Engono Mbá, desde sus tiernos años,
acompañaba a su padre a la caza, tanto con el arco como con las engañosas
trampas. A los quince años, se le reconocía en toda la comarca, merecidamente,
como el cazador que mejor manejaba el Ban (ballesta) y que trampaba con más
habilidad. Con el producto del cotidiano trabajo, consiguió casarse con siete
hermosas mujeres de diversa edad y de diferentes tribus.
Su vida organizada y de trabajo
acrecentaba su familia, al compás de los años, tañto que, en menos de dos
lustros, se vio rodeado de veinticuatro hijos e hijas, vivarachos y decididos,
como sus progenitores. En cambio, los hermanos carnales de Engono Mbá, a causa
de la muerte de su padre, se quedaron solterones, vagos y borrachos.
La ruin envidia empezó a anidar en
el corazón de los hermanos solteros, testigos de la alegría y prosperidad que
llenaban el hogar del laborioso Engono Mbá.
Cierto día, el mayor de aquellos,
Ngom Efá Mbá, no pudo contener más el odio que roía su corazón y confabuló a
los demás hermanos para acabar con Engono Mbá. Todos ellos dieron su sí
fratricida y, a partir de entonces, buscaban la forma de matarlo.
Una mañana en que las finas
lloviznas, presagio de mal agüero, caían lentas sobre el poblado, los
envidiosos hermanos se congregaron en el abaá. El más astuto de ellos, en tono
despectivo, reclamó de Engono Mbá que les encendiese una hoguera en el «salón»,
para alejar el frío de la húmeda mañana.
Engono Mbá, consciente de su dignidad
como jefe de familia numerosa, no accedió a la humillante demanda de los
hermanos. La chispa de la envidia provocó entonces la hoguera de insultos,
amenazas y violentas agresiones. Ninguno de los hermanos se atrevía a luchar
singularmente contra Engono Mbá, pues conocían la valentía y destreza
ofensivo-defensiva del adversario. Egom Efá, temeroso de perder la favorable
ocasión, saltó, cual leopardo herido, fuera del grupo, gritando:
-Hincad, hincad a ese dios, a ese
rico del poblado una estaca de palo rojo en la nuca. Acabemos, de una vez, con
él, sea como sea.
«¿Qué haré, -se preguntaba Engono
Mbá- para escapar a esta amenaza?». Con el fulgor de un relámpago, cruzó su
mente una idea salvadora: «Iré en busca de mi vieja ballesta». Conocedor de las
tácticas felinas, se fue distanciando de los atacantes, y llegó al dormitorio,
de cuyas paredes pendía la mortífera ballesta, siempre a punto. Como si saliese
acompañado de veinte guerreros, se plantó, valiente, ante sus hermanos y
suplicó de este modo a Egom Efá:
-Hermano, nunca he matado ni
deseado matar a nadie y menos a ti, que eres mi hermano; tenemos una misma
sangre; nuestro padre nos está viendo desde el mundo de los muertos; te ruego,
pues, que depongas tu furor y calmes a nuestros hermanos. Si mis mujeres, hijos
y riquezas son la causa de vuestra negra envidia, os prometo, ante Dios y por
nuestros difuntos, que os repartiré la tercera parte de mis bienes. Cuanto
poseo es fruto de mis trabajos y de las bendiciones de Dios; a nadie he robado
lo más mínimo.
Los ruegos fraternos y
conciliadores de Engono Mbá no hicieron mella en el duro corazón de Egom Efá,
esclavo de un maldito plan. Por el contrario, enardecido por la ira, cosía los
dientes contra los labios y se aprestaba a ejecutar la amenaza. Entonces, Engono
Mbá, confesando una vez más su inocencia y que no tomaba él la iniciativa
fratricida, suplicó a su hermano que no avanzara un paso más. Ante la negativa,
tensó la ballesta; voló el envenenado (eny) bambú que vació el ojo derecho de
Egom Efá y le perforó el cráneo. Su cuerpo cayó redondo en medio de los
vengativos hermanos que escaparon, amedrentados, de la justa defensa de Engono
Mbá.
No desestimemos las cosas por su
antigüedad; en momentos de peligro, nos pueden sacar de apuro.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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