En el poblado de Adurelang -Nsomo,
vivía un hábil cazador de animales, llamado Mbomio Mba.
Cierto día salió a visitar la finca
de yuca y cacahuete que constituía la esperanza de la familia para el año
venidero. Con dolor comprobó que los animales le habían destrozado toda la
comida. Mbomio Mba aceptó resignado la desgracia por dos razones: porque tal
suele ser la conducta de los animales salvajes, y porque éstos lo tenían por el
enemigo número uno. Eso sí, prometió vengarse del desastre.
En los lugares de acceso a la finca
cavó hoyos idóneos para el trampeo. Con el fin de disimular las trampas, cubrió
los hoyos con hojas secas, y esparció por encima una tenue capa de tierra.
Hacía falta ser inteligente -y no incauto animal- para no caer en el armadijo.
Después Mbomio Mba regresó a su casa con la intención de volver a visitar las
trampas al cabo de cinco días, que era el tiempo habitual en tales casos.
A las pocas horas, una boa
hambrienta salió en busca de presa. Reptaba desprevenida por el sendero que
conducía a la finca de Mbomio Mba. De repente, se encontró en el fondo de un
profundo hoyo. Con estridentes silbidos comenzó a pedir socorro a los
habitantes del bosque.
Ninguno de los que oyeron sus súplicas
le prestó auxilio: todos alegaban que era muy ingrata y vengativa.
El grácil antílope acertó a pasar
vecino y oyó los lastimeros silbidos de la boa. Acercóse al hoyo y le preguntó:
-¿Qué haces en ese hoyo tan
profundo?
-He tenido la desgracia de caer en
la trampa -contestó la serpiente- llevo rato y rato pidiendo socorro. Nadie me quiere
sacar; a ver si tú, amigo antílope, me echas una mano, pues estoy muerta de
hambre y de sed.
El compasivo antílope le respondió:
-No tengo inconveniente en
ayudarte; -y le echó un grueso tronco. Fuera ya del hoyo, habló el antílope:
-¿En algo más puedo servirte?
-Espera -dijo la boa-; tengo algo
que decirte: Mira, llevo varios días sin comer, ni beber; tú eres el único
animal que tengo a mano; quiero aprovechar la oportunidad; prepárate, pues voy
a engullirte, al instante.
-¡Qué ingrata eres!; exclamó el
antílope que se alejó con rápida carrera. En vano quiso perseguirlo la
desgraciada serpiente.
Entonces el antílope denunció a la
boa ante el tribunal del erizo, que era ese año el príncipe de la comarca. Pero
éste, por temor a caer un día en las fauces de la boa, falló en favor de la
misma.
El antílope no acató la sentencia y
acudió ante el mono, que, después de oídas ambas partes, se declaró
incompetente en pleitos de tierra firme, pues su vida transcurre por las copas
de los árboles.
Acudieron a casa del ratón, que
gozaba de autoridad y prestigio en los contornos. Por motivos parecidos a los
del erizo, dio la razón a la boa.
Contrariado el antílope formuló el
último recurso en el tribunal supremo del viejo jefe de los animales: la
tortuga.
Esta, después de unos minutos de
reflexión, dijo a los litigantes:
-Para poder fallar con justicia,
tengo que reconstruir los hechos. Iremos al bosque y examinaré en qué posición
se encontraba la boa, cuando el antílope le prestó auxilio.
Así lo hicieron. Y, cuando la boa
se hallaba en el fondo del hoyo, dictaminó la tortuga:
-Que siga la boa donde está; que
nadie le preste socorro, por no saber corresponder a los favores recibidos.
El antílope dio gracias a la
tortuga que, con su astucia, premió merecida-mente la ingratitud. Y ambos se
separaron, como buenos amigos.
A la mañana siguiente, fue Mbomio
Mba a revisar las trampas. Antes de llegar a la finda, oyó los silbidos de la
boa atrapada en el hoyo. Sin pérdida de tiempo, llamó a su mujer que le seguía
unos metros detrás con el machete y el nkué. No le valió a la ingrata serpiente
su conocida astucia y, así, Mbomio Mba le cortó la cabeza de un machetazo.
111. anonimo (guinea ecuatorial)
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