Había un hombre viudo que se llamaba
Prudente y que vivía con su hija. Su mujer había muerto pocos días después del
nacimiento de la niña, que se llamaba Rosalía.
El padre de Rosalía era rico y vivía en una
gran casa que era de su propiedad. La casa estaba rodeada de un gran jardín, en
donde Rosalía iba a pasearse siempre que quería.
Había sido criada con mucho cariño, pero su
padre la acostumbró a una estricta obediencia. Le tenía prohibido dirigirle
preguntas inútiles e insistir para saber lo que él no quería decirle. Casi
había logrado a fuerza de cuidados y vigilancia desarraigar en ella un defecto
desgraciadamente muy común: la curiosidad.
Rosalía no salía nunca del parque, que
estaba rodeado de elevados muros. Nunca veía a nadie más que a su padre, pues
en aquella casa no había ningún criado y todo parecía hacerse por sí solo.
Rosalía tenía siempre lo que le hacía falta en vestidos, libros, labores y
juguetes. Su padre la educaba por sí mismo y Rosalía, aunque tenía cerca de los
quince años, no se aburría y no pensaba en que podía vivir de otro modo.
Al final del parque que rodeaba la casa
había una casita sin ventanas y con una sola puerta siempre cerrada. El padre
de Rosalía entraba en ella todos los días y llevaba siempre la llave de la
puerta encima. Rosalía creía que aquella casita servía únicamente para guardar
las herramientas del jardín y nunca había pensado en hablar acerca de ello.
Un día que buscaba una regadera para sus
flores, Rosalía dijo a su padre:
-Padre mío, déme usted la llave de la casita
del jardín.
-¿Para qué la quieres, Rosalía?
-Necesito una regadera y pienso que allí tal
vez habrá una.
-No, Rosalía. No hay ninguna regadera allí
dentro.
La voz de Prudente estaba tan alterada al
pronunciar estas palabras que Rosalía le miró y vió con sorpresa que estaba muy
pálido y que el sudor inundaba su frente.
-¿Qué le pasa, padre? -preguntó Rosalía,
asustada.
-Nada, hija mía, nada.
-Ha sido mi petición la que le ha
trastornado a usted tanto. ¿Qué hay en esa casa, que le causa un terror tan
grande?
-Rosalía, no sabes lo que dices. Vete a
buscar la regadera en el invernadero.
-Pero, ¿qué hay, pues, en la casita?
-Nada que te interese, Rosalía.
-¿Por qué, pues, va usted a ella todos los
días y no me deja que le acompañe?
-Rosalía, ya sabes que no me gustan las
preguntas. La curiosidad es un defecto muy feo.
Rosalía no dijo nada más, pero se quedó muy
pensativa. La casita, en la cual nunca había pensado hasta entonces, la tenía
ahora muy preocupada.
"¿Qué habrá allí dentro? -se decía.
¡Mi padre ha palidecido cuando le he dicho que me dejase entrar en ella!... Eso
es que cree que si entraba yo correría algún peligro. Pero, entonces, ¿por qué
va él allí todos los días? Sin duda hay encerrada una bestia feroz y él le
lleva de comer... Pero si hubiese una fiera yo la oiría rugir o agitarse en su
prisión. Nunca se oye ruido en la casita, por lo tanto no hay en ella ninguna
bestia. Además, si la hubiese, devoraría a mi padre cuando va... a menos que
esté sujeta con una cadena... Pero si está atada no hay peligro para mí
tampoco. ¿Qué habrá allí? ¡Un prisionero! ¡Pero no, porque mi padre es bueno y
no querría privar de aire y de libertad a un pobre inocente!... Necesito
descubrir este misterio... ¿Cómo me las arreglaré? ¡Si pudiese quitarle a mi
padre la llave, aunque sólo fuese por media hora!... Puede que algún día se la
deje olvidada..."
Su padre interrumpió estas reflexiones
llamándola con voz alterada:
-¡Rosalía!
-¡Aquí estoy, padre mío!
La muchacha volvió a casa corriendo y
examinó a su padre, cuyo rostro pálido y descompuesto indicaba una fuerte
agitación.
Esto la intrigó más aún y resolvió fingir
alegría y despreocupación para que su padre recobrase la confianza.
Era la hora de la comida. Prudente comió
poco y estuvo silencioso y triste a pesar de sus esfuerzos para no parecerlo.
Rosalía, en cambio, estuvo tan alegre y despreocupada que su padre acabó por
tranquilizarse completamente.
Rosalía iba a cumplir quince años dentro de
tres semanas; su padre le había prometido para el día de su cumpleaños una
agradable sorpresa.
Pasaron unos cuantos días y ya sólo faltaban
quince para la fecha fijada.
Una mañana, Prudente dijo a Rosalía:
-¡Hija mía! Tengo que marcharme de casa
durante una hora. A causa de la fiesta de tu cumpleaños tengo que salir.
Espérame sin moverte de la casa y, créeme, Rosalia, no te dejes dominar por la
curiosidad. Dentro de quince días sabrás lo que tanto deseas saber, pues leo en
tus pensamientos y sé lo que te tiene preocupada. Adiós, hija mía, y guárdate
de la curiosidad.
Prudente abrazó con ternura a su hija y se
marchó como si le supiese mal tenerse que alejar de ella.
Apenas se hubo marchado, Rosalía corrió al
cuarto de su padre y ¡con alegría vió la llave de la casita del jardín olvidada
encima de la mesa!
La cogió y, sin tomar aliento, corrió hasta
el extremo del jardín; al llegar junto a la casita se acordó de las palabras de
su padre: "Guárdate de la curiosidad", vaciló y estuvo a punto de
volver sobre sus pasos sin haber mirado en el interior de la casita. Pero
precisamente entonces oyó un largo gemido. Se acercó a la puerta y oyó una
vocecita que cantaba en voz baja:
-...
¡Estoy prisionera
de
mala manera!
¡No
puedo salir
y
aquí he de morir!
"¡No hay duda! -se dijo Rosalía. ¡Aquí
dentro hay una desgra-ciada criatura que mi padre ha encerrado!"
Y, golpeando suavemente en la puerta,
preguntó:
-¿Quién sois y qué puedo hacer para
serviros?
-¡Ábreme, Rosalía! ¡Por favor, ábreme!
-Pero, ¿por qué estáis prisionera? ¿Habéis
cometido algún crimen?
-¡Ay, no, Rosalía! Es un encantador quien me
retiene. Sálvame y te testimo-niaré mi reconocimiento contándote quién soy.
Rosalía ya no dudó más. Su curiosidad pudo
más que su obedien-cia y, metiendo la llave en la cerradura, trató de abrir. Temblaba
de tal manera que no acertaba e iba a renunciar a ello cuando la vocecita
continuó diciendo:
-Rosalía, lo que tengo que decirte es para
ti muy interesante. Tu padre no es lo que aparenta ser.
Al oír estas palabras, Rosalía hizo un
último esfuerzo. La llave rechinó al dar la vuelta en la cerradura y la puerta
se abrió.
Rosalía miró ávidamente. El interior estaba
muy oscuro y no se veía nada. Sin embargo, oyó la vocecita que decía:
-¡Gracias, Rosalía! ¡A ti te debo mi
libertad!
La voz parecía venir del suelo. Rosalía miró
y vio en un rincón dos ojillos brillantes que la miraban con malicia.
-Mi treta ha tenido éxito, pues si no
hubiese cantado y hablado te hubieras vuelto a tu casa y yo hubiese estado
perdida sin remedio. Ahora que me has libertado, tú y tu padre estáis en mi
poder.
Rosalía, sin comprender aún la extensión del
daño que acababa de causar por su desobediencia, adivinó, sin embargo, que
aquella era una peligrosa enemiga que su padre retenía cautiva y quiso
retirarse y volver a cerrar la puerta.
-¡Alto, Rosalía! -chilló la voz. Ya no
puedes retenerme en esta odiosa prisión de donde no habría salido nunca s:
hubieras tenido paciencia para esperar que cumplieses tus quince años.
En el mismo instante la casita desapareció.
Sólo la llave quedó en las manos de la consternada muchacha. Vió entonces junto
a ella a una ratita gris que la miraba con sus ojillos relucientes y que se
puso a reír con voz discordante.
-¡Ji, ji, ji! ¡Qué aspecto tan asustado
tienes, Rosalía! En verdad que me diviertes enormemente. ¡Qué buena muchacha
has sido al ser tan curiosa! ¡Hacía ya cerca de quince años que estaba en
aquella odiosa prisión no pudiendo hacer ningún daño a tu padre, a quien odio,
y a ti, a quien detesto por ser su hija!
-¿Quién eres, pues, infame ratita?
-¡Soy la enemiga de tu familia, niña mía! Me
llaman el Hada Detestable y te aseguro que llevo muy bien el nombre. Todo el
mundo me detesta y yo detesto a todo el mundo. Te seguiré a todas partes,
Rosalía.
-¡Déjame en paz, miserable! Una rata no es
de temer, y ya hallaré el modo de desembarazarme de ti.
-Ya lo veremos, niñita; por lo pronto, me
voy contigo. Rosalía escapó corriendo hacia su casa. Cada vez que volvía la
cabeza veía a la rata que galopaba tras ella mientras se reía burlonamente. Al
llegar a la casa quiso aplastar la rata con el quicio de la puerta, pero ésta
se mantuvo abierta a pesar de sus esfuerzos, mientras la rata se pavoneaba
tranquilamente en el umbral.
-¡Ahora verás, animalucho! -exclamó Rosalía,
fuera de sí por la rabia y el espanto.
Cogió una escoba e iba a golpear a la rata
cuando la escoba ardió y le quemó las manos; entonces la tiró al suelo y la
empujó con el pie a la chimenea para que no se quemase la casa. Después cogió
una caldera de agua hirviendo y la echó sobre su enemiga; pero el agua
hirviente, al caer, se había vuelto leche fresca y la rata se puso a beberla,
diciendo:
-¡Qué amable eres, Rosalía !¡No contenta con
haberme libertado, ahora me proporcionas un excelente almuerzo!
La pobre Rosalía se puso a llorar
amargamente. Ya no sabía qué hacer, cuando oyó llegar a su padre.
-¡Mi padre! -dijo-. ¡Mi padre! ¡Oh rata, por
favor, vete, para que mi padre no te vea!
-No me iré, pero me esconderé detrás de tus
talones hasta que tu padre sepa tu desobediencia.
Apenas la rata se había acurrucado tras de
Rosalía, cuando Prudente entró. En seguida miró a su hija, cuyo aspecto y
palidez denotaban su espanto, y dijo con voz temblorosa:
-Rosalía, me he dejado en casa la llave de
la casita, ¿la has encontrado?
-Aquí la tengo, padre mío -dijo Rosalía
poniéndose muy colorada.
-¿Por qué hay leche en el suelo?
-El gato ha sido.
-¿Cómo el gato? El gato no puede haber
tirado esa caldera al centro de la habitación.
-No, padre mío. Yo la he volcado al traerla.
Rosalía hablaba con voz baja y no se atrevía
a mirar cara a cara a su padre.
-Coge la escoba, Rosalía, y quita la crema
de aquí.
-Es... que... no está la escoba.
-¡Bien estaba cuando yo he salido!
-La he quemado yo... sin darme cuenta...
mientras...
Rosalía se detuvo. Su padre la miró
fijamente, suspiró y se dirigió lentamente hacia la casita del jardín. Rosalía
se sentó en una silla, sollozando. La rata ni se movió. Pocos instantes
después, Prudente entró precipitadamente y, con la cara alterada por el
espanto, dijo:
-¿Qué has hecho, desgraciada? Has cedido a
la curiosidad y has libertado a nuestra más cruel enemiga.
-¡Perdóneme usted, padre! Yo ignoraba el
daño que hacía -exclamó Rosalía arrojándose a sus pies.
-Eso es lo que sucede siempre cuando se
desobedece, Rosalía. Creemos no obrar mal y hacemos un daño inmenso a los
demás.
-Pero, padre mío, ¿quién es esa rata que de
tal modo le asusta? ¿Cómo, si tiene tanto poder, la retenía prisionera y por
qué no podía volverla a encerrar de nuevo?
-Esa rata, hija mía, es un Hada mala y
poderosa; yo mismo soy el Genio Prudente y, puesto que has libertado a tu
enemiga, voy a revelarte lo que sólo te hubiera podido decir después de cumplir
tú los quince años.
"Yo soy, pues, como te decía, el Genio
Prudente; tu madre era una simple mortal, pero sus virtudes y su belleza
comnovieron a la Reina
de las Hadas y al Rey de los Genios y me dieron permiso para casarme con ella.
"Di grandes fiestas cuando mis bodas,
pero desgraciadamente me olvidé de convidar a ellas al Hada Detestable, quien,
ya irritada por mi casamiento con una Princesa terrestre después de haber
rehusado la mano de una de sus hijas, me juró un odio implacable, lo mismo que
a mi mujer.
"No me asusté de sus amenazas porque mi
poder casi igualaba al suyo y además la Reina de las Hadas me quería mucho. Varias veces
impedí con mis encantamientos los efectos del odio de Detestable. Pero pocas
horas después de tu nacimiento, tu madre sintió unos dolores muy fuertes que no
pude calmar. Entonces me ausenté un momento para invocar el auxilio de la Reina de las Hadas. Cuando
volví, tu madre ya no existía: la infame Hada había aprovechado mi ausencia
para hacerla morir y entonces estaba ocupada en dotarte con todos los vicios
imaginables. Por fortuna llegué yo entonces y paralicé su maldad, pero ya te
había dotado de Curiosidad, que es lo que ha causado tu desgracia y es la
causante de que ahora estés bajo su completa dependencia. Por mi poder, unido
al de la Reina
de las Hadas, disminuimos su maleficio en lo posible. Al mismo tiempo la Reina , para castigar a Detestable,
la transformó en rata, la encerró en la casita que vistes y declaró que no
podría salir de ella a menos que tú, Rosalía, le abrieses la puerta. Además
decretó que no podría volver a tomar su forma de Hada más que en el caso de que
sucumbieses por tres veces a la curiosidad antes de la edad de quince años, y
que si al menos resistías una sola vez a tu funesto vicio quedarías para
siempre, lo mismo que yo, libertada del poder de Detestable. No obtuve estos
favores más que después de mucho trabajo, Rosalía, y prometiendo que yo
compartiría tu suerte y que sería, como tú, esclavo de Detestable si tú
sucumbías por tres veces a la curiosidad. Desde entonces me dediqué a educarte
de modo que mi influencia destruyese en ti el fatal defecto que podía ser causa
de tantas desgracias.
"Por eso te encerré en esta casa sin
criados y no te permití ver a tus semejantes. Yo te procuraba, valiéndome de mi
poder mágico, todo lo que podías desear, y ya me felicitaba de haber logrado mi
objeto, pues sólo faltaban tres semanas para cumplirse el plazo, cuando he aquí
que se te ocurrió pedirme la llave en la que nunca hasta entonces habías
pensado. No pude ocultarte la dolorosa impresión que me produjo tu petición; al
turbarme se excitó tu curiosidad y, a pesar de tu alegría y de tu
despreocupación ficticia, adiviné tus pensamientos. ¡Calcula mi dolor cuando la Reina de las Hadas me ordenó
hacer la tentación posible y la resistencia meritoria dejando la llave a tu
alcance cuando menos una vez! Tuve, pues, que obedecer y dejarte la llave,
facilitándote con mi ausencia los medios de sucumbir. Imagínate, Rosalía, lo
que he sufrido durante la hora en que te he dejado sola y mi pena al ver tu
turbación, que demasiado me indicaba que no habías tenido el valor de resistir.
Tampoco podía decirte cuál era tu nacimiento y los peligros que habías corrido,
hasta el día que cumplieses los quince años, so pena de verte caer en poder de
Detestable.
"Y ahora, Rosalía, no está todo
perdido; puedes aún redimir tu falta resistiendo en estos quince días a tu
funesta inclinación. Debías casarte con un Príncipe pariente tuyo, el Príncipe
Gracioso; esta unión aún es posible.
"¡Ay Rosalía, querida hija mía, por piedad
hacia ti, si no por mí, ten valor y resiste!
Rosalía estaba entre las rodillas de su
padre y lloraba amarga-mente con la cara escondida entre sus manos. Al oír
estas últimas palabras cobró un poco de ánimo y, abrazándole tiernamente, le
dijo:
-¡Sí, padre mío, se lo juro, yo repararé mi
falta y buscaré a su lado el valor que podría faltarme estando privada de su
paternal vigilancia!
-¡Ay Rosalía, ya no me es posible quedarme a
tu lado!
Ahora estoy bajo el poder de mi enemiga, y
ella no me dejará que te advierta de los lazos que va a tenderte su maldad. Me
extraño de no haberla visto aún, pues el espectáculo de mi aflicción debe serle
muy agradable.
-¡Estaba cerca de ti y junto a los pies de
tu hija! -dijo la rata gris con su vocecita agria, mostrándose al desgraciado-.
Me he divertido mucho con el relato de lo que yo te he hecho sufrir y ésta es
la causa de no haberme presentado antes. Dile adiós a tu querida Rosalía, pues
me la llevo y te prohibo que la sigas.
Dichas estas palabras, cogió la falda de
Rosalía con sus agudos dientes y quiso arrastrarla con ella. Rosalía empezó a
gritar mientras se agarraba a su padre; pero una fuerza irresistible se la
llevaba. El infortunado Genio cogió un palo y lo levantó para golpear con él a
la rata, pero antes de que tuviera tiempo de dejarlo caer, la rata puso su
patita sobre el pie del Genio, que se quedó entonces inmóvil como una estatua.
Rosalía se había abrazado a las rodillas de su padre y pedía misericordia a la
rata, pero ésta, riendo diabólicamente, le dijo:
-Ven, ven, amiguita. No es aquí en donde
sucumbirás las dos veces que te faltan a tu gentil defecto; vamos a correr el
mundo las dos juntas en estos quince días.
La rata tiraba siempre de Rosalía, cuyos
brazos enlazados alrededor de su padre resistían a la fuerza extraordinaria
que empleaba su enemiga. Entonces la rata profirió un grito rabioso y
súbitamente toda la casa empezó a arder. Rosalía tuvo la suficiente presencia
de ánimo para reflexionar que dejándose quemar perdía todo medio de salvar a su
padre, el cual quedaría ya para siempre bajo el poder de Detestable.
-¡Adiós, padre mío! -exclamó. ¡Hasta dentro
de quince días! ¡Su Rosalía le salvará después de haberle perdido!
Y marchó corriendo para no ser devorada por
las llamas.
Anduvo durante algún tiempo no sabiendo a
dónde dirigirse; al fin, cansada y medio muerta de hambre, se atrevió a
acercarse a una buena mujer que estaba sentada a la puerta de su casa.
-Señora -dijo-, dejadme guarecer aquí; me
muero de hambre y de fatiga y no sé donde pasar la noche.
-¿Cómo es que siendo tan guapa vas sola por
los caminos? ¿Y quién es esta bestezuela que te acompaña con cara de demonio?
Rosalía volvió la cabeza y vió a la rata
gris que la miraba con cara burlona. Quiso hacerla marchar de su lado, pero la
rata rehusaba obstinadamente. La buena mujer, viendo esta lucha, inclinó la
cabeza y dijo:
-Sigue, sigue tu camino, hermosa. Yo no
alojo en mi casa al diablo y sus protegidos.
Rosalía se puso a llorar y siguió andando en
busca de un refugio; pero en todas partes rehusaron admitirla a causa de la rata
que la acompañaba. Andando, andando, entró en un bosque en donde halló
felizmente un arroyo en el que apagar su sed y frutas en abundancia; bebió,
comió y se sentó junto a un árbol pensando con inquietud en su padre. Mientras
reflexionaba tenía los ojos cerrados para no ver a la maldita rata gris. La fatiga
y la oscuridad trajeron al sueño y Rosalía se quedó profundamente dormida.
Mientras la joven dormía, el Príncipe
Gracioso cazaba en aquel bosque a la luz de las antorchas. Un cuervo perseguido
por los perros fué a acurrucarse cerca de la mata junto a la que descansaba
Rosalía. De repente los perros cesaron de ladrar y se agruparon
silenciosamente. El Príncipe bajó de su caballo, intrigado, y recibió una gran
sorpresa al ver a la hermosa joven apaciblemente dormida. Al examinarla de
cerca vió en sus mejillas huellas de lágrimas. El traje de Rosalía, aunque no
era llamativo, denotaba en su poseedora más que bienestar; sus lindas manos,
sus cabellos de color castaño cuidadosamente recogidos con un peine de oro, sus
elegantes zapatos y un collar de perlas finas en torno de su cuello dejaban
traslucir su elevada alcurnia.
El Príncipe, estupefacto, no se cansaba de
mirar a Rosalía. Ninguna de las personas de su corte que ahora se hallaban
junto a él la conocía. Inquieto por su sueño tan profundo, Gracioso le cogió la
mano con suavidad, pero Rosalía continuó durmiendo.
-No puedo abandonar así a esta desgraciada
niña que, sin duda, ha sido extraviada a propósito, víctima de alguna odiosa
maquina-ción. Pero ¿cómo llevárnosla dormida?
-Príncipe -le dijo su montero Hubert, ¿no
podríamos trans-portarla en unas parihuelas hechas con ramas?
-Es una buena idea -dijo el Príncipe. Haced
las parihuelas y llevadla en ellas a mi palacio. Esta joven debe de ser de alto
naci-miento y es bella como un ángel.
Hubert y los restantes cazadores arreglaron
pronto las parihuelas, sobre las cuales extendió el Príncipe su propio manto.
Después, aproximándose a Rosalía, la cogió en sus brazos y la puso sobre el
manto. En aquel instante Rosalía parecía soñar y murmuró en voz baja:
-¡Padre mío... padre mío... salvado para
siempre! ¡La Reina
de las Hadas... el Príncipe Gracioso... ya lo veo... ya lo veo... qué guapo es!
El Príncipe, sorprendido al oír pronunciar
su nombre, no dudó ya de que Rosalía era una Princesa bajo el yugo de un
encantamiento y dió orden a sus criados de que anduvieran despacio para que el
movimiento no despertase a Rosalía.
Al llegar al palacio, el Príncipe Gracioso
hizo preparar la cámara de la
Reina y, no queriendo que nadie tocase a la joven, la llevó
él mismo en brazos hasta la cama y recomendó a las doncellas que habían de
servirla que le avisasen cuando despertase.
Rosalía durmió hasta el día siguiente muy
tarde; miró a su alrededor sorprendida y, como no vió a la maligna rata, se
quedó muy contenta.
-¿Será -dijo- que estoy en casa de algún
Hada más poderosa que Detestable?
Se levantó y fué a la ventana; desde allí
vió hombres de armas y oficiales con brillantes uniformes. Cada vez más
sorprendida, iba a llamar a uno de aquellos hombres que ella creía otros tantos
encantadores, cuando oyó pasos en su habitación. Al volverse vió al Príncipe
Gracioso que iba vestido con un traje de caza muy elegante y estaba mirándola
con admiración. Rosalía reconoció en él inmediatamente al Príncipe de su sueño
y exclamó involuntariamente:
-¡El Príncipe Gracioso!
-¿Me conocéis, señorita? -dijo el Príncipe,
sorprendido.
-No os he visto más que en sueños, Príncipe -dijo
Rosalía ruborizándose.
Rosalía le contó entonces todo lo que le
había dicho su padre el día anterior y le confesó candorosamente su culpable
curiosidad y las fatales consecuencias que había tenido para ella y para su
padre.
El Príncipe, por su parte, le contó como le
había encontrado dormida en el bosque y añadió:
-Lo que vuestro padre no os ha dicho,
Rosalía, es que la Reina
de las Hadas, nuestra pariente, había decidido que me casara con vos cuando
tuvieseis quince años. Sin duda es ella misma la que me ha inspirado el deseo
de ir a cazar por la noche a fin de poderos encontrar en el bosque. Puesto que
tendréis quince años dentro de pocos días, Rosalía, podéis considerar el
palacio como vuestro y mandar en él como Reina y Señora. Pronto estará libre
vuestro padre y podremos celebrar nuestras bodas.
Rosalía dió las gracias a su primo y le
acompañó en un paseo por el palacio. Al llegar al invernadero vio una pequeña
rotonda adornada con flores escogidas. En medio de ellas había como un árbol
cubierto por completo de una tela muy recia.
Rosalía admiró mucho todas las flores; creía
que el Príncipe iba a levantar o romper la tela de aquel árbol misterioso, pero
vió que se disponía a marcharse sin haber hablado de ello.
-¿Qué es este árbol tan bien envuelto,
Príncipe? -preguntó Rosalía.
-Éste es mi regalo de bodas; por eso no os
lo enseñaré hasta que hayáis cumplido los quince años, Princesa -dijo Gracioso.
-Pero... ¿qué es lo que hay debajo de la
tela? -insistió Rosalía.
-Dentro de pocos días lo sabréis. Y estoy
seguro de que mi regalo os gustará.
-¿Y no puedo verlo antes?
-No, Rosalía. La Reina de las Hadas me lo ha
prohibido. Espero que me querréis lo suficiente para detener durante algunos
días vuestra curiosidad.
Estas últimas palabras hicieron temblar a
Rosalía, trayéndole a la memoria la rata gris y las desgracias que caerían
sobre ella y sobre su padre si se dejaba arrastrar por la tentación. No habló,
pues, más de la tela misteriosa y continuó su paseo. El día siguiente y los que
siguieron se pasaron en fiestas, partidas de caza y paseos. El Príncipe y
Rosalía veían acercarse alegremente el día de su casamiento; el Príncipe porque
amaba ya tiernamente a su prima, y Rosalía porque quería al Príncipe, porque
pronto vería a su padre y también… porque deseaba ardientemente saber lo que
era el bulto informe de la rotonda. Pensaba en ello sin cesar; por la noche
tenía sueños en los que entraba la tela que cubría el árbol misterioso, y
durante el día tenía que contenerse con toda su voluntad para no tratar de descubrir
el misterio.
Por fin llegó el último día de espera; al
día siguiente Rosalía cumplía los quince años. El Príncipe estaba muy ocupado
en los preparativos de la boda, a la que iban a asistir todas las Hadas
conocidas suyas y la
Reina. Rosalía se halló, pues, completamente sola aquella
mañana y fué a pasearse reflexio-nando acerca de la felicidad del día siguiente.
Maquinalmente se dirigió al invernadero y entró en él pensativa y risueña. Poco
después estaba ante la tela que cubría el tesoro.
-Mañana -dijo- sabré por fin el misterio que
cubre esta tela... Si quisiera podría saberlo desde ahora, pues veo algunas
aberturas por las que me sería fácil atisbar... ¿Y quién lo sabría?... Por
mirar un poco... ¡Y además que, puesto que mañana será mío, bien puedo echarle
hoy un vistazo!...
Miró en torno con disimulo y, no viendo a
nadie por allí cerca, se olvidó por completo, en su deseo extremo de satisfacer
su curiosidad, de las bondades del Príncipe y de los peligros que le amenazaban
si cedía a la tentación. Metió uno de sus dedos en una de las minúsculas
aberturas y tiró ligeramente para hacerla mayor.
En el mismo instante la tela se desgarró de
arriba abajo con un ruido parecido al del trueno y ofreció a los ojos de
Rosalía un árbol cuyo tronco era de coral y las hojas de esmeralda. Los frutos
que estaban abundantemente repartidos por el árbol eran otras tantas perlas y piedras
preciosas de todos los colores, tan grandes como los frutos que representaban.
Pero apenas había visto aquel árbol sin
igual, cuando un ruido mayor que el anterior la sacó de su éxtasis. Rosalía se
sintió levantar y transportar a una llanura desde la que vió como se derrumbaba
el palacio del Príncipe su prometido. Gritos horrorosos salían de entre las
ruinas y el Príncipe mismo salía de entre los escombros, ensangrentado y con
las ropas hechas jirones. Se acercó y dijo a la joven tristemente:
-¡Rosalía, ingrata Rosalía, mira a qué
estado me has reducido! Después de lo que acabas de hacer, ya no dudo que
cederás por tercera vez a la curiosidad, consumando mi desgracia, la de tu
padre y la tuya propia. ¡Adiós, Rosalía!
Una vez hubo dicho esto, se alejó.
Rosalía, puesta de rodillas e inundada de
lágrimas, le llamaba; pero el joven desapareció sin querer volverse a
contemplar su sincera desesperación.
Estaba a punto de desmayarse cuando oyó la
risa crispadora de la rata gris.
-¡Dame las gracias, Rosalía, porque he sido
yo quien te ha ayudado! De noche te enviaba aquellos sueños y de día no te
dejaba en paz. Además fuí yo quien hizo los agujeros para que pudieses mirar.
Creo que sin estas últimas astucias estabas completamente perdida para mí, lo
mismo que tu padre. ¡Otro pecadillo más y serás mía para siempre!
Y la rata, en su alegría infernal, se puso a
bailar en torno de la muchacha. Pero las palabras que había dicho su enemiga no
la habían encolerizado.
-Esto sobreviene por mi culpa -se dijo la
joven; sin mi fatal curiosidad y sin mi culpable ingratitud, la rata gris no
hubiera logrado hacerme cometer esta indigna acción que ahora me toca expiar.
Ya sólo quedan unas horas para que se cumpla el plazo y de mí dependen la
felicidad de mi padre, la de mi querido Príncipe y la mía.
Rosalía no quiso moverse de frente a las
ruinas del palacio de su primo, y la rata gris no pudo, a pesar de sus
esfuerzos, hacerla salir de aquel sitio.
Todo el día transcurrió de este modo.
Rosalia padecía cruelmente a causa de la
sed.
-¿No debo sufrir aún mucho más -se decía- para castigarme por lo que he hecho sufrir a mi padre y a mi primo? Aquí
esperaré mis quince años.
Empezaba a hacerse de noche, cuando una
vieja que pasaba por allí se acercó y le dijo:
-Hermosa niña, ¿querrías hacerme el favor de
guardarme esta cajita, que pesa mucho, mientras yo voy a visitar una parienta
mía que vive aquí cerca?
-Con mucho gusto, señora -dijo Rosalía.
La vieja le entregó la cajita diciéndole:
-Gracias. No estaré mucho rato ausente. No
mires lo que hay dentro de la caja porque contiene cosas... contiene unas cosas
como tú nunca has visto... y como nunca más verás. No la aprietes muy fuerte,
pues está hecha de corteza de árbol y podría romperse... y verías lo que
contiene... y nadie debe ver lo que hay encerrado en ella.
Mientras decía estas palabras se marchó.
Rosalia puso la caja junto a ella y reflexionó en todo lo que le había sucedido
hasta entonces. Era ya de noche y la vieja no volvía. Rosalía echó una ojeada a
la cajita y vió con sorpresa que alumbraba el suelo de alrededor.
-¿Qué debe ser lo que brilla en el interior
de la caja?
La cogió y se puso a examinarla en todos los
sentidos, pero no encontró en ella nada que le pudiese explicar aquella luz
extraordinaria. Entonces la puso nuevamente en el suelo y dijo:
-¿Qué me importa lo que haya dentro de la
caja? No es mía, sino de la buena anciana que me la ha confiado. No quiero
pensar más en ella para que no me vengan deseos de abrirla.
En efecto, no la miró más. Llegó hasta
cerrar los ojos para esperar así la luz de la mañana.
-Entonces tendré quince años, volveré a ver
a mi padre y a Gracioso y no tendré nada que temer de la mala Hada.
-¡Rosalía! ¡Rosalía! -dijo precipitadamente
la voz agria de la rata, ya estoy a tu lado y ya no soy enemiga tuya; y para
probártelo voy a hacerte ver, si quieres, lo que contiene la cajita.
Rosalía no respondió.
-¡Rosalía! ¡Rosalía! ¿Oyes lo que te
digo?... Soy amiga tuya. Créeme, por favor.
La joven continuó sin responder.
Entonces la rata gris, que no tenía tiempo
que perder, se lanzó sobre la caja y se puso a roer la tapa.
-¡Monstruo! -gritó Rosalía cogiendo la caja
y apretándola contra su pecho-. ¡Si tocas la caja te retuerzo el cuello!
La rata lanzó a Rosalía una mirada
diabólica, pero no se atrevió a afrontar su cólera. Mientras combinaba el modo
de intrigar la curiosidad de la joven, sonaron las doce en un reloj. En el
mismo instante la rata emitió un chillido lúgubre y dijo a Rosalía:
-Rosalía, ya ha sonado la hora de tu
nacimiento y ahora tienes quince años. Ya no tienes nada que temer de mí, pues
estás fuera de mi alcance lo mismo que tu odioso padre y tu horrible Príncipe.
Y yo estoy condenada a continuar siendo una rata hasta que caiga en mis lazos
una joven bella y bien nacida como tú. Adiós, Rosalía. Ya puedes abrir la caja.
Y, dicho esto, la rata desapareció.
Rosalia, que desconfiaba de su enemiga, no
quiso seguir su último consejo y resolvió guardarla intacta. Apenas hubo tomado
esta resolución cuando un buho que revoloteaba por encima de su cabeza dejó
caer una piedra sobre la caja, que se rompió en mil pedazos. Rosalía lanzó un
grito de terror; en el mismo instante vió ante ella a la Reina de las Hadas, que le
dijo:
-¡Ven, Rosalía! Por fin has triunfado de la
cruel enemiga de tu familia. Voy a devolverte a tu padre.
Al punto, un carro del que tiraban dos
dragones llegó junto al Hada, la cual subió en él e hizo subir con ella a
Rosalía. Rosalía, vuelta de su sorpresa, dió las gracias al Hada por su protección
y le preguntó en dónde hallaría a su padre.
-En el palacio del Príncipe Gracioso.
-Pero, señora, ¿no está el palacio
destruído? Yo misma vi al Príncipe Gracioso salir de él herido y destrozado.
-No era más que una ilusión para lograr que
aborrecieses más tu curiosidad, Rosalía, y para impedir que cayeses en ella por
tercera vez. Vas a encontrar el palacio tal como era antes de que rasgases la
tela que cubría el precioso árbol que se te destina.
Mientras decía el Hada estas palabras, el
carro se detenía ante la escalinata del palacio. El padre de Rosalía y el
Príncipe los esperaban con toda la corte. Rosalía se arrojó en brazos de su
padre y en los del Príncipe. Todo estaba a punto para la ceremonia del
casamiento, que se celebró inmediatamente. Todas las Hadas asistieron a las
fiestas, que duraron varios días.
Rosalia quedó curada para siempre de su
curiosidad. Gracioso la quiso mucho y tuvieron hijos hermosos a los que dieron
por madrinas Hadas poderosas para que les protegiesen contra las malas Hadas y
las malos Genios.
012. Anonimo (Alemania)
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