Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

domingo, 1 de julio de 2012

Los maridos animales y el castillo encantado

65. Cuento popular castellano

Este era un padre que tenía tres hijas y un hijo. El hijo cayó por soldado y se fue al servicio. El padre era muy pobre y todos los días iba al monte a por cargas de leña para venderlas.
Un día se marchó al monte con un burro que tenía, y estaba recogiendo leña cuando salió un caballero y le dijo:
-Oiga usted. Me da usted la hija mayor que tiene usted, y le doy el burro cargado de oro.
-Bueno..., si ella quiere -contestó el padre. Al llegar a casa se lo diré.
Conque fue a casa muy contento y la contó a su hija mayor lo que había pasado.
-Mira, hija: ha salido un caballero a mí cuando he ido a por la leña. Me ha dicho que si te doy a ti al caballero, que me da el burro cargado de oro. Y yo le he dicho que si tú quieres, que bueno...
Y ya dijo la chica que sí... Diría siquiera porque tuvieran pan que comer.
Al otro día el padre volvió al monte a dar la contestación a aquel caballero -que había dicho su hija que bueno. Vino el caballero por ella y, después de entregar el oro al padre, se la llevó.
La avaricia rompe el saco, ¿sabe usted? Al otro día el padre volvió al monte a por otra carga de leña. Y salió otro caballero y le dijo:
-Si usted me diera la hija mediana que tiene usted, le daría a usted el burro cargado de plata.
Y el padre le dijo:
-Bueno..., si ella quiere. Al llegar a casa se lo diré.
Conque se lo dijo a la chica al llegar a casa. Y dijo ella:
-¡Bueno, bueno, padre!... Siquiera pa que tengan ustedes pan que comer.
Al otro día el padre va a dar la contestación al caballero. Le entrega al padre el burro cargado de plata, viene por la hija y se la lleva.
Luego, otro día, vuelve el padre a por otra carga de leña, y salió otro caballero:
-Si me diera usted la hija más pequeña, le daría a usted el burro cargado de cuartos.
Y le dio la misma contestación, que si ella quería, que bueno.
Fue el padre a casa y se dijo a la chica. La chica dijo que sí. Y al otro día el caballero le entregó al padre el burro cargado de cuartos y se llevó a la chica.
El chico cumplió el servicio y vino en casa de sus padres. Los encontró inmensamente ricos, aunque él los había dejado en pro­beza. Y los preguntó que dónde estaban sus hermanas. Y le di­jeron que habían venido tres caballeros a por ellas, y que se las habían llevado. Y que no sabían dónde estaban ni dónde paraban.
El chico empezó a decir a sus padres que cómo que no sabían dónde paraban sus hermanas, que con qué objeto que las habían entregado a esos caballeros sin saber qué personas eran. Enton­ces el padre le dijo:
-Mira... Por la hija mayor nos ha dado un burro cargado de oro, por la hija mediá otro cargado de plata, y por la más peque­ña, otro cargao de calderillas. Así ya puedes ver si estamos como cuando te fuistes.
-Pues yo me voy en busca de mis hermanas.
Claro, su padre no quería, pues le decía que no sabía ánde es­taban. Ya él dijo que nada, que iba en busca de ellas. Y claro, cogió mucho dinero y se fue.
Y ya había andado mucho terreno y llegó a un barranco (va­llejo) y vio que estaban tres pastores pegándosen muy malamente. Y les dijo:
-Pero chiquitos, ¿por qué sus pegáis de esa manera?
Los chicos le dijeron que porque se habían encontrado tres cosas: una servilleta, unas alpargatas y un sombrero.
-Bueno, ¿pero qué contienen esas tres cosas para pegarsus?
-Pues, mire usted -le dijo uno-. La servilleta tiene esta virtud, que la tiende usted en el suelo y la dice usted: «Servilleta, compónte», y se compone de todos los manjares mejores que hay. Y el sombrero tiene otra virtud, que se le pone usted, y no le ve nadie. Las alpargatas tienen la virtud que se las pone usted y las dice usted: «Alpargatas mías, poníme...» donde usted las mande, y le ponen a usted.
-¡Vaya, pues, eso pronto sus lo arreglo yo! Vais a echar a correr a aquel alto. Y el que antes llegue, para aquél es una cosa, que se echará suerte pa ver lo que le toca.
Así que los vio un poco retirados de él, se puso las alpargatas y las dijo:
-¡Alpargatas mías, poníme adonde esté mi hermana la mayor!
Y ya se pusieron en camino y anduvo mucho. Ya se paraban orilla de un peñasco. Y el hombre no sabía adónde dirigirse ni dónde llamar. Él llevaba un báculo en la mano. Implorando la divina providencia dio un golpe con el báculo que llevaba. Allí le respondió una voz mu profunda, que dijo:
-¿Quién?
Y él la contestó:
-Servidor.
Y salió su hermana. De que se vieron, se saludaron, se abraza­ron como hermanos y ella le preguntó:
-¿Qué objeto traes por aquí?
-En busca tuya... ¿No me darás razón de las otras hermanas nuestras?
-Se fueron con un hombre, como yo me he venido con otro. El que me trajo a mí le dio a mi padre el burro cargado de oro. Y por la hermana enmediera le dio el burro cargado de plata. Y por la más pequeña el burro cargado de calderilla. Ya me supon­go que habrás visto a padre y madre inmensamente ricos, y me creo ellos te lo habrán dicho. Pero, ¡mira, hermano!... Aquí no puedes estar más que hasta cuando venga mi marido.
-Pues, ¿por qué? -la preguntó su hermano.
-Porque si viene, te come.
-Pues, ¿qué es tu marido? -preguntó el hermano.
-El Rey de los Carneros, y te come...
-No te apures, que a mí no me hará nada, porque tengo un sombrero que me le pongo y no me ve. Y la hermana le contestó:
-Pero te huele, y si no te presento a él, me mata y me come. Llegó su marido:
-Mujer, a carne Yiumana me huele. ¡Si no me lo das, te mato!
-Hombre, que es un probecito hermano mío, que viene en
busca nuestra con deseos grandes de vernos.
-Pues, ¡que salga, que no le haré nada! Salió y se saludaron, y le dijo:
-Cuñao, en mala ocasión vienes. Dinero no hay. Pero toma una vedija de mi cabeza, y cuando te se ofrezga, dices: «¡El Rey de los Carneros, favorecíme! »
Se salió de allí en busca de la mediera. Y dijo a las alpargatas que le pusieran ande estaba la hermana enmediera. Y ya había andado mucho..., mucho..., cuando se pararon las alpargatas orilla de otro peñasco como el anterior. Y allí ya, como sabía que antes no había hecho más que dar un palo, hizo lo mismo, y le contestó una voz mu profunda:
-¿Quién?
Y él la contestó:
-Servidor.
Y salió su hermana, como ya había salido la otra antes. De que se abrazaron como hermanos, le dijo lo mismo que la otra, que qué objeto traía por allí.
-En busca vuestra -contestó.
-Pero, ¡mira, hermano!... -le dijo-. Tienes que marchar antes que venga mi marido, porque si viene y te encuentra aquí, te matará y te comerá.
-Pues, ¿qué es tu marido? -preguntó el hermano.
-Pues, el Rey de las Águilas -contestó la hermana.
-¡Anda! Así me decía también la otra hermana nuestra, que me mataría su marido. Pero tengo un sombrero que me le pongo y no me ve.
-Pero te huele, y te tengo que presentar.
-Pero así me decía la otra hermana, y no me hizo nada su marido..., antes se alegró el verme.
Bueno, pues llegó su marido.
-A carne humana me huele. ¡Si no me lo das, te mato! -Hombre, es un probecito hermano mío, que ha venido en busca nuestra y se ha alegrado tanto el encontrarnos.
-Pues, ¡que salga, que no le haré nada! Salió, se saludaron, y le dijo:
-Cuñao, en mala ocasión vienes. Dinero no hay. Pero toma una pluma de mi cabeza, y cuando te se ofrezga algo, dices: «¡Salga el Rey de las Águilas!»
Ya se marchó de allí en busca de la pequeña. Se puso las al­pargatas y dijo:
-¡Alpargatas mías, poníme ande está mi hermana la más pe­queña!
Anduvo mucho, mucho, mucho, mucho... Ya tenía mucha ham­bre y dijo a la servilleta:
-¡Servilleta, compónte!
Se compuso de todos los manjares. Comió lo que le pareció y arrecogió su servilleta otra vez y la guardó. Echó a andar otra vez hasta que ya había andado mucho y se pararon las alpargatas a orilla de un río. De modo que el hombre no sabía adónde lla­mar. Ya fue y se le ocurrió dar un golpe en el agua. Y contestó una voz mu profunda:
-¿Quiéeen?
Y él contestó:
-Servidor.
Y salió su hermana a contestarle. Se saludaron y luego la her­mana le preguntó que con qué objeto iba por allí. Y él la contestó que en busca de ella... Ya después que estuvieron un rato hablan­do, le dijo la hermana:
-Pero, ¡mira, hermano!... Tienes que marchar antes que ven­
ga mi marido, porque si viene, te come.
-Pues, ¿qué es tu marido? -preguntó el hermano.
-El Rey de los Peces -dice la hermana, y te come.
-No -dice el hermano, porque tengo un sombrero que me le pongo y no me ve.
-Pero te huele, y te tengo que presentar.
-Así han dicho las otras que he estado con ellas; pero no se han metido los cuñaos conmigo para nada..., antes alegrándosen el haberme visto.
Ya vino su marido.
-Mujer, a carne humana me huele. ¡Si no me lo das, te mato!
-Hombre, que es un probecito hermano mío y viene en busca nuestra.
-¡Vaya, que salga, que no le haré nada! Salid, se saludaron y le dijo:
-Cuñao, en mala ocasión vienes. Dinero no hay. Pero toma una escama de mi cabeza, y cuando te se ofrezga, dices: «¡El Rey de los Peces, favorecíme! »
Bueno... Ya salió de casa de su hermana. Y dijo a las alpar­gatas:
-¡Alpargatas mías, poníme donde sea mi suerte buena o mala!Le metieron por un callejón muy estrecho y muy oscuro. Y ya después que anduvo mucho..., mucho..., alcanzó a ver una luz. Y él seguía a la luz, y llegó por fin a un castillo. Entró en el castillo y en una habitación vio que había un gigante y una señora. A la noche llevó el gigante la cena a la señora. Entonces él se puso el sombrero y, como no le vía nadie, se puso a cenar con ella. Comió de su plato y bebió de su copa. Cenó la señora y le llamó al gi­gante:
-Gigante, ¡qué poca cena me has traído!
-Señora, lo mismo que todas las noches...
-¡No! -le dijo la señora-, porque me he quedado con mu­cha hambre.
-Pues, sí, señora. La he traído lo mismo que todas las noches.
Conque ya se acostaron. Y al acostarse, el hombre que había allí se fue a meter con ella en la cama. Y la señora, toda asustada, llamó:
-¡Gigante, que aquí hay gente! Fue el gigante.
-Señora, que aquí no es posible que haya gente de carne hu­mana más que nosotros dos.
Y se volvió a marchar el gigante. Apenas se había acostado el gigante, le volvió a llamar:
-¡Gigante, que aquí hay gente!
Conque fue el gigante otra vez. La dijo:
-Señora, que no es posible que aquí haya gente de carne hu­mana más que nosotros dos, la he dicho a usted. Y si me vuelve usted a llamar, ¡la mato!
De modo es que el señor que estaba allí, de que se acostó el gigante otra vez, se fue a meter con ella. Y ella, atemorizada, ya no se atrevió a hablar. Y él la dijo.
-No se asuste usted, señora. Dígame usted cómo es para es­tar usted aquí.
Y le dijo la señora:
-Este es un castillo encantado, y no puedo salir de aquí.
-Pues, ¿cómo usted no ha de poder salir de aquí?
-Porque hay que matar al gigante, y eso no puede ser.
-Y ¿cómo no ha de poder ser?
-Pues, mire usted; porque en el mar hay una peña, y en aque­lla peña hay una palomita. Y esa peña la tienen que echar fuera del mar. Y una vez que esté la peña fuera, la hay que deshacer. Y entonces es cuando sale la paloma, y esa palomita la hay que coger. Y esa palomita tiene un huevo, y se lo hay que sacar viva la paloma.
Y el caballero dijo:
-Pues, ¡vaya! ¡Eso está concedido! Verá usted que traeré el huevo, y se hará lo que usted desea. Volvió a decir a las alpargatas:
-¡Alpargatas mías, poníme en el mar junto a una peña que tiene el misterio que necesita esta señora!
Y se puso allí. Y dijo entonces:
-¡Rey de los Peces, echarme esa peña fuera del mar!
Y entonces los peces, ¡ajá..., hala!..., a la peña hasta que la echaron fuera. Así que una vez fuera la peña, dijo:
-¡Rey de los Carneros, deshacerme esa piedra!
Y allí vería usted todos los carneros hasta que la hicieron pe­dazos. Y entonces salió la paloma, y él dijo:
-¡Rey de las Águilas, cogerme esa paloma y traérmela!
Y vinieron todas las águilas, la cogieron y se la llevaron. Ya se puso las alpargatas otra vez y dijo:
-¡Alpargatas mías, poníme otra vez donde la señora, de don­de he venido!
Y llegó, y sacaron el huevo de la paloma viva. Y ya el gigante estaba malo. Y la dijo a la señora:
-¡Ay, señora! ¡Bien me decía usted a mí anoche que aquí había gente!
Y luego, cuando se quedaron solos, preguntó a la señora el del huevo que cómo había que hacer con el huevo para matar al gigante. Y le dijo la señora:
-Cuando el gigante esté dormido, le tiene usted que dar en la frente. Y entonces se le mata, y es cuando desencantaremos esto y podré salir de aquí. Pero mire usted: el gigante, cuando tenga los dos ojos cerrados está dormido, y cuando tenga el uno cerra­do y el otro abierto, entonces está despierto.
Y le dijo también la señora:
-Tenga usted buen cuidado de darle con el huevo bien en me­dio de la frente, porque si no, no se le mata. Y entonces sería ca­paz de devorarnos.
Y el joven se puso el sombrero para ver cuándo estaba dormi­do. Tan buen acierto tuvo que le dio en medio de la frente, y quedó el gigante muerto en la cama.
Ya aquello se volvió un palacio. Y la señora, y todas sus her­manas, que también estaban encantadas, se desencantaron. Y se casó el señor con ella, y hicieron una boda muy rumbosa. Vinie­ron las hermanas a la boda y colorín, colorete...

Sepúlveda, Segovia. Narrador LXXX, 4 de abril, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. Anonimo (Castilla y leon)



No hay comentarios:

Publicar un comentario