Un hombre tenía un carro
y una pareja de bueyes. Un buen día, uno de los bueyes se extravió en el monte
y hubo de salir en su busca. Después de encontrarlo, lo juntó con el otro, lo
unció a la yunta y partió con el carro para cargarlo de leña.
Al llegar a cierto lugar,
vio que estaba ardiendo un bosquecillo y sintió una voz de serpiente que
gritaba: “¿No hay nadie que quiera salvarme? Haré rico a quien me ayude."
Se detuvo el hombre con
el carro, sintió lástima por la serpiente y le preguntó:
-¿Pero cómo voy a hacer
para salvarte?
-Echa la zamarra sobre el
fuego -le dijo la serpiente, y sujétala con una mano. Yo saltaré por encima.
Lanzó el hombre su
zamarra de piel de cabra sobre un matorral ardiente y la serpiente saltó del
roble a ella, y de la zamarra al hombro de su salvador. Se asustó al principio
el hombre, pero al darse cuenta la serpiente le dijo:
-Como recompensa por
haberme salvado, voy a convertirte en un rico hacendado. Abre la boca para que
me meta dentro. Pero antes debes saber algo más, y es que en el mismo lugar en
que le reveles a alguien mi existencia, al instante habrás de morir sin
remedio.
Abrió la boca el
compasivo hombre, la serpiente se introdujo en su cuerpo... y de inmediato sintió
la sensación de que podía oírlo todo. Fue a cortar leña y junto a cada pequeño
roble ante el que se detenía oía que le decían: "¡No me cortes a mí! ¡No
me cortes a mí!" De este modo se le hizo imposible cortar nada, así que
tuvo que cargar el carro con ramas y matorrales secos y regresar a casa.
Por el camino oyó como
los dos bueyes hablaban entre ellos. El que había pasado la noche en el establo
le decía al que se había extraviado en el monte:
-¡Corre un poco más, a
este paso no vamos a llegar nunca!
-Vaya, hermano -le
replicó el otro, para ti resulta fácil, pues has estado toda la noche
tranquilamente en el pesebre comiendo pienso y paja, mientras que yo me he
pasado la noche entera muerto de miedo en el hayedo y sin poder llevarme a la
boca una sola brizna de hierba.
El hombre sintió lástima
del buey extraviado y detuvo la yunta en un prado con hierba hasta la rodilla.
Soltó a los bueyes del yugo y los dejó pastar, mientras él mismo se sentaba a
descansar a la sombra de un roble. En esto aparecieron por allí dos pájaros
hablando entre ellos:
-Si ese hombre supiera
que, ahí mismo donde está sentado, encontraría tres bolsas de monedas con sólo
arañar un poco el suelo con la mano, no se marcharía sin llevárselas. Pero como
no es capaz de oírnos...
-Que me aspen -se dijo el
hombre, si no averiguo si es verdad lo que dicen esos pájaros.
Se puso a cavar con las
manos y al poco rato encontró tres bolsas repletas de dinero.
-¡Esto sí que es suerte!
-se puso a gritar a grandes voces.
-¡Ahora estoy salvado
para siempre!
Unció nuevamente los
bueyes, cargó los sacos en el carro y partió hacia su casa. Nada más llegar los
enterró en un rincón apartado del huerto.
Tiempo después, se le
ocurrió visitar los apriscos de las cumbres donde tenía el ganado menor.
-Yo voy contigo también
-le dijo su mujer.
-Está bien -accedió el
esposo.
Montó él a lomos del
caballo de silla y le dejó la mula a la mujer. Habían recorrido un trecho del
camino, cuando oyó que le decía el caballo a la mula:
-Anda un poco más aprisa,
se nos va a hacer de noche en el camino.
-A ti te parece fácil -le
respondió la mula, tú sólo vas cargado con uno y yo sin embargo llevo a cuatro,
pues llevo la leche y a la mujer en cinta.
-Desmonta -le dijo el
hombre a su mujer, y sube al caballo. Yo continuaré en la mula.
De este modo quedaron
igualadas las cargas y pudieron caminar más aprisa.
Cuando ya se encontraban
próximos a los apriscos, les salieron al paso unos perros ladrando.
Al oírlos, el perro
grande les dijo a sus compañeros:
-¿Qué hacéis vosotros
ahí? Ahora es momento de vigilar. Todas las noches las alimañas le devoran
corderos al amo y vosotros no os enteráis de nada. Os pasáis la noche entera
durmiendo mientras yo me desgañito ladrando.
-¡Que se las coma el
lobo, ojalá no le quede ni una! -le respon-dieron los otros perros.
-A ti te dan noventa oke [1]
de leche para ti solo, pero a nosotros no nos dejan más que los restos. Estamos
hambrientos.
-Pues guardad vosotros el
ganado por una noche -les replicó el más grande, para que yo pueda dormir un
poco, y os daré entonces toda la leche que queráis.
-De acuerdo, nos
quedaremos a vigilar -le respondieron todos a un tiempo.
-Está bien -les dijo el
grande.
-Manteneos al acecho.
Cuando el pastor esté ordeñando las ovejas, yo iré y le acariciaré, después,
en cuanto él se marche en busca de la tranca para la puerta, ensuciaré con la
cabeza el cubo de la leche recién ordeñada. Entonces la tirarán y vosotros
podréis beber cuanto queráis.
El amo había escuchado
toda aquella conversación.
-¡Pero bueno! -se dijo.
-¡Tendré que ir a
comprobar si es verdad todo lo que han estado hablado!
Cuando regresaron los
pastores con el rebaño y se pusieron a ordeñar, el perro grande se acercó al
pastor que llevaba el cubo de la leche, se puso a hacerle carantoñas, llevándole
de acá para allá. En cuanto dejó el pastor el cubo en el suelo y se marchó en
busca de la tranca, el perro grande metió la cabeza en el cubo y ensució su
contenido. Al verlo el pastor se puso a tirarle piedras al tiempo que lo insultaba,
pero el perro echó a correr y escapó.
-Tira lo que hay en ese
cubo, está sucio -le dijeron los otros pastores.
-No, no -les atajó el
amo, lo han ensuciado a propósito para bebérselo ellos, así que es mejor que
se lo des a los perros.
Se acercaron los perros y
bebieron cuanto pudieron y permane-cieron toda la noche de guardia ladrando
alrededor del aprisco, de forma que el lobo no pudo comerse ningún cordero.
Entretanto, el perro grande conseguía descansar hasta las primeras luces.
Los pastores querían
honrar debidamente a su patrón, así que entraron en el redil y cogieron un
cordero lechal.
-¡Ayúdame! -le decía el
cordero a su madre.
-¡Ni siquiera un año me
van a dejar que cumpla!
-¡Qué le voy a hacer,
hijo mío -le respondió la oveja, a mí siempre me anda rondando la desgracia! Ya
me han arrebatado ante mis propios ojos a ocho hermanos tuyos lo mismo que
ahora te llevan a ti. Y ya ves, hay aquí en este redil otras ovejas que en ocho
años no saben lo que es el cuchillo para sus crías.
Oyó el amo lo que
hablaban el cordero y la oveja, detuvo al pastor y le dijo:
-¿Hay en este aprisco
ovejas que tienen vivos los corderos de ocho partos?
-Sí, amo -le respondió el
pastor.
-¿A la madre de este
cordero -continuó el amo, cuántos le quedan vivos?
-Sólo éste -le respondió
el pastor.
-Se los hemos matado
todos los años.
-Pues dejad que viva ese
cordero -ordenó el amo, e id a coger uno de la que tiene los ocho vivos.
Cuando se disponía el
señor a regresar a su casa, le dijo a su mujer:
-Monta en el caballo
ensillado.
La mujer le obedeció,
pero empezó a sospechar algo.
-A ti te ocurre algo -le
dijo.
-Ya no eres el mismo de
antes, ¿por qué no me cuentas también a mí lo que sucede?
Y a partir de entonces no
cesó de repetirle las mismas palabras, a todas horas, todos los días, hasta
que consiguió hartarlo y hacerle hablar.
-¿Cómo voy a contártelo,
esposa mía? -le dijo.
-Nada más abrir la boca
para hacerlo caería muerto.
-Eso no puede ser verdad
-le atajó ella.
-Tú estás loco. Anda,
cuéntamelo, que no te va a pasar nada.
-Está bien -accedió el
hombre, te lo contaré. Pero, antes de que muera, dame algo de cebada para
echársela a las caballerías, no creo que tenga oportunidad de volver a hacerlo.
-Sí, hombre, te daré toda
la cebada que quieras... Con tal de que no pidas otra cosa...
Se levantó a toda prisa y
le preparó una brazada de cebada. Fue a echársela el hombre a las caballerías
y cuando iba a hacerlo el caballo de montar le golpeó los brazos con la cabeza
y derramó toda la cebada. Al punto acudieron las gallinas a picotear.
Le dijo entonces el
caballo a las gallinas:
-¡Ay, amigas gallinas, la
desgracia que se nos viene encima! Como el amo le cuente su secreto a su mujer
y se cumpla lo que dijo la serpiente, a no tardar moriremos también tanto
vosotras como yo.
-¡Así reviente, lo tendrá
bien merecido! -le respondió el gallo.
-¿A quién se le ocurre
arriesgar la vida por unas palabras de su mujer?
-¡Qué le va a hacer!
-continuó el caballo.
-Ya le tiene hasta la
coronilla.
-¡Cómo que qué le va a
hacer! -se enfureció el gallo.
-Yo tengo diez gallinas,
las mando a todas en busca de grano y luego los granos me los como yo. ¿Por qué
no le da una buena paliza a esa mujer y le arranca de una vez el alma? ¡Alma
por alma! ¿Cómo puede uno llegar a estar tan loco?
El amo escuchaba con atención
todo lo que conversaban el gallo y el caballo.
-¿De modo que así están
las cosas? -se dijo.
Sin pensárselo un momento
más, llamó inmediatamente a su mujer y le dijo:
-Atiende, mujer, dame un
buen palo que me hace falta para una cosa.
Cogió el palo y acto
seguido le sacudió cuantos golpes quiso y en todas las partes del cuerpo donde
alcanzó.
-¿Quieres saber lo que yo
sé? -le decía a voces, entre burlas.
-¡Pues toma, entérate!
La mujer gritaba y el
hombre no cesaba de sacudirla.
Y así fue como no fue
necesario que le contara nada a su mujer.
El caballo y el gallo se
regocijaron y el amo vivió durante largos años rodeado de felicidad.
110. anonimo (albania)
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