flores y las lindas mariposas, sin escuchar el canto de los
pájaros, que ni éstos ni aquéllas podían compararse con los que hasta entonces
había visto. El niño sólo pensaba en su madrecita, así es que se dirigió
inmediatamente al Jardín del Arrebol; pero éste estaba cercado por una alta
muralla de oro. Una puerta del mismo precioso metal era la única entrada al
jardín y estaba cerrada.
"Hay que tener paciencia -se dijo el
niño. Esperaré hasta la tarde, pues es seguro que la puerta se abrirá a la
puesta del Sol, para dar paso a las antojadizas florecillas del arrebol que,
montadas sobre el viento de la tarde, irán a las altas montañas de rojas
cumbres."
Efectivamente, a los últimos rayos solares
se abrió la puerta de oro y, a lomos del viento occidental, el arrebol
emprendió el largo viaje.
El niño entró sin que nadie se lo impidiera,
y sus ojos pudieron contemplar la belleza sin par del Jardín del Arrebol. El
rojo rubí de las florecillas, junto con el oro de las murallas, que los rayos
del Sol besaban por última vez aquel día, producía un aspecto fantástico. En
medio del rojo campo había dos hermosísimos árboles, cuyas hojas brillaban como
esmeraldas; en el uno estaba el nido del Guardián del Día, y en el otro, las
olorosas manzanas de la juventud.
Cuando el niño hubo admirado la belleza de
aquel jardín maravilloso, cogió un ramo de las flores de arrebol y luego se
dirigió a los árboles para robarles sus tesoros.
Pero le fué imposible acercarse a ellos. Dos
serpientes le esperaban con muy malas intenciones. "Mientras tengan tan
buenos guardianes, me será imposible acercarme a esos árboles", pensó el
niño, y se sentó en el suelo en busca de una solución.
Así estuvo hasta que el viento de la tarde
se llevó el arrebol y las puertas de oro se abrieron para dejarle pasar;
entonces el niño salió también.
Paseábase por la playa pensando en el modo
de hacer abandonar a las serpientes sus puestos, cuando un piar doloroso.
acompañado de lamentos, le hizo volver la cabeza.
Dos hermosos pájaros azules con corona de
oro en la cabeza no cesaban de revolotear de acá para allá, mientras decían
entre píos:
-¡Pobres hijitos! ¡Se ahogarán sin remedio!
¡Dios mío, salvadles!
Entonces el niño se fijó en un árbol que
había entre unas rocas que daban al mar; se acercó y vió que del árbol había
caído al agua un nido con cuatro pajaritos azules con corona de oro. El nido
flotaba aún, pero no tardaría en hundirse. Sin pensarlo más, el muchacho salvó
a los pequeñuelos.
Cuando hubo colocado el nido otra vez en el
árbol, vió que los padres se le acercaban y le decían, agradecidos:
-Somos pequeños, pero quizá te podamos
servir en algo. Si alguna vez te encuentras apurado, aquí tienes estas dos
plumas; tíralas al aire y pronto acudiremos en tu ayuda -y se arrancaron cada
uno una plumita azul.
El niño tuvo una idea y, después de darles
las gracias, les dijo:
-Si deseáis demostrarme vuestro
agradecimiento, hacedlo ahora mismo.
-¿Qué hay que hacer? -respondieron.
-Me han encargado que coja del Jardín del
Arrebol una manzana del Árbol de la juventud y el huevo de oro que hay en el
nido del Guardián del Día. Si queréis ayudarme, distraed a las serpientes que
guardan esas cosas, para que yo pueda apoderarme de ellas.
-Ahora es imposible, pues las altas murallas
de oro tienen el poder de no dejar pasar ni una mosca -dijeron los pajarillos;
pero a la puesta del Sol, cuando el arrebol salga, podremos entrar nosotros.
Y así lo hicieron. El muchacho se escondió
para que las serpientes no le vieran, mientras los pajarillos volaban hacia
ellas y decían cantando:
-¡Mirad, viejas esclavas, mirad qué hermosos
somos! Nuestras coronas son de oro; nuestras finas plumas, del color del
zafiro. En cambio vosotras, pobres reptiles, sois más feas que una tarde de
invierno.
Y volaban cerca de ellas para provocarlas.
-¿Queréis callaros, miserables criaturas? Si
continuáis, os vamos a engullir sin daros tiempo ni de piar -respondieron las
serpientes, indignadas.
-¡Qué fanfarronada estáis diciendo, esclavas
del deber! -dijeron los pajarillos, riendo entre sí.
Las serpientes, encolerizadas ante la
desfachatez de los pájaros, abandona-ron los árboles dispuestas a castigar a
aquel par de sinvergüenzas. Pero éstos, que estaban sobre aviso, volaron más
lejos y dijeron con sorna:
-Miradlas, son viejas y estúpidas y quieren
combatir con nosotros, que somos jóvenes e inteligentes.
Mientras tanto, el niño aprovechó la salida
de las serpientes para subir a los árboles y coger la manzana de la juventud y
el huevo del águila. Cuando tuvo en su poder las dos cosas, se apresuró a salir
del Jardín del Arrebol.
En la playa le esperaban los pajaritos, que
le dijeron:
-Huye en seguida, porque está a punto de
llegar el Guardián del Día.
El niño no se lo hizo repetir, y pronto la
barca se alejó de la Isla
del fin del Mundo.
Al llegar la noche, un fuerte ruido de algo
que se acercaba volando hizo comprender al niño que el Guardián del Día venía
en busca del huevo de oro. Ni corto ni perezoso, quitó el mástil y la vela y
los tiró al mar. Como era ya noche cerrada, el pájaro no pudo distinguir la
pequeña embarcación, que ahora, a merced de las olas, se balanceaba como si
fuera una cáscara de nuez.
Cansado de buscar en vano, el Guardián del
Día se volvió al Jardín del Arrebol muy malhumorado.
Sin vela ni mástil, la barca era juguete de
las olas, y el niño estaba desesperado, pues comprendía que pasarían días y
quizá meses sin que lograse llegar a ninguna de las islas que tanto abundan por
allí. De repente, la barca fué arrastrada por una corriente de agua a una
velocidad vertiginosa. A media noche la barca fué moderando la velocidad, y
entonces el niño vió que estaba cerca de una isla de roca que parecía una
enorme cabeza humana con la boca abierta como dispuesta a tragarse todas las
aguas del mar.
Al tocar tierra, amarró el niño la barca y
se fué, dispuesto a saber a quién pertenecía la isla de cara humana.
Lo que de lejos daba la impresión de una
enorme boca, no era otra cosa que una gruta muy grande. "Tal vez sea la
morada de algún gigante o de otro ser peligroso -pensó el niño. Vale más ser
precavido."
Y, sin hacer el menor ruido, fué explorando
la gruta.
En aquel instante, un viento frío como el
hielo le hizo temblar de pies a cabeza. Quiso verde dónde procedía aquella
corriente de aire helado, cuando vió a la entrada de la gruta a un hombretón
con grandes alas grises, que decía con voz de trueno:
-¿Aún no han llegado mis hermanos?
Como si le hubieran oído, dos hombres más
aparecieron en el umbral de la gruta, también con alas grises.
-Falta el hermanito Viento del Sur -volvió a
decir el primero.
-Aquí estoy -contestó una voz clara y
alegre.
Un jovencito acababa de entrar; también
tenía alas, pero eran blancas.
-He llegado tarde -dijo alegremente Viento
del Surporque vengo de un país lejano, donde las rosas dan un perfume que
embriaga y los ruiseñores cantan como ángeles. Estoy muy cansado y quiero
dormir.
-También yo he hecho un largo viaje -dijo el
hombre de la voz gruesa, que era Viento del Norte. Su aliento era tan helado
que el niño, escondido en un rincón de la gruta, tuvo que hacer grandes
esfuerzos para no estornudar-. Las flores que yo he visto -continuó Viento del
Norte- no son olorosas, pero nada tienen que envidiar a las que tú has visto:
son grandes y blancas; parece que el aliento de un niño puede troncharlas, pero
es todo lo contrario: resisten las más fuertes heladas y los más fríos vientos.
Hay palacios de hielo que darían envidia al más poderoso emperador de la China.
-Yo también he estado lejos -dijo el otro
hermano, Viento del Este-. He visto, como vosotros, hermosas flores y bellos
pájaros y también sílfides, ninfas y ondinas que danzaban sobre un lago de
plata.
-Pues yo -dijo Viento del Oeste- he estado
en el fin del Mundo, en el Jardín del Arrebol; por cierto que alguien ha robado
el huevo de oro del Guardián del Día, y éste está furioso.
-No sé quien se lo puede haber robado -dijo
Viento del Norte, pues es increíble que alguien haya llegado hasta allí.
Los otros hermanos asintieron con la cabeza.
Y después que hubieron hablado .de sus
cosas, los hermanos Vientos se acostaron.
Cuando el niño vió que estaban dormidos,
salió de puntillas afuera y, sacando las dos plumas que le dieron los pajaritos
azules, las tiró al aire.
Al cabo de un rato los vió llegar a toda
prisa.
-¿Qué quieres de nosotros? -dijeron los
pájaros.
-Quisiera ir a la isla habitada por el
Tiempo. ¿No podríais vosotros ayudarme?
-A nosotros nos es imposible llevarte hasta
allí, pero podemos despertar a Viento del Sur y pedirle ayuda.
Los pájaros volaron hasta donde dormía el
hermano más joven de los Vientos y, al oído, le cantaron bellas canciones.
Despertó y dijo:
-¿Qué deseáis de mí, hermosos pájaros?
-Deseamos, querido Viento del Sur, que
ayudes a nuestro ami-guito a ir a la
Isla del Tiempo.
Y le condujeron donde estaba el muchacho.
El Viento dijo al niño que subiera a la
barca y que se acostase, que al salir el Sol estaría en la isla deseada.
Después de dar las gracias a Viento del Sur
y despedirse amablemente de los pájaros, el niño instalóse en la barca y
pronto se durmió.
Un airecillo perfumado le acompañó durante
el sueño y, al despertarse, se encontró en la Isla del Tiempo.
Ya la anciana le esperaba y salió a
recibirle muy contenta. Cuando el niño le entregó la manzana, vió asombrado
que, con sólo olerla, la viejecita habíase transformado en una arrogante joven,
fresca y fuerte, que con voz dulce le dijo:
-Cada noche ha venido un pájaro muy grande
preguntando por ti; al oscurecer volverá; mientras, siéntate y cuéntame tus
aventuras.
El niño así lo hizo.
A los últimos rayos solares llegó el
Guardián de la Noche. El
niño le entregó el huevo de oro, y el pájaro, agradecido, le llevó hasta su
misma casa.
Con el corazón palpitándole de alegría,
abrió la puerta de su casita y vió a la vieja sentada en la misma silla, y a su
madrecita, durmiendo, tal como las había dejado al marchar. Corrió hacia ella,
le hizo oler las maravillosas flores del arrebol y, con infinita alegría, vió
que su mamá se levantaba, fuerte y hermosa como nunca, y que, abrazándole, le
decía:
-¡Oh hijo mío, qué tonta soy! He soñado que
íbamos en busca de unas florecillas rojas y, para conseguirlas, hemos tenido
que atravesar el mar y correr muchas aventuras.
Hijo y madre se rieron del sueño.
Entonces, la anciana se levantó para
marcharse, y el niño le dijo:
-¿Qué deseas en cambio del gran favor que
nos has hecho? Y la mujer respondió:
-Sólo pido las florecillas rojas que tu
madre ha visto en sueños.
Y el niño le entregó las flores del arrebol.
132. Anonimo (suecia)
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