Eranse una vez dos antílopes, madre
e hijo, que gráciles saltaban por las umbrías sendas de la intrincada selva
guineana. En las largas horas de descanso, la madre aconsejaba al pequeño sobre
cómo prevenir los numerosos peligros que se esconden tras las flexibles hierbas
o las corpulentas ceibas y okumes. Entre otras cosas le decía:
-Muchos son los enemigos que nos
persiguen de muerte: unos con unos duros colmillos; otros con sus aceradas
garras; aquellos engulléndonos enteros... pero el hombre, como más inteligente,
nos tiende trampas por donde pasamos. Cuando veas un hoyo en tierra, desconfía
y aléjate de él.
Pronto el pequeño antílope comenzó
sus incursiones por el bosque, sordo a los consejos prudentes de la madre,
incluso, pres-cindiendo de su compañía.
En cierta ocasión, regresó el
delicado antilopín a la casa materna, entrada ya la noche.
-¿De dónde vienes a estas horas?
-le preguntó la madre.
-Vengo de paseo, -contestó el
antilopín.
-¿No tienes miedo a nuestros
enemigos o a encontrarte una trampa en el camino? No tendrías que salir solo;
eres muy pequeño.
-Pero, madre, tengo unas patas muy
ligeras; puedo esconderme donde no me alcanzan los enemigos; y, en cuanto a las
trampas, nunca he visto ningún hoyo; por aquí no se acercan los hombres.
-Hijo mío, sufro mucho por ti,
cuando no te tengo a mi lado.
El irreflexivo y desobediente
antilopín proseguía, un día y otro, en sus andanzas. Pudo ir salvando los
pequeños peligros que aquí y acullá le asaltaban: en cierta ocasión, fue un
águila la que estuvo a punto de atraparlo; en otra, escapó a las fauces
sanguinarias de un leopardo... pero un día, cayó en manos del hombre.
Sin darse cuenta metió sus patas
delanteras entre unas cortadas hierbas que cubrían un profundo hoyo, el cual
ocultaba la trampa temible. Allí fue el quedar atrapado el antilopín por sus
manos delanteras; allí sus gritos penetrantes y lastimeros; allí el acudir
presuroso de la madre que, impotente, increpó a su hijo.
-Hijo mío, ¡Cuántas veces te
advertí de los muchos peligros que te acechaban y, especialmente, de las
trampas y los hoyos! Pero tú no atendías mis consejos, no obedecías a mis
maternales mandatos y ahora pagas las consecuencias de tu desobediencia.
Aunque quiera, no puedo hacer nada
por ti, me alejo, para no verte sufrir y para no caer, a mi vez, en manos del
hombre.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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