Arriba, en el Reino del Sol, hay un palacio
todo de oro, rodeado de un magnífico jardín. Los árboles tienen hojas de oro
purísimo, los tallos de las flores son de oro, piedras preciosas sus pétalos, y
sus corolas, diamantes. Pájaros dorados con picos de rubíes cantan día y noche
las más hellas canciones, y de fuentes de oro brotan las más cristalinas y
frescas aguas del Reino del Sol, que, con sus variados surtidores, dan la
impresión de un continuo gotear de nacaradas perlas. Allá arriba nunca hace
frío y nunca es de noche; todos los objetos son del oro más puro, y es tanto su
resplandor que ningún ser de la tierra podría resistirlo. Pues ese inmenso
palacio todo de oro es la morada del Rey del Sol, que vive allí desde hace
siglos y siglos con la
Princesita y sus ministros, los Rayos de Sol.
Cada mañana envía el Rey a sus ministros a
todas las partes del mundo, y, con sus veloces caballos, los Rayos de Sol no
dejan rincón sin visitar, desde el altivo castillo hasta la choza más humilde.
Por donde ellos pasan se difunde el calor y la luz, y cuando se sienten
fatigados por su larga jornada, empren-den el regreso al Reino del Sol, donde
les espera la Princesita ,
ansiosa de escuchar las bellas narraciones de que son portadores los ministros
del hermoso astro.
Un día, un Rayo de Sol llegó más tarde que
los otros, y cuando el Rey le preguntó por la causa de su tardanza, el ministro
le contó que había estado en un país desconocido. Era el tal país una inmensa
llanura fría y estéril, solamente poblada, hacia la parte que debía de ser el
centro de tan extraña tierra, por un pequeño bosque cuyos árboles eran de plata
pura. Aunque allí reinaba la oscuridad y el silencio, quiso el ministro del Sol
saber a quién pertenecía dicho país, y, atravesando el frío bosque de plata, se
halló de pronto ante un soberbio palacio del mismo metal. Del palacio salió una
dama que vestía un regio traje plateado; sus cabellos eran blancos y en ellos
lucía una triste corona de plata. Un jovencito se unió a la dama. También su
traje era de plata, y en su bella carita pálida se veía una inmensa tristeza.
Aunque al Rayo de Sol le hubiera gustado poder saber más de tan triste país, no
pudo, pues tenía que emprender el regreso, cuyo camino era, por cierto, muy
largo.
-Mañana me traerás a ese pálido Príncipe.
Quiero que sea mi compañero de juegos; estoy segura de que aquí su carita se
alegrará.
El Rayo de Sol miró al Rey para ver si daba
su consentimiento, pero el Rey, moviendo tristemente la cabeza, dijo:
-¡Imposible! La reina de la Luna jamás consentirá que su
hijo, el Príncipe, vaya al Reino del Sol, pues has de saber, hija mía, que el
triste país de que te ha hablado mi ministro no es otro que la Luna ; la dama plateada de los
cabellos blancos, la Reina ,
y el bello joven de carita pálida y triste, su hijo.
La niña quedó muy afligida al saber que su
amiguito, pues así le consideraba ya, era el Príncipe de la Luna. Y el Rey prohibió a
los Rayos de Sol que volviesen a hablar del Principito bello de la triste
carita.
Pero la Princesita no podía
olvidar lo que había oído, y su pensamiento estaba siempre con el joven Príncipe
de la Luna. Un
día en que la bella Princesita del Sol estaba llorando, se le acercó un Rayo de
Sol que la quería mucho y le dijo:
-No llores más, Princesita. Cuéntame tu
pena, que yo te ayudaré.
Y la Princesita , enjugándose los ojos, contestó:
-¡Oh, querido amigo! Si quieres aliviar mi
pena, ve al país de la plata y dile al Príncipe pálido que vaya a reunirse
conmigo en la estrella sin brillo que se llama Tierra, pues quiero conocerle.
El Rayo de Sol amigo vaciló un poco antes de
prometerle que lo haría, pues temía el castigo del Rey si éste se enteraba;
pero tanto rogó la niña, que accedió. Y entonces la Princesa arrancó una
bella flor como no las hay en la
Tierra , pues sus pétalos eran puras turquesas; su corola,
límpidos diamantes, y su tallo y hojas, del oro más fino, y entregándola al
ministro le dijo:
-Dásela al Príncipe pálido para que vea lo
hermoso que es el país del Sol.
El Rayo de Sol portador del mensaje, aquel
día hizo correr mucho más a su veloz caballo blanco, y pronto se halló en la Luna. Encontró al
Príncipe sentado al borde de un lago de plata, mirando tristemente.
Cuando el Príncipe de la Luna vió al Rayo de Sol,
quedóse muy sorprendido, pues nunca había visto otro color que el frío de la
plata de su país, y su sorpresa subió de punto cuando oyó al arrogante joven de
oro, que brillaba como el Sol, decirle:
-Mi amita, la bella Princesita del Sol, me
envía para hacerte entrega de esta flor, que es del color de sus ojos, y para
rogarte que vayas a reunirte con ella (pues desea ser tu amiga) en la estrella
sin brillo llamada Tierra.
Al Príncipe, que no había visto más flores
que las tristes y pálidas de la
Luna , le pareció maravilloso el regalo de la Princesa , y, después de
contemplarlo un buen rato, dijo al Rayo de Sol:
-Muy bella debe de ser la que tenga los ojos
del color de esta flor, y si tu amita los tiene puedes decirle que iré a
reunirme con ella a esa estrella sin brillo.
Así se lo dijo a la Princesita el Rayo de
Sol amigo.
Y la Princesita no quiso esperar ni un día más para
reunirse con su amigo, el bello Príncipe de la Luna. Así es que, cuando
su padre el Sol hizo su acostumbrado recorrido, ella montó a la grupa del
caballo blanco de su amigo el Rayo de Sol y, velozmente, se dirigieron a la
lejana estrella sin brillo llamada Tierra.
Cuando llegaron, el Rayo de Sol hizo bajar a
la Princesita
y le dijo:
-Yo no puedo detenerme; cuando quieras
volver a tu país, no tienes más que decírmelo. Cuida de esconderte durante el
día, pues si uno de los Rayos de Sol te viera, te llevaría en seguida con tu
padre.
Dicho esto, el Rayo de Sol acarició
cariñosamente a la
Princesita y desapa-reció.
Así lo hizo ella. Pero, cuando oscureció, la Princesita tuvo miedo,
pues nunca había visto la
Noche. Mas , pensando en su amiguito el Príncipe de la Luna , lo resistió con valor.
De día escondíase en lo más espeso del boque y se estaba quietecita hasta que
su padre regresaba a su palacio; entonces ella salía y caminaba por blandos
prados floridos, atravesando bosques y más bosques en busca de su Príncipe
pálido.
En cuanto al Príncipe de la Luna , también había bajado a la Tierra , a la grupa de un
negro caballo en que iba un Rayo de Luna. Éste aconsejó al Príncipe que durante
la noche se escondiera, pues su madre la Reina de la Luna podría verle. En cambio, de día podía estar
seguro y dedicarse a buscar a la linda Princesita del Sol.
El Príncipe prometió seguir sus sabios
consejos y esperó que saliera el Sol para reunirse con su amiguita de los ojos
de color de cielo. Anduvo toda la mañana sin encontrar el menor rastro de ella,
y al llegar a una gran ciudad fué preguntando a todos los que encon-traba a su
paso si habían visto pasar a una bella Princesita de ojos tan hermosos como
aquella flor que llevaba prendida en su vestido. Pronto hicieron corro a su
alrededor, pues no le comprendían y estaban admirados de que tan bello y
ricamente ataviado joven no tuviera ni siquiera un criado que le acompañara. El
Príncipe de la Luna
sentíase avergonzado de tanta curiosidad, hasta que llegó un anciano señor que,
conmovido, le preguntó quién era y adónde iba.
El Príncipe respondió:
-Soy el Príncipe de la Luna y busco a mi amiguita la Princesa del Sol.
Al anciano señor le pareció algo rara la
contestación del joven y, como tenía buen corazón, se lo llevó a casa del Mago
para que le ayudara a descifrar lo que le decía el Príncipe. Pero el Mago,
después de una infinidad de preguntas, declaró que el joven estaba completamente
loco y que quién sabía de dónde habría robado los ricos trajes que llevaba. Por
más que el Príncipe suplicó, fué encerrado en una fría celda.
En cuanto llegó la noche, un Rayo de Luna,
el mismo que había llevado a la
Tierra al Príncipe, penetró por la ventana en la fría celda y
libertó al niño.
-¡Pabrecito! -dijo el Rayo de Luna al ver la
carita pálida del Príncipe. ¡Cuánto debes de haber sufrido! ¿Quieres volver a
tu país?
Y el Príncipe respondió:
-He bajado a la Tierra para acudir a la
cita de mi amiguita la
Princesa del Sol, y hasta que la encuentre no pienso volver a
mi país.
Una vez libertado su joven amo, el Rayo de
Luna nada tenía que hacer junto a él, y se despidió hasta la noche siguiente,
no sin volverle a aconsejar que estuviera escondido durante la noche para que
su madre no le viera.
A la mañana siguiente, el Príncipe continuó
su marcha, pero, en vez de ir por la ciudad, prefirió hacerlo por el bosque,
seguro de que allí no habría tantos curiosos. Mas le vió una cuadrilla de
ladrones y, como se encontraba solo, en un santiamén le quitaron los vestidos y
su hermosa flor, obligándole a ponerse unos asquerosos harapos y a que fuera
con ellos a la ciudad para pedir de puerta en puerta una limosna. Cuando la
gente veía aquel hermoso jovencito de carita pálida, le daba mucha lástima y no
escatimaba su caridad. Al llegar la noche, los bandidos se reunieron en una
miserable cabaña y, después de darle al Príncipe un mendrugo de pan seco, lo
encerraron en un cuarto oscuro, para así poder ellos repartir sus ganancias sin
testigos.
El Rayo de Luna estuvo toda la noche
buscando al Príncipe y acabó por encontrarlo en la miserable cabaña. No fué
poca su pena al hallarlo sin sentido y con aquellos asquerosos harapos, en vez
de su rico vestido. Cogió al Príncipe en sus brazos y partió velozmente al País
de la Luna.
Mientras tanto, la Princesita caminaba
durante las noches y se ocultaba de día. Así atravesó muchos países sin dar con
el menor rastro del bello Príncipe. Pero no perdía la esperanza, y como, por
ser hija del Sol, no tenía ninguna de las necesidades que son indispen-sables
para vivir en la Tierra ,
era incansable en su busca. Nunca había tenido frío, pues su rico vestido de
oro la guardaba de él y, además, le daba calor. Nunca fué la noche demasiado
oscura para ella, ya que se desprendía de su personita una suave luz dorada. El
hambre, la sed y el cansancio éranle completamente desconocidos. Los animales
que encontraba a su paso, por más feroces que fueran, la respetaban, y hasta
algunos la acompañaban para que nada le sucediese. De ellos aprendió a temer a
los hombres, así es que cuando veía en su camino a alguno, se apresuraba a
esconderse.
Un día, al pasar por un bosque, vió una
destartalada choza y quiso saber quién vivía en ella. Se acercó de puntillas,
miró por una ventana y vió a una niña de cara muy pálida y ojos tristes, que
estaba en una camita. A la
Princesita le dió mucha lástima, y pensó:
"¿Qué podría yo hacer para que esta
linda niña no tuviera una cara tan triste?"
Y tuvo una idea. Se descalzó y tiró por la
ventana sus lindos zapatitos de oro.
La niña, creyendo que el regalo se lo hacía
una buena Hada, se puso muy contenta y sonrió.
Otro día, encontró a dos niños que se habían
perdido en el bosque y estaban muertos de frío. Los calentó contra su pecho y
luego preguntóles dónde vivían. Pero los pobrecitos no podían contestar, de
asustados que estaban, pues creían que la Princesa era un Hada. Así es que tuvo que
preguntárselo al perro que iba con ellos, y cuando lo supo, los acompañó hasta
su casa.
-Dime, perro, ¿por qué tiene la cara tan
triste esta gente?
Y el perro le respondió:
-Es tan fría esta tierra, que nada se puede
cultivar en ella. Y si algo logra arraigar a fuerza de cuidados, en seguida
bajan los Hombrecillos del Hielo de estas altas montañas, soplan a más no poder
sobre las cosechas y a la mañana siguiente todo está negro y marchito.
-¡Qué malos son los Hombrecillos del Hielo! -dijo
la Princesa. Voy
a subir a esas altas montañas y les hablaré.
Y empezó a trepar por las empinadas montañas.
Cuando llegó arriba, tan sólo vió nieve y más nieve. Ningún árbol, ni la más
pequeña hierba, crecía allí. Tan sólo el musgo negro cubría las negras rocas
que formaban la base del castillo de hielo, y esto era todo lo que había en la
cumbre de la montaña.
El castillo era la morada de los
Hombrecillos del Hielo. Éstos, en cuanto vieron a la Princesita , empezaron a
rodearla saltando a más no poder. Y la Princesita del Sol quedóse admirada de la
agilidad de aquellos pequeños seres, que debían de ser muy viejos, a juzgar por
sus largas y blancas barbas. Daban la impresión de bolas de nieve, pues sus
vestidos eran de pluma blanquísima y fina, que se confundía con sus cabellos y
barbas, finos también como la nieve.
Hacía tanto frío allí arriba, que los pies
de la Princesita ,
como no estaban resguardados por los zapatitos de oro, se quedaron
completamente helados, y ya la niña temblaba de frío cuando en el horizonte
apareció el Sol su padre, y con él, los Rayos, sus ministros.
La niña estaba asustada, pues temía el
castigo que le infligiría su padre cuando la viera; pero un Rayo de Sol pasó
veloz por su lado y se la llevó al país del Sol.
Cuando el Rey pudo abrazar a su hija olvidó
completamente el castigarla. La
Princesita le contó todas sus penas, y el Rey, para que no
volviera a escaparse, puso mucha vigilancia en todo el país del Sol.
Al cabo de algún tiempo, cuando el Rey
consideró a su hija curada de la manía de ver al Príncipe de la Luna , le dijo:
Hija mía, como veo que vuelves a ser la niña
juiciosa de antes, te dejo en libertad de pasearte por todo el Reino del Sol.
-¡Eh, nube! ¿Adónde vas? -gritóle la Princesa.
-¡Voy muy lejos, pasada la Luna !... ¡Hacia el Este! -contestóle
la nube con una vocecilla débil.
-¡Ven!... ¡Acércate!... ¡Quiero ir contigo ! volvióle a gritar la niña.
La nube, con paso majestuoso, se dirigió
hacia la Princesita ,
y ésta, cuando estuvo cerca, de un salto se instaló cómodamente en ella.
Fué un magnífico viaje a través del espacio.
La Princesita ,
acurrucada en la blanda nube, pasó muy cerca de los Rayos de Sol sin que éstos
sospecharan que ella iba dentro.
Cuando la nube pasó por el País de la Luna , la Princesita le rogó que
se acercara todo lo posible para que ella pudiera aterrizar.
Hízolo así la nube, y la niña saltó al País
de la Luna. Luego
de darle las gracias por su bondadosa ayuda, la Princesita se internó
en el país de la plata, y la nube siguió su lenta marcha.
En el Reino de la Luna , aun siendo de día, la
luz no era fuerte, sino tenue, plateada, una luz triste. La Princesita andaba de
puntillas, pues creía que en un país tan serio sería pecado hacer el menor
ruido. Así se dirigió hacia un gran lago bordeado de juncos que desde allí se
divisaba. Y fué grande su sorpresa al encontrar, sentado al borde del lago, a
un jovencito con cara pálida y triste.
-¡Oh! -exclamó la Princesa. ¡No hay
duda! ¡Debe de ser el bello Príncipe de la Luna !
Y dirigiéndose a él, le dijo:
-Buenos días, querido Príncipe. Yo soy la Princesa del Sol.
-¡Chist!... ¡Chist!... -hizo el Príncipe.
No hables tan alto.
-Y cogiendo a la niña por la mano, la condujo a una inmensa pradera. Allí no había ni mariposas, ni flores, ni el menor pajarito. Yla Princesita no pudo
menos de decir:
-Y cogiendo a la niña por la mano, la condujo a una inmensa pradera. Allí no había ni mariposas, ni flores, ni el menor pajarito. Y
-Aquí todo es muy triste. Si vieras el país
del Sol, donde mi padre es el Rey, te gustaría mucho.
-Quizá no me gustaría a mí tu país -le
respondió el Príncipe.
La niña, al oír tal respuesta, no pudo menos
de soltar una carcajada, y le dijo:
-¿Crees tú que hay alguien que no le guste
el Sol? ¡Oh, ven conmigo y comprenderás lo absurdo que es vivir en un país tan
triste!
Al ruido de las risas de la Princesita , acudió la Reina de la Luna y, al ver a la niña, la
miró severamente y le dijo:
-Aquí no debes estar. ¿No sabes que tu padre
y yo somos enemigos? -Y llamando a un Rayo de Luna, le ordenó: Lleva a la Princesa del Sol a la
próxima Estrella. Allí ella debe continuar sola el camino.
-Y dicho esto, se
marchó.
El Rayo de Luna hizo subir a la Princesa en una barca de
plata que había allí entre los juncos, y se dispuso a ejecutar la orden de la Reina. Pero el
Príncipe pálido saltó también a la barca y, cogiendo los remos de plata, dijo
al Rayo de Luna:
-Yo seré quien lleve a la Princesa hasta la próxima
Estrella. Si no me obedeces me tiraré al lago y, como no sé nadar, me ahogaré.
El Rayo de Luna, ante la firmeza con que
dijo estas palabras y temiendo que así lo hiciera, optó por dejar la barca en
manos del Príncipe, pero no sin antes rogarle que no dijera nada a la Reina y estuviera de vuelta
lo antes posible.
El Príncipe se lo prometió, y en seguida
empezó a remar. Así que la barca se hubo alejado de la Luna , las aguas, antes de
plata, volviéronse azul celeste, y a medida que se acercaban a la Estrella tornábanse
rosadas.
Al llegar la barca a la orilla, una dulce y
armoniosa musica, como tocada por ángeles, embalsamó el aire. Los Príncipes,
encantados por tan bonita música, bajaron a visitar aquel país desconocido.
-Vamos a coger algunos tulipanes.
Ya iba a hacerlo la Princesita , cuando,
dentro del tulipán que tenía entre sus manos para arrancarlo, vió a un nene
pequeñito con una estrellita en la frente, que dormía dulcemente. Y su sorpresa
fué grande al ver que todos los tulipanes guardaban entre sus pétalos a otros
nenes que, con una estrellita en la frente, dormían en tan deliciosa cuna.
Hasta entonces no apareció una dama toda
vestida de blanco, que estaba oculta entre los tulipanes. Acercándose a ellos,
les dijo:
-Estos angelitos que veis dormidos son los
nenes no nacidos aún. Éste es un sitio de paz; no podéis quedaros por más tiempo
aquí, pues vuestras voces pueden despertarlos y, del susto, caerse de la cuna.
Ellos así lo comprendieron y rogaron a la Dama Blanca que los
disculpara, pues ignoraban que se encontrasen en la Estrella de la Vida.
-Como sois muy buenos y sé la desgracia que
os aflige, voy a ayudaros haciendo que vuestros padres, el Rey del Sol y la Reina de la Luna , sean amigos.
Los niños, muy contentos, besaron los
blancos velos de la Dama
en señal de agradecimiento. Entonces ella batió palmas y aparecieron dos
majestuosas cigüeñas blancas con picos colorados, que, después de hacer una
reverencia a la dama, dijeron:
-Estamos a tus órdenes.
-Hoy vuestra carga será más pesada; deseo
que llevéis estos niños a sus países, el Sol y la Luna.
Las cigüeñas cogieron a los niños por sus
vestidos y, en un abrir y cerrar de ojos, se encontraron cada cual en su país.
Allí les esperaba una grata sorpresa. Sus
padres, en vez de reñirles por su huída, les dieron permiso para poder jugar
juntos.
Y siempre que la Princesita del Sol iba
a ver a su amiguito, el País de la
Luna parecía completamente cambiado; hasta el lago de plata,
triste hasta entonces, brillaba como el oro. Tanto los criados como los
ministros sonreían a la gentil Princesita, y hay quien asegura que a la Reina también se le vio
sonreír, lo cual es casi imposible.
Pero el que más salió ganando con su
presencia fué el bello Príncipe de la Luna. Su semblante ya no es triste, sino alegre;
ya no pasa los días sentado al borde del lago de plata, sino que salta, canta y
juega. Y la Reina
está tan agradecida a la
Princesita del Sol, que cuando sabe que ésta tiene que ir,
hace poner en todo el contorno de la
Luna a criados con antorchas de plata, para que brille, si no
como el Sol, a lo menos como la más brillante estrella. Y este día todo el
Universo se entera, pues la Luna
aparece en todo su esplendor, que es lo que aquí llamamos luna llena o
plenilunio.
132. Anonimo (suecia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario