Una cauta tortuga y un estólido
tigre tenían sus moradas limítrofes en un delicioso bosque. La tortuga usaba y
abusaba de la astucia, frente a la torpeza de su vecino. Tanto es así, que éste
desconfiaba siempre de las propuestas tortuguiles y actuaba siempre en contra.
Cierto día, por acuerdo común, cosa rara, determinaron convertirse en pastores:
ambos comenzarían a formar el rebaño. La avispada tortuga propuso, sin darle
importancia:
-Yo compraré una cabra que será
madre de numerosas crías.
También al tigre le pareció mejor
comprar primero la hembra. Entonces, la tortuga cambió de resolución y dijo:
-Mira, amigo, si te parece, vamos a
efectuar las compras; lo haremos en poblados distintos; además, yo prefiero
comprar antes el macho cabrío, para que me ayude en las labores, hasta que
adquiera su pareja. El tigre, sin reflexionar, respondió:
-Quien comprará el macho cabrío
seré yo; siempre me estás poniendo a prueba. Tú sabes bien que el macho se
reproduce con frecuencia y pretendes engañarme, diciéndome que lo emplearás en
los trabajos domésticos.
Al oír esto, la tortuga se frotó
las manos; dio gracias a sus antepasados por haber cegado la inteligencia del
felino y le contestó, complaciente:
-Pues cómprate el macho; yo mercaré
la hembra; pero con una condición: cuando tu macho tenga la primera cría, me la
venderás y conseguirás buen dinerito.
Así lo acordaron. Al cabo de una
semana, se encontraron en el poblado con las respectivas compras, que cada cual
ponderaba, a su manera. El tigre lanzó este reto, en tono vanidoso:
-Ya veremos quién llega a tener el
rebaño más numeroso, antes de cinco años.
No dijo nada la tortuga; disimuló y
fingió estar apenada. Transcurrían los días; machos y hembras triscaban
alegres por las cercanías del poblado. Al cabo de unos meses, parió la cabra
una magnífica cría. El parto cogió fuera a la tortuga, ausente por la defunción
de un familiar. El estúpido tigre se figuró que había sido el macho el que
había parido; por eso, al regresar la tortuga, le dijo satisfecho:
-Amiga, mi macho ha parido, y ¡qué
cabritilla más sana!
-Ha sido mi cabra, la he visto, al
llegar, amamantando a la pequeña, -respondió la tortuga.
-¿Acaso soy embustero?, -repuso el
tigre furibundo. Tú vienes de viaje y desconoces lo que ha ocurrido aquí. Por
otra parte, la tierna criatura no distingue aún quién la ha engendrado. La
tortuga renunció a discutir. Lenta y silenciosamente se encaminó a casa, donde
el esposo y los hijos se le burlaron, porque tenía miedo del tigre.
Día y noche tramaba la tortuga el
modo de recobrar su cabritilla. Pasado un mes, se fue de paseo al poblado
vecino. De regreso, se puso triste, muy triste. A un kilómetro de casa, empezó
a derramar gruesas lágrimas y a lanzar gritos lastimeros. Todos los vecinos,
incluidos sus familiares y el tigre, salieron al encuentro y preguntaron por la
causa del llanto. No respondió nada, antes intensificó los sollozos y decía
gritando:
-¡Ay, suegro mío!, ¡suegro mío!
¡Ay, suegro mío!, ¡suegro mío! ¡Ay, suegro mío de mi alma! ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!,
¡mujer mía!, llora, llora tu desdicha; tu padre ha muerto en el parto!
Los circunstantes empezaban a
pensar que la tortuga o había perdido el juicio o había bebido un vaso de más.
«¿Cómo un hombre podría morir en el parto?», susurraban entre sí. Delegaron al
tigre, como de más edad, para que preguntase a la tortuga qué era lo ocurrido.
-Amiga, -le preguntó éste- no
entendemos cómo el hombre puede morir en el parto. ¿No ves que es imposible que
muera éste por ser hombre?
Inmediatamente, la astuta tortuga
cesó en sus lloros, secó las fingidas lágrimas y preguntó al tigre y
acompañantes:
-Yo tampoco entiendo cómo pudo
parir un macho cabrío. ¿No ves que resulta imposible, por ser macho?
El tigre quedó mudo y rígido como
una estatua de ébano, y confesó que la cabritilla no le pertenecía.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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