Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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domingo, 8 de julio de 2012

El príncipe de la luna y la princesa del sol

Arriba, en el Reino del Sol, hay un palacio todo de oro, rodeado de un magnífico jardín. Los árboles tienen hojas de oro purísimo, los tallos de las flores son de oro, piedras preciosas sus pétalos, y sus corolas, diamantes. Pájaros dorados con picos de rubíes cantan día y noche las más hellas canciones, y de fuentes de oro brotan las más cristalinas y frescas aguas del Reino del Sol, que, con sus variados surtidores, dan la impresión de un continuo gotear de nacaradas perlas. Allá arriba nunca hace frío y nunca es de noche; todos los objetos son del oro más puro, y es tanto su resplandor que ningún ser de la tierra podría resistirlo. Pues ese inmenso palacio todo de oro es la morada del Rey del Sol, que vive allí desde hace siglos y siglos con la Princesita y sus ministros, los Rayos de Sol.
Cada mañana envía el Rey a sus ministros a todas las partes del mundo, y, con sus veloces caballos, los Rayos de Sol no dejan rincón sin visitar, desde el altivo castillo hasta la choza más humilde. Por donde ellos pasan se difunde el calor y la luz, y cuando se sienten fatigados por su larga jornada, empren-den el regreso al Reino del Sol, donde les espera la Princesita, ansiosa de escuchar las bellas narraciones de que son portadores los ministros del hermoso astro.
Un día, un Rayo de Sol llegó más tarde que los otros, y cuando el Rey le preguntó por la causa de su tardanza, el ministro le contó que había estado en un país desconocido. Era el tal país una inmensa llanura fría y estéril, solamente poblada, hacia la parte que debía de ser el centro de tan extraña tierra, por un pequeño bosque cuyos árboles eran de plata pura. Aunque allí reinaba la oscuridad y el silencio, quiso el ministro del Sol saber a quién pertenecía dicho país, y, atravesando el frío bosque de plata, se halló de pronto ante un soberbio palacio del mismo metal. Del palacio salió una dama que vestía un regio traje plateado; sus cabellos eran blancos y en ellos lucía una triste corona de plata. Un jovencito se unió a la dama. También su traje era de plata, y en su bella carita pálida se veía una inmensa tristeza. Aunque al Rayo de Sol le hubiera gustado poder saber más de tan triste país, no pudo, pues tenía que emprender el regreso, cuyo camino era, por cierto, muy largo.
La Princesita, que, cuando tratábase de alguna narración mara-villosa, nunca faltaba, se quedó muy pensativa después de haber oído al Rayo de Sol. Ella siempre había deseado un compañero para sus juegos, y en seguida pensó que el bello Príncipe triste podría muy bien ser su amiguito. Encontró la idea muy razonable, así es que, dirigiéndose al ministro de su padre, le dijo:
-Mañana me traerás a ese pálido Príncipe. Quiero que sea mi compañero de juegos; estoy segura de que aquí su carita se alegrará.
El Rayo de Sol miró al Rey para ver si daba su consentimiento, pero el Rey, moviendo tristemente la cabeza, dijo:
-¡Imposible! La reina de la Luna jamás consentirá que su hijo, el Príncipe, vaya al Reino del Sol, pues has de saber, hija mía, que el triste país de que te ha hablado mi ministro no es otro que la Luna; la dama plateada de los cabellos blancos, la Reina, y el bello joven de carita pálida y triste, su hijo.
La niña quedó muy afligida al saber que su amiguito, pues así le consideraba ya, era el Príncipe de la Luna. Y el Rey prohibió a los Rayos de Sol que volviesen a hablar del Principito bello de la triste carita.
Pero la Princesita no podía olvidar lo que había oído, y su pensamiento estaba siempre con el joven Príncipe de la Luna. Un día en que la bella Princesita del Sol estaba llorando, se le acercó un Rayo de Sol que la quería mucho y le dijo:
-No llores más, Princesita. Cuéntame tu pena, que yo te ayudaré.
Y la Princesita, enjugándose los ojos, contestó:
-¡Oh, querido amigo! Si quieres aliviar mi pena, ve al país de la plata y dile al Príncipe pálido que vaya a reunirse conmigo en la estrella sin brillo que se llama Tierra, pues quiero conocerle.
El Rayo de Sol amigo vaciló un poco antes de prometerle que lo haría, pues temía el castigo del Rey si éste se enteraba; pero tanto rogó la niña, que accedió. Y entonces la Princesa arrancó una bella flor como no las hay en la Tierra, pues sus pétalos eran puras turquesas; su corola, límpidos diamantes, y su tallo y hojas, del oro más fino, y entregándola al ministro le dijo:
-Dásela al Príncipe pálido para que vea lo hermoso que es el país del Sol.
El Rayo de Sol portador del mensaje, aquel día hizo correr mucho más a su veloz caballo blanco, y pronto se halló en la Luna. Encontró al Príncipe sentado al borde de un lago de plata, mirando tristemente.
Cuando el Príncipe de la Luna vió al Rayo de Sol, quedóse muy sorprendido, pues nunca había visto otro color que el frío de la plata de su país, y su sorpresa subió de punto cuando oyó al arrogante joven de oro, que brillaba como el Sol, decirle:
-Mi amita, la bella Princesita del Sol, me envía para hacerte entrega de esta flor, que es del color de sus ojos, y para rogarte que vayas a reunirte con ella (pues desea ser tu amiga) en la estrella sin brillo llamada Tierra.
Al Príncipe, que no había visto más flores que las tristes y pálidas de la Luna, le pareció maravilloso el regalo de la Princesa, y, después de contemplarlo un buen rato, dijo al Rayo de Sol:
-Muy bella debe de ser la que tenga los ojos del color de esta flor, y si tu amita los tiene puedes decirle que iré a reunirme con ella a esa estrella sin brillo.
Así se lo dijo a la Princesita el Rayo de Sol amigo.
Y la Princesita no quiso esperar ni un día más para reunirse con su amigo, el bello Príncipe de la Luna. Así es que, cuando su padre el Sol hizo su acostumbrado recorrido, ella montó a la grupa del caballo blanco de su amigo el Rayo de Sol y, velozmente, se dirigieron a la lejana estrella sin brillo llamada Tierra.
Cuando llegaron, el Rayo de Sol hizo bajar a la Princesita y le dijo:
-Yo no puedo detenerme; cuando quieras volver a tu país, no tienes más que decírmelo. Cuida de esconderte durante el día, pues si uno de los Rayos de Sol te viera, te llevaría en seguida con tu padre.
Dicho esto, el Rayo de Sol acarició cariñosamente a la Princesita y desapa-reció.
Así lo hizo ella. Pero, cuando oscureció, la Princesita tuvo miedo, pues nunca había visto la Noche. Mas, pensando en su amiguito el Príncipe de la Luna, lo resistió con valor. De día escondíase en lo más espeso del boque y se estaba quietecita hasta que su padre regresaba a su palacio; entonces ella salía y caminaba por blandos prados floridos, atravesando bosques y más bosques en busca de su Príncipe pálido.
En cuanto al Príncipe de la Luna, también había bajado a la Tierra, a la grupa de un negro caballo en que iba un Rayo de Luna. Éste aconsejó al Príncipe que durante la noche se escondiera, pues su madre la Reina de la Luna podría verle. En cambio, de día podía estar seguro y dedicarse a buscar a la linda Princesita del Sol.
El Príncipe prometió seguir sus sabios consejos y esperó que saliera el Sol para reunirse con su amiguita de los ojos de color de cielo. Anduvo toda la mañana sin encontrar el menor rastro de ella, y al llegar a una gran ciudad fué preguntando a todos los que encon-traba a su paso si habían visto pasar a una bella Princesita de ojos tan hermosos como aquella flor que llevaba prendida en su vestido. Pronto hicieron corro a su alrededor, pues no le comprendían y estaban admirados de que tan bello y ricamente ataviado joven no tuviera ni siquiera un criado que le acompañara. El Príncipe de la Luna sentíase avergonzado de tanta curiosidad, hasta que llegó un anciano señor que, conmovido, le preguntó quién era y adónde iba.
El Príncipe respondió:
-Soy el Príncipe de la Luna y busco a mi amiguita la Princesa del Sol.
Al anciano señor le pareció algo rara la contestación del joven y, como tenía buen corazón, se lo llevó a casa del Mago para que le ayudara a descifrar lo que le decía el Príncipe. Pero el Mago, después de una infinidad de preguntas, declaró que el joven estaba completamente loco y que quién sabía de dónde habría robado los ricos trajes que llevaba. Por más que el Príncipe suplicó, fué encerrado en una fría celda.
En cuanto llegó la noche, un Rayo de Luna, el mismo que había llevado a la Tierra al Príncipe, penetró por la ventana en la fría celda y libertó al niño.
-¡Pabrecito! -dijo el Rayo de Luna al ver la carita pálida del Príncipe. ¡Cuánto debes de haber sufrido! ¿Quieres volver a tu país?
Y el Príncipe respondió:
-He bajado a la Tierra para acudir a la cita de mi amiguita la Princesa del Sol, y hasta que la encuentre no pienso volver a mi país.
Una vez libertado su joven amo, el Rayo de Luna nada tenía que hacer junto a él, y se despidió hasta la noche siguiente, no sin volverle a aconsejar que estuviera escondido durante la noche para que su madre no le viera.
A la mañana siguiente, el Príncipe continuó su marcha, pero, en vez de ir por la ciudad, prefirió hacerlo por el bosque, seguro de que allí no habría tantos curiosos. Mas le vió una cuadrilla de ladrones y, como se encontraba solo, en un santiamén le quitaron los vestidos y su hermosa flor, obligándole a ponerse unos asquerosos harapos y a que fuera con ellos a la ciudad para pedir de puerta en puerta una limosna. Cuando la gente veía aquel hermoso jovencito de carita pálida, le daba mucha lástima y no escatimaba su caridad. Al llegar la noche, los bandidos se reunieron en una miserable cabaña y, después de darle al Príncipe un mendrugo de pan seco, lo encerraron en un cuarto oscuro, para así poder ellos repartir sus ganancias sin testigos.
El Rayo de Luna estuvo toda la noche buscando al Príncipe y acabó por encontrarlo en la miserable cabaña. No fué poca su pena al hallarlo sin sentido y con aquellos asquerosos harapos, en vez de su rico vestido. Cogió al Príncipe en sus brazos y partió velozmente al País de la Luna.
La Reina perdonó en seguida a su hijo al ver lo que había sufrido, pero puso mucha vigilancia para que no repitiera la escapatoria.
Mientras tanto, la Princesita caminaba durante las noches y se ocultaba de día. Así atravesó muchos países sin dar con el menor rastro del bello Príncipe. Pero no perdía la esperanza, y como, por ser hija del Sol, no tenía ninguna de las necesidades que son indispen-sables para vivir en la Tierra, era incansable en su busca. Nunca había tenido frío, pues su rico vestido de oro la guardaba de él y, además, le daba calor. Nunca fué la noche demasiado oscura para ella, ya que se desprendía de su personita una suave luz dorada. El hambre, la sed y el cansancio éranle completamente desconocidos. Los animales que encontraba a su paso, por más feroces que fueran, la respetaban, y hasta algunos la acompañaban para que nada le sucediese. De ellos aprendió a temer a los hombres, así es que cuando veía en su camino a alguno, se apresuraba a esconderse.
Un día, al pasar por un bosque, vió una destartalada choza y quiso saber quién vivía en ella. Se acercó de puntillas, miró por una ventana y vió a una niña de cara muy pálida y ojos tristes, que estaba en una camita. A la Princesita le dió mucha lástima, y pensó:
"¿Qué podría yo hacer para que esta linda niña no tuviera una cara tan triste?"
Y tuvo una idea. Se descalzó y tiró por la ventana sus lindos zapatitos de oro.
La niña, creyendo que el regalo se lo hacía una buena Hada, se puso muy contenta y sonrió.
La Princesita dióse por muy bien pagada con la sonrisa de la niña y siguió el camino descalza.
Otro día, encontró a dos niños que se habían perdido en el bosque y estaban muertos de frío. Los calentó contra su pecho y luego preguntóles dónde vivían. Pero los pobrecitos no podían contestar, de asustados que estaban, pues creían que la Princesa era un Hada. Así es que tuvo que preguntárselo al perro que iba con ellos, y cuando lo supo, los acompañó hasta su casa.
La Princesa, sin darse cuenta, cada día se acercaba más hacia el Norte, hasta que unas altas montañas cubiertas de nieve le cortaron el camino. No sabiendo qué hacer, se dirigió a unas cabañas que había allí cerca y, antes de llamar, miró por sus ventanas. En todas vió lo mismo. Hombres y mujeres con caras melancólicas y secas. Entonces preguntó a un perro que estaba tendido delante de una choza:
-Dime, perro, ¿por qué tiene la cara tan triste esta gente?
Y el perro le respondió:
-Es tan fría esta tierra, que nada se puede cultivar en ella. Y si algo logra arraigar a fuerza de cuidados, en seguida bajan los Hombrecillos del Hielo de estas altas montañas, soplan a más no poder sobre las cosechas y a la mañana siguiente todo está negro y marchito.
-¡Qué malos son los Hombrecillos del Hielo! -dijo la Princesa. Voy a subir a esas altas montañas y les hablaré.
Y empezó a trepar por las empinadas montañas. Cuando llegó arriba, tan sólo vió nieve y más nieve. Ningún árbol, ni la más pequeña hierba, crecía allí. Tan sólo el musgo negro cubría las negras rocas que formaban la base del castillo de hielo, y esto era todo lo que había en la cumbre de la montaña.
El castillo era la morada de los Hombrecillos del Hielo. Éstos, en cuanto vieron a la Princesita, empezaron a rodearla saltando a más no poder. Y la Princesita del Sol quedóse admirada de la agilidad de aquellos pequeños seres, que debían de ser muy viejos, a juzgar por sus largas y blancas barbas. Daban la impresión de bolas de nieve, pues sus vestidos eran de pluma blanquísima y fina, que se confundía con sus cabellos y barbas, finos también como la nieve.
Hacía tanto frío allí arriba, que los pies de la Princesita, como no estaban resguardados por los zapatitos de oro, se quedaron completamente helados, y ya la niña temblaba de frío cuando en el horizonte apareció el Sol su padre, y con él, los Rayos, sus ministros.
La niña estaba asustada, pues temía el castigo que le infligiría su padre cuando la viera; pero un Rayo de Sol pasó veloz por su lado y se la llevó al país del Sol.
Cuando el Rey pudo abrazar a su hija olvidó completamente el castigarla. La Princesita le contó todas sus penas, y el Rey, para que no volviera a escaparse, puso mucha vigilancia en todo el país del Sol.
Al cabo de algún tiempo, cuando el Rey consideró a su hija curada de la manía de ver al Príncipe de la Luna, le dijo:
Hija mía, como veo que vuelves a ser la niña juiciosa de antes, te dejo en libertad de pasearte por todo el Reino del Sol.
La Princesita dióle las gracias a su padre y se puso muy contenta. Toda sumisión en ella era aparente. En seguida ideó un plan para poder ver al Príncipe pálido. Y un día se subió a la azotea del palacio y esperó que pasara una nube. A poco, pasó una muy grande, que parecía fatigada e iba muy despacio.
-¡Eh, nube! ¿Adónde vas? -gritóle la Princesa.
-¡Voy muy lejos, pasada la Luna!... ¡Hacia el Este! -contestóle la nube con una vocecilla débil.
-¡Ven!... ¡Acércate!... ¡Quiero ir contigo !   volvióle a gritar la niña.
La nube, con paso majestuoso, se dirigió hacia la Princesita, y ésta, cuando estuvo cerca, de un salto se instaló cómodamente en ella.
Fué un magnífico viaje a través del espacio. La Princesita, acurrucada en la blanda nube, pasó muy cerca de los Rayos de Sol sin que éstos sospecharan que ella iba dentro.
Cuando la nube pasó por el País de la Luna, la Princesita le rogó que se acercara todo lo posible para que ella pudiera aterrizar.
Hízolo así la nube, y la niña saltó al País de la Luna. Luego de darle las gracias por su bondadosa ayuda, la Princesita se internó en el país de la plata, y la nube siguió su lenta marcha.
En el Reino de la Luna, aun siendo de día, la luz no era fuerte, sino tenue, plateada, una luz triste. La Princesita andaba de puntillas, pues creía que en un país tan serio sería pecado hacer el menor ruido. Así se dirigió hacia un gran lago bordeado de juncos que desde allí se divisaba. Y fué grande su sorpresa al encontrar, sentado al borde del lago, a un jovencito con cara pálida y triste.
-¡Oh! -exclamó la Princesa. ¡No hay duda! ¡Debe de ser el bello Príncipe de la Luna!
Y dirigiéndose a él, le dijo:
-Buenos días, querido Príncipe. Yo soy la Princesa del Sol.
-¡Chist!... ¡Chist!... -hizo el Príncipe. No hables tan alto. 
-Y cogiendo a la niña por la mano, la condujo a una inmensa pradera. Allí no había ni mariposas, ni flores, ni el menor pajarito. Y la Princesita no pudo menos de decir:
-Aquí todo es muy triste. Si vieras el país del Sol, donde mi padre es el Rey, te gustaría mucho.
-Quizá no me gustaría a mí tu país -le respondió el Príncipe.
La niña, al oír tal respuesta, no pudo menos de soltar una carcajada, y le dijo:
-¿Crees tú que hay alguien que no le guste el Sol? ¡Oh, ven conmigo y comprenderás lo absurdo que es vivir en un país tan triste!
Al ruido de las risas de la Princesita, acudió la Reina de la Luna y, al ver a la niña, la miró severamente y le dijo:
-Aquí no debes estar. ¿No sabes que tu padre y yo somos enemigos? -Y llamando a un Rayo de Luna, le ordenó: Lleva a la Princesa del Sol a la próxima Estrella. Allí ella debe continuar sola el camino. 
-Y dicho esto, se marchó.
El Rayo de Luna hizo subir a la Princesa en una barca de plata que había allí entre los juncos, y se dispuso a ejecutar la orden de la Reina. Pero el Príncipe pálido saltó también a la barca y, cogiendo los remos de plata, dijo al Rayo de Luna:
-Yo seré quien lleve a la Princesa hasta la próxima Estrella. Si no me obedeces me tiraré al lago y, como no sé nadar, me ahogaré.
El Rayo de Luna, ante la firmeza con que dijo estas palabras y temiendo que así lo hiciera, optó por dejar la barca en manos del Príncipe, pero no sin antes rogarle que no dijera nada a la Reina y estuviera de vuelta lo antes posible.
El Príncipe se lo prometió, y en seguida empezó a remar. Así que la barca se hubo alejado de la Luna, las aguas, antes de plata, volviéronse azul celeste, y a medida que se acercaban a la Estrella tornábanse rosadas.
Al llegar la barca a la orilla, una dulce y armoniosa musica, como tocada por ángeles, embalsamó el aire. Los Príncipes, encantados por tan bonita música, bajaron a visitar aquel país desconocido.
La Estrella no era otra cosa que un inmenso jardín de tulipanes blancos. Los niños se extrañaron de no ver a nadie en él, y cansados de rodar sin encontrar alma viviente, la Princesita dijo al Príncipe pálido:
-Vamos a coger algunos tulipanes.
Ya iba a hacerlo la Princesita, cuando, dentro del tulipán que tenía entre sus manos para arrancarlo, vió a un nene pequeñito con una estrellita en la frente, que dormía dulcemente. Y su sorpresa fué grande al ver que todos los tulipanes guardaban entre sus pétalos a otros nenes que, con una estrellita en la frente, dormían en tan deliciosa cuna.
Hasta entonces no apareció una dama toda vestida de blanco, que estaba oculta entre los tulipanes. Acercándose a ellos, les dijo:
-Estos angelitos que veis dormidos son los nenes no nacidos aún. Éste es un sitio de paz; no podéis quedaros por más tiempo aquí, pues vuestras voces pueden despertarlos y, del susto, caerse de la cuna.
Ellos así lo comprendieron y rogaron a la Dama Blanca que los disculpara, pues ignoraban que se encontrasen en la Estrella de la Vida.
-Como sois muy buenos y sé la desgracia que os aflige, voy a ayudaros haciendo que vuestros padres, el Rey del Sol y la Reina de la Luna, sean amigos.
Los niños, muy contentos, besaron los blancos velos de la Dama en señal de agradecimiento. Entonces ella batió palmas y aparecieron dos majestuosas cigüeñas blancas con picos colorados, que, después de hacer una reverencia a la dama, dijeron:
-Estamos a tus órdenes.
La Dama Blanca les dijo:
-Hoy vuestra carga será más pesada; deseo que llevéis estos niños a sus países, el Sol y la Luna.
Las cigüeñas cogieron a los niños por sus vestidos y, en un abrir y cerrar de ojos, se encontraron cada cual en su país.
Allí les esperaba una grata sorpresa. Sus padres, en vez de reñirles por su huída, les dieron permiso para poder jugar juntos.
Y siempre que la Princesita del Sol iba a ver a su amiguito, el País de la Luna parecía completamente cambiado; hasta el lago de plata, triste hasta entonces, brillaba como el oro. Tanto los criados como los ministros sonreían a la gentil Princesita, y hay quien asegura que a la Reina también se le vio sonreír, lo cual es casi imposible.
Pero el que más salió ganando con su presencia fué el bello Príncipe de la Luna. Su semblante ya no es triste, sino alegre; ya no pasa los días sentado al borde del lago de plata, sino que salta, canta y juega. Y la Reina está tan agradecida a la Princesita del Sol, que cuando sabe que ésta tiene que ir, hace poner en todo el contorno de la Luna a criados con antorchas de plata, para que brille, si no como el Sol, a lo menos como la más brillante estrella. Y este día todo el Universo se entera, pues la Luna aparece en todo su esplendor, que es lo que aquí llamamos luna llena o plenilunio.

132. Anonimo (suecia)

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