Esto era
un hombre que tenía una pequeña tienda en un pueblo; era una tienda en la que
vendía telas y ese tipo de cosas. Como buen comerciante que era, tenía la
costumbre de viajar a menudo por los pueblos de alrededor para colocar su
género. Un día, llegó a uno de estos pueblos y, al ir a dejar su caballería en
la cuadra, se encontró con que había un muerto allí tirado en el muladar, que
lo estaban comiendo los perros. Y dijo el hombre:
‑¡Válgame
Dios! Pero ¿cómo se consiente esto? Ahí tirado en mitad del estiércol.
Y le
dijeron:
‑Mire
usted, aquí somos tan pobres que al que muere no se le hace entierro sino que
se le echa al muladar.
Y dijo el
hombre:
‑Esto es
inhumano, esto no puede ser. Nada, que lo entierren ahora mismo, que yo pago el
entierro, y no se hable más.
Y así se
hizo.
Pues
resulta que este buen hombre estaba enamorado de la hija de un marqués. Y como
la muchacha también le quería, pues aunque fuera menos que ella se casó con él.
Y esta muchacha tenía un primo camal que pretendía casarse con ella y que se
quedó con las ganas.
El mismo
día de la boda, los novios se embarcaron en un barco que les tenía que llevar
por mar al palacio de los marqueses, porque la muchacha quería que conocieran a
su marido. Y en el barco, entre otros familiares, iba el primo que la pretendiera. Y ya
estaban en alta mar, cuando el primo le dijo al hombre, que se llamaba Juan:
‑Eh,
Juan, ven a mirar cómo están de revueltas las olas.
Juan se
asomó, confiado, y entonces el primo, aprovechando que todos estaban
distraídos, le dio un empujón y lo tiró al mar.
En cuanto
se vio perdido en el mar, el hombre luchó por su vida y, nadando, nadando, dio
con una tabla a la que aferrarse y allí se sostuvo hasta que el mar lo echó a
una isla desierta.
Allí en
la isla tuvo que sobrevivir de lo que encontraba y dormir en lo alto de los
árboles por miedo a las fieras, y le creció una gran barba y un cabello muy
largo y así pasaron uno o dos años, que él no sabía ya porque perdió la cuenta
de los días.
Y sucedió
que, pasado el tiempo, y al ver que Juan no aparecía por ninguna parte, la
muchacha aceptó casarse con su primo carnal.
Estaba ya
a punto de celebrarse la boda cuando Juan, que seguía en la isla desierta, oyó
de repente una voz que decía:
‑¡Juan de
Calaiíís!
Empezó a
mirar a un lado y a otro sin ver a nadie y creyó que ya se había vuelto loco;
pero la voz insistió:
‑¡Juan de
Calaiíís!
Y ya se
atrevió a decir:
‑Aquí
estoy.
Y dijo la
voz:
‑Vengo a
avisarte de que dentro de tres días tu esposa se casa con su primo, el que te
tiró al mar. ¿No querrías volver donde ellos e impedir la boda?
El hombre
dijo que sí y la voz le dijo entonces:
‑Pues yo
puedo llevarte allí, pero ha de ser con una condición.
‑Está
bien ‑dijo el hombre.
‑La
condición es ésta ‑dijo la voz‑: me tienes que dar la mitad del primer hijo que
tengas.
‑¡Eso es
imposible! ‑protestó el hombre, indignado.
‑Pues
piénsalo bien y mañana volveré otra vez ‑dijo la voz.
Al día
siguiente estaba el hombre meditando a la orilla del mar cuando escuchó la voz
que le llamaba:
‑¡Juan de
Calaiíís!
‑Aquí
estoy ‑dijo.
‑¿Has
pensado lo que te dije ayer? ‑preguntó la voz.
‑Sí, lo
he pensado, pero es imposible ‑contestó.
‑Pues
piénsalo otra vez, que mañana volveré. ¡Y es mañana cuando se casa tu esposa! ‑dijo
la voz.
Al día
siguiente, la voz le volvió a llamar:
‑¡Juan de
Calaiíís!
Y él
contestó:
‑Aquí me
tienes.
Dijo la
voz:
‑¿Qué, lo
has pensado mejor?
Respondió
el hombre:
‑Sí, lo
he pensado y acepto el trato.
Y dijo la voz:
‑Pues
atiéndeme bien: tú cierra los ojos. Cuando los vuelvas a abrir te encontrarás
a la puerta del palacio del marqués. Entonces debes dirigirte a la sala de los
pobres, donde hay una comida para ellos. Entrará la prima de tu mujer, que se
llama María, a quien tú conoces. Cuando vaya a darte comida tú te echas la mano
a la barba; al echarte la mano a la barba, ella te conocerá por el anillo de
boda. Y luego sucederá lo que tiene que suceder.
Dijo Juan:
‑De acuerdo ‑y cerró los ojos.
Cuando
los abrió, estaba a la puerta del palacio y se fue en seguida a la sala de los
pobres. Esperó a que sirvieran la comida y, cuando le tocó a él, se echó la
mano a la barba y la prima
María , que la vio, salió apresuradamente de allí. Y se fue a
toda prisa a buscar a su prima, la esposa de Juan, y le dijo en seguida:
‑¿Sabes quién está ahí abajo?
Dijo ella:
‑Pues ¿quién está?
Dijo su prima:
‑Tu marido.
Y ella:
‑Eso es imposible.
E insistió la prima María :
‑Te digo
que es él y está en la sala de los pobres y lo he conocido por el anillo que
lleva.
Y ella, entonces, dijo:
‑Hazle venir inmediatamente.
‑Bueno.
Pues ahora tú te vas a lavar, a afeitar y a vestir dignamente, que el otro
tiene que purgar lo que ha hecho contigo y también conmigo.
Lo
primero se lo dijeron al marqués, que en seguida estuvo de acuerdo con ellos.
De modo que prepararon, en un recodo del camino de la capilla donde se iba a
celebrar la boda, una gran hoguera y sobre ella montaron una enorme caldera de
agua hirviendo. En fin, salieron de la casa camino de la capilla los novios y
los padrinos y todos los invitados en procesión y cuando llegaron al recodo
donde estaba la hoguera, les salió Juan de Calaís al paso, todo afeitado y
vestido, que se le podía reconocer. Y el primo se quedó pasmado al verle y
dijo:
‑¡Juan de Calaís!
Y dijo Juan:
‑Yo soy,
que tú me tiraste al mar para casarte con mi esposa. Ahora te toca purgarlo.
Y entre
varios le cogieron y le echaron en la caldera, donde se deshizo en un momento.
Con esto,
los dos esposos ya pudieron vivir felices. Y al cabo de un año la mujer tuvo un
hijo. Juan de Calaís estaba a un tiempo contento y desesperado, pues no se
atrevía a contarle a su esposa el trato que había hecho para escapar de la
isla e impedir la boda con el primo. Y así pasaba los días sin poder dormir.
Una noche
en que estaba en vela y solo, escuchó de pronto una voz que decía:
‑¡Juan de
Calaiíís!
Se quedó demudado, porque
reconoció la voz; y dijo:
‑Aquí estoy.
Dijo la voz:
‑¿Te acuerdas de lo que
prometiste?
Y dijo él:
‑Sí que me acuerdo.
Y dijo la voz:
‑Pues mañana vendré por ello.
Al ver
esta situación, el hombre no tuvo más remedio que confesarle a su mujer el
trato que había tenido que hacer para salir de la isla. Y su esposa se
abrazó a él, diciendo:
‑Si es
así, no habrá más remedio que dárselo. Pero tendrás que hacerlo tú solo porque
yo no puedo ver cómo parten a mí hijo por la mitad.
A la
mañana siguiente, el hombre preparó una tabla de madera ancha y grande donde
poder echar al niño, luego estuvo afilando el hacha y después mandó a buscar al
niño y se quedó a solas con él y lo preparó sobre la tabla, en espera de que la
voz viniese a cumplir lo que había dicho. Y entonces escuchó:
‑¡Juan de
Calaiíís!
Dijo él:
‑Aquí estoy.
Dijo la voz:
‑¿Tienes al niño contigo?
Dijo él:
‑Sí, aquí lo tengo.
Dijo la voz:
‑¿Vas a cumplir lo prometido?
Dijo él:
‑Sí, lo cumpliré ‑pero lo decía
con tales lágrimas que daba pena verlo.
Levantó
entonces el hacha sobre su cabeza y ya iba a descargarla sobre el niño cuando
sintió una mano invisible que le detenía. Y oyó que decían:
‑¡Juan de
Calaiíís! ¡Detente!
El hombre se detuvo.
‑¿Recuerdas
aquel muerto que un día enterraste humanamente, que se lo estaban comiendo los
perros en un muladar?
Dijo Juan de Calaís:
‑Sí, lo recuerdo.
‑Pues el
alma de ese muerto soy yo, que he venido a salvarte de tu dolor. Ve y vive
feliz con tu esposa y tu hijo para que puedas seguir haciendo tan buenas
acciones como la que hiciste conmigo.
003. anonimo (españa)
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