Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

Xhefa y sefa

Erase que se era, un rey que no tenía hijos. Un día acudió a verlo un derviche.
-¡Feliz tú -le dijo, con toda la riqueza que posees!
-De qué me sirve la riqueza -respondió el rey, si Dios no ha querido concederme un heredero.
-El Señor habrá de dártelo -le anunció el derviche; pe­ro es preciso que la noche en que tú yazcas con tu mujer, no lo haga ningún otro hombre con la suya.
El rey envió entonces un heraldo a las cuatro esquinas del mercado:
-¡Desgraciado del que yazca esta noche con su mujer, pues hoy habrá de hacerlo únicamente el rey!
Ahora bien, había una pareja de gitanos que se encontra­ban en el bosque recogiendo zarzamoras y no oyeron al pre­gonero. Regresaron a casa y se dieron placer. Tampoco ellos tenían hijos. La gitana quedó en cinta aquella noche, de igual modo que la reina. Tuvieron pues sendos varones, al cabo del tiempo preciso, tanto el rey como el gitano. El pri­mero no sabía que el gitano había tenido también un hijo y esperaba el regreso del derviche para ponerle nombre al su­yo, pues le había encomendado que no lo hiciera antes de que él volviera.
Cumplió el muchacho doce años y aún no tenía nombre. Un día le dijo él joven a su padre:
-Hay hijos de pordioseros en la escuela islámica que tie­nen nombre, y a mí, el hijo del rey, me llaman "el sin nom­bre". ¿Me vas a poner nombre de una vez o qué?
Y el rey convocó a sus consejeros. Dos de ellos querella­ban entre sí. Uno decía: "Pongámosle de nombre Mehmet"; el otro sostenía: "No, pongámosle Ahmet". En ese momen­to llamaron a la puerta, salió el rey al umbral y de pronto se encontró frente a él ¡al derviche!
-¿Qué es lo que ha sido de ti? -le preguntó.
-¡Hoy había reunido a mis consejeros para ponerle nombre al muchacho! El otro le respondió:
-Trae a tu hijo aquí, resulta que tiene un hermano. Cuando llegó el muchacho, lo tomó de la mano y en compañía del rey fueron al zapatero.
-¡Le vas a hacer un par de zapatos a este joven! -dijo el derviche.
Ahora escúchame bien -le dijo al zapatero una vez el calzado estuvo listo:
-A todo el que venga por aquí le pro­barás esos zapatos. Cuando le estén bien a alguien, acude enseguida a avisarnos.
Poco más tarde se le antojó al hijo del gitano:
-¡Quiero unos zapatos, quiero unos zapatos!
-Está bien -le dijo el gitano a su mujer, vamos a com­prarle unos zapatos al niño.
Y resultó que fueron a parar al mismo zapatero:
-Queremos un par de zapatos para el muchacho -dije­ron.
Les dio a probar un par y le estaban pequeños; les dio otro y le estaban grandes.
-No tengo zapatos para vuestro hijo -dijo, pero al mo­mento se arrepintió. 
-Esperad, esperad un instante -les di­jo, tengo otro par por aquí.
Les dio los zapatos del hijo del rey, se los probó el niño y le venían justo a la medida. Dijo entonces el zapatero:
-Esperad un poco aquí, tengo que hacer un recado.
Acudió corriendo, recogió al rey, a su hijo y al derviche y los llevó a la zapatería.
-¿Ves como tenía razón cuando te dije que tu hijo tenía un hermano? Fíjate bien en ellos.
Tenían los dos la misma cara, idéntico cuerpo. Entonces el derviche le puso al hijo del rey de nombre Sefa y al del gi­tano Xhefa.
-Ahora escuchadme -les dijo el derviche.
-Si estos mu­chachos viven siempre en el mismo lugar, los dos viviran, pero si dejan de estar juntos, ambos morirán.
Dijo entonces el rey:
-Pues me llevaré conmigo a este muchacho también.
-No -se opuso la gitana.
-Yo no podría vivir sin mi hijo.
-Pues venid también tú y tu marido a mi casa- respon­dió el rey.
-Venid conmigo los tres.
Y así lo hicieron. Los dos niños vivían en la misma habi­tación, dormían juntos, juntos iban a la escuela... Y crecie­ron y se hicieron adultos.
Una noche, al hijo del rey se le apareció una voz que le decía: "¡Qué hermoso eres! ¡Si consiguieras por esposa a la hija del rey de Bagdad, no tendrías par en el mundo!" Al le­vantarse el muchacho por la mañana quedó pensativo. El día entero lo pasaba en sombrías cavilaciones.
Al notarlo, le preguntó el rey al hijo del gitano:
-Xhefa, ¿qué le ocurre a Sefa para estar tan cabizbajo?
-No lo sé -fue su respuesta.
-Comes, bebes, duermes con él. ¡Cómo es que no lo sabes!
-Lo siento, pero no sé nada.
-¡verdugos, venid y lleváos a Xhefa!- gritó indignado el rey.
-¡Te lo ruego, no me mates, espera a que le pregunte! Corrió entonces junto a su compañero y le preguntó:
-Sefa, por favor, dime qué te ocurre, de lo contrario tu padre me va a matar.
-Él es el rey y puede matar a quien se le antoje -le res­pondió.
-En cuanto a mí, no me pasa nada.
Se dirigió entonces Xhefa al rey:
-No le ocurre nada, mi señor.
-Matadle, pues, ya que se niega a decírmelo -ordenó el rey.
-Por favor, déjame que le pregunte de nuevo.
-¡Te lo imploro, Sefa, cuéntame lo que te ocurre, tu pa­dre me matará si no se lo digo!
-Ve y dile que quien me obsesiona es Gjylperria.
-Su padre se encargará de encontrarle una esposa respon­dió el rey cuando Xhefa fue a contárselo.
-La que él quiera. Se dirigió el propio rey a decírselo a su hijo:
-No te preocupes, hijo mío, tu padre te conseguirá a la mujer que tu elijas.
-Pues ahora que ya os habéis enterado, me marcho -dijo Sefa y se fue.
El hijo del gitano se fue tras él con un libro bajo el brazo, que además de proporcionarle placer le resultaba de utili­dad. El del rey estaba tan absorto con su obsesión que no era capaz de atender a otra cosa.
Camina que camina, llegaron los dos a una llanura. En medio de aquel campo se alzaba un álamo solitario. "Deten­gámonos un rato, se dijeron, descansemos un poco aquí, a la sombra de este álamo". El hijo del rey se tendió y ense­guida se quedó dormido. Xhefa abrió el libro y se puso a leer. Al rato, se acercaron tres mujeres al árbol y la primera de ellas dijo:
-Estos dos han partido en busca de Gjylperria.
-Sí -continuó la segunda, y la conseguirán.
-Bien -dijo la tercera, pero cuando vuelvan a este lugar, ¡el árbol se derrumbará y los atrapará a los cuatro! Aunque éste es inteli-gente, y si es capaz de darse cuenta, lo cortará -añadió. El muchacho continuó leyendo un rato, al cabo del cual despertó a Sefa.
-Despierta, Sefa, tenemos que continuar.
Llegaron a la ciudad próxima y se dirigieron los dos a casa
de una vieja a la que pidieron albergue para aquella noche. -No tengo sitio, hijos míos. Mi casa no es más que una
cabaña -les respondió ella.
Pero ellos sacaron un puñado de monedas de oro y se lo dieron a la vieja.
-Está bien -aceptó al fin, venid. Pero yo hoy tengo que
salir.
-¿Adónde vas?- le preguntó Xhefa.
-Se casa Gjylperria, voy a ver si me dan algo de comer en el convite.
-¿Por qué no me llevas contigo, buena mujer? Cúbreme con un velo como si fuera una mujer y de ese modo te po­dré acompañar -le rogó Xhefa.
Se envolvió en el velo y partió en compañía de la vieja. -Cuando Gjylperria te pregunte qué relación tengo con­tigo, contéstale que soy la hija de tu hija.
Llegaron por fin y entraron en la habitación de la novia.
Se inclinó Xhefa sobre la joven y se apartó el velo. Cuando Gjylperria abrió los ojos quedó maravillada, diciendo para sí: ¿Qué cosa tan hermosa es ésta? Y les gritó a las mujeres:
-¿Tres días llevo ya vestida de novia y todavía no os ha­béis hartado de mirarme? Marcháos, salid fuera.
Anciana -le dijo, ¿qué es lo que es tuyo?
-Es la hija de mi hija -respondió la vieja.
-¡Pero si resulta que es más hermosa que yo!
-Así la hizo el Señor en su magnanimidad.
-Está bien, abuela, tú vete ahora. Ésta se quedará hoy aquí conmigo -dijo Gjylperria.
-¡No, pobre de mí! -se opuso la vieja.
-¡No la puedo de­jar contigo!
Xhefa le dio un pellizco en la pantorrilla y le dijo en un susurro: "¡Vete tú, yo me quedo!
Anocheció. Se acostaron ambos y durmieron en la misma habitación. Ella se pasó toda la noche provocando al mu­chacho, pues no se daba cuenta de nada y le decía:
-¡Ay muchacha, qué hermosa eres! ¡Si fueras hombre me marcharía contigo y abandonaría a mi marido!
-Resulté mujer -respondía él.
Hasta el amanecer no lo dejó tranquilo. Ya entrado el día se levantaron.
-Escucha Gjylperria. Llevas toda la noche diciendo: Si hubieras sido hombre, te hubiera elegido a ti. Pues bien, hombre soy y he venido en tu busca.
-¿Y a qué has estado esperando durante toda la noche? -le preguntó ella.
-Eso es cosa mía, pero dame una oportunidad. Yo no te quiero para mí, sino para otro.
-¡Ah, no! -se opuso ella.
-¡Si quieres me voy contigo, pe­ro con otro no quiero!
-No tengas cuidado -le respondió él.
-Si él no te gusta, me quedaré yo contigo.
-Está bien, pero ahora tienes que irte -le dijo ella.
-Aquí afuera tenemos un mausoleo. Es nuestra costumbre que cuando la novia pasa junto a él, debe bajar del palanquín y entrar sola para rezar durante unos momentos. Antes de que yo llegue, metéos vosotros dentro y esperadme.
Se fue Xhefa y llegó junto a su compañero.
-Ven conmigo, Sefa -le dijo, tenemos que entrar en el mausoleo a esperarla. Cuando ella llegue no debes decir una sola palabra. Veremos si es capaz de reconocerme.
Llegó la novia, el palanquín se detuvo, penetró ella en el mausoleo y cerraron la puerta tras ella. Al abrir los ojos vio a los dos juntos en pie, pero no era capaz de distinguirlos.
-Está bien, ¿quién es el que me quiere y quién estuvo anoche conmigo?
-Yo soy quien pasó la noche en tu alcoba, éste es el que te quiere. ¿No te dije que éramos idénticos?
Se despojó ella rápidamente de las ropas y le dijo a Xhefa:
-Póntelas y métete en el palanquín.
-¿Otra vez convertido en mujer y ahora en busca de es­poso? -se quejó Xhefa.
-No olvides que los familiares necesitan una novia -res­pondió Gjylperria.
Se desnudó Xhefa, se vistió las ropas de la novia y dijo:
-¡Escucha, Sefa! Que un hombre se case con un hombre es cosa que jamás se ha visto. Por si consigo salvarme, voso­tros esperadme en el monasterio. Si no llego en tres días, marcháos, pues eso significa que no hay nada qué podáis hacer.
Partieron los dos y no pararon de correr hasta detenerse en una posada. El otro fue a la casa del novio. Aquella fami­lia tenía tres hermanas que, cuando descubrieron a la novia, quedaron deslumbradas por su hermosura. Pero Xhefa, en cuanto se hubo servido la cena, simuló estar enfermo. Fue entonces la mayor de las hermanas del novio y le dijo a la madre:
-Madre, la novia se nos ha puesto muy enferma, de mo­do que no podemos meterle hoy al novio -le advirtió.
-Dormiré yo con ella esta noche.
-¡Qué le vamos a hacer! -le respondió la madre.
Se acostaron los dos y la muchacha no paró en toda la noche de decirle:
-Qué hermosa eres. ¡Ah, si fueras hombre me iría conti­go!
-¡Resulté mujer! -respondía él.
Amaneció.
-¿Cómo ha amanecido hoy la novia?
-¡Más enferma aún!
-Bien, pues hoy me quedaré yo contigo -dijo la segunda.
-Qué espere mi hermano.
-Está bien, hija mía, con tal de que la muchacha sane.
Y se acostó esta vez la segunda con él. Y también ésta:
-¡Qué hermosa eres, cuñada mía! Si fueras hombre, te tomaría por esposo.
-¡Resulté mujer!
Despuntó un nuevo día.
-¿Cómo se ha despertado hoy la novia?
-¡Muy enferma!
-Está bien -dijo la pequeña.
-Que espere un día más mi hermano, hoy dormiré yo con ella.
Y también la pequeña se acostó con él.
-¡Qué hermosa eres! Si fueras hombre, te escogería a ti.
-Resulté mujer.
Al llegar el alba, Xhefa se levantó:
-¡Bastante me has desasosegado esta noche! -le dijo.
-¿No ves que soy varón?
-¿Ah, sí? ¿De modo que eres un hombre y yo te he desa­sosegado? ¡Pues no lo entiendo! -le replicó ella.
-Sí, soy un hombre, pero dejémoslo. ¿Tenemos alguna forma de escapar? -le preguntó Xhefa.
-Yo tengo una, pero no me fío mucho -le respondió ella.
-Bueno, ¿pero qué te ocurre ahora? Yo te cogeré de la mano, abriré camino y nos marcharemos.
Se levantó la madre por la mañana y fue a preguntar:
-¿Cómo se ha despertado hoy la novia?
-Se encuentra muy mal, madre. Está acostumbrada a que la traten con delicadeza -le dijo la hija menor.
-Me la voy a llevar a pasear un poco. No le sienta bien permanecer ence­rrada.
-Está bien, hija mía, paséala un rato.
Cogió dos buenos corceles la muchacha: en uno montó ella, en el otro la novia, y juntas salieron al patio. Dieron una vuelta al patio y un instante después huyeron a todo galope. Cuando, al cabo de tres horas, salieron gentes para averiguar dónde estaban la novia y la muchacha, ya se habían esfumado. Buscaron por todas partes, pero sin resultado. Apareció entonces por allí una anciana:
-No os inquietéis, ya os las puedo traer con un conjuro mágico.
-Hazlo, por favor -le imploraron, apresúrate. Te paga­remos bien.
La anciana hizo su conjuro. Delante de la pareja, el cami­no se tornó todo matorrales, boscaje, una intrincada selva.
-Oh, nos van a atrapar -dijo la muchacha.
-Coge un pu­ñado de tierra y arrójalo hacia atrás
Y el muchacho cogió la tierra, la tiró hacia atrás y se rompió el conjuro de la vieja.
-¡Oh, qué horror! -exclamó ella.
-Han roto mi conjuro.
-Haz otro, vieja. Te pagaremos.
Y la vieja continuó con su magia. El camino se les llenó esta vez de agua, convirtiéndose en un barrizal, una enorme ciénaga en la que se hundían los caballos.
-Aprisa, muchacho, coge un puñado de tierra y tíralo ha­cia atrás o esta vez nos atraparán.
Xhefa hizo lo que ella le decía.
-Otra vez me han roto el conjuro -exclamó la vieja.
-Continúa con otro, vieja, ya te hemos dicho que te pa­garemos bien -decía el rey, el padre de la joven.
Pero cuando la vieja quiso iniciar su nuevo conjuro, ya conseguían ellos dos avistar la posada. La magia de la vieja convirtió las bridas de los caballos en serpientes que, a causa de la distancia, a los de la posada les parecieron preciosas flores. Sefa le dijo entonces a su mujer:
-Gjylperria, Xhefa será mi inferior, pero trae unos corce­les preciosos envueltos en toda clase de flores.
La joven le dijo entretanto a Xhefa:
-Rápido, coge un puñado de tierra y arrójalo hacia atrás.
Y él volvió a obedecer.
-Vaya -dijo la vieja, han alcanzado la frontera. Mis conjuros ya no tienen efecto.
Cuando llegaron a la posada, Sefa no preguntó: ¿Cómo conseguiste escapar?, sino que dijo:
-Oye, Sefa, ¿qué corceles eran aquellos en los que veníais montados, todos cubiertos de flores? ¡Estos de ahora no son!
-Amigo, ¿ni siquiera te interesa saber cómo he consegui­do salvarme y me preguntas por los caballos? Míralos, ¿no ves un palmo de espuma a causa de la galopada. ¡Estos eran los caballos!
-No, éstos no digo, sino aquellos hermosos corceles que traías. ¿No me estarás ocultando algo?
-Camina y marchémonos -dijo Xhefa, que no tengo más caballos que éstos.
-Ya te enterarás tú cuando lleguemos a casa -le respon­dió Sefa.
-¿A mí me vas a ocultar tú los caballos mejores?
Marcharon. Tras mucho caminar, fueron aproximándose a aquella llanura en mitad de la cual se encontraba el álamo solitario.
-¿Sabes, Sefa? -le dijo Xhefa.
-Voy a marchar yo delante en busca de alguna sombra.
-De acuerdo -respondió Sefa.
Lo dejó atrás con las mujeres. Xhefa llegó hasta el álamo y lo golpeó una y otra vez con la carroza hasta conseguir de­rribarlo. Luego se sentó a esperar al sol.
-¿Qué es lo que has hecho, Xhefa?
-¿Cómo qué he hecho?
-Me dijiste: "Voy en busca de una sombra", pero has cor­tado el álamo y nos has dejado sin protección.
-Camina y siéntate como hago yo -le respondió Xhefa.
-Bien, bien. Ya van dos -dijo.
-Me ocultaste los caballos y ahora has cortado el árbol. ¡Pero cuando lleguemos a casa vas a saber lo que es bueno!
Llegaron por fin a casa, donde fueron recibidos con toda clase de parabienes. Luego, dejaron a las dos mujeres en sus respectivas estancias y Sefa le dijo al rey:
-Debes saber, padre, que Xhefa me ha engañado dos ve­ces: me ocultó unos caballos engalanados con flores y cortó el álamo a cuya sombra íbamos a descansar, dejándonos a pleno sol; casi nos asamos. ¡Esto no puede quedar así, que nos explique él las dos cosas!
-Confiesa Xhefa -le ordenó el rey, si no, te mandaré al verdugo.
-Podéis matarme si queréis, pero no tengo nada que decir.
-Verdugos, lleváoslo y ejecutadlo. Cuando volváis traed­me un pañuelo manchado con su sangre.
Los verdugos se lo llevaron, pero en el camino le dijo uno al otro:
-Escucha, no soy capaz de alzar mi mano para degollarlo. ¿A este muchacho tan hermoso voy a quitarle yo la vida? ¡Jamás!
-Estoy de acuerdo contigo, qué me vas a decir -replicó el otro.
-Tampoco yo soy capaz de ponerle la mano encima, pero ya sabes que el rey quiere que le llevemos un pañuelo empapado con su sangre.
-Pues matamos una urraca y manchamos el pañuelo.
-¿Y con éste qué hacemos?
-En un bosque cercano hay una laja de piedra tan grande como una rueda de molino. Haremos allí un hoyo hondo co­mo un pozo y meteremos al muchacho dentro. Después colo­camos la laja encima y que muera cuando le llegue su hora.
Así lo hicieron. Cavaron un gran foso, metieron al joven en él, colocaron la laja encima de la boca y se marcharon. De camino mataron un pájaro, mancharon el pañuelo con su sangre, regresaron y se lo entregaron al rey. Pero Sefa, en cuanto vio el pañuelo ensangrentado, exclamó:
-¿Qué es lo que he hecho? ¡He sido el causante de la muerte de Xhefa! ¡Si no hubiera sido por él nunca habría conseguido a mi mujer!
Y le dijo a su padre:
-Las mujeres que no salgan para nada de sus cuartos, ni la una ni la otra. ¡Si Xhefa no pudo disfrutar de la suya, tampoco yo lo haré con la mía!
-Y se dedicó a la caza.
Al cabo de diez días, acertó a pasar por aquel bosque donde estaba enterrado Xhefa. Llevaba consigo a los dos matarifes, que se decían entre ellos:
-¡Pero si se dirige hacia el hoyo!
Al acercarse a la zanja, oyó el joven una voz apagada:
-¡Sefaaaa!
Escuchó con atención, avanzó unos pasos más y de nuevo:
-¡Sefaaaa!
Indagó encima de la piedra, escuchó nuevamente:
-¡Sefaaaa!
Se tumbó sobre ella, pégó la oreja a la superficie y oyó claramente desde dentro:
-¡Sefaaa!
-Oh, estamos perdidos -se dijeron los matarifes.
-Lo ha encontrado. ¡Ahora no matará a nosotros!
-¡Eh, vosotros!
-Ordenad, señor.
-¡Venid aquí! Ayudadme a apartar esta roca.
La apartaron y vieron a Xhefa que permanecía con los ojos cerrados, lanzando débiles voces: ¡Sefaaa!
-¡Sacadlo inmediatamente del hoyo! -les ordenó Sefa.
Lo sacaron, lo cogieron en brazos y lo llevaron a casa. Se­fa llamó inmediatamente a los doctores, que acudieron pre­surosos.
-Jiene cura? -preguntó Sefa.
-La tiene -respondieron los doctores.
-Su estado se debe a la falta de alimento.
Lo trataron pues con leche, con medicinas también, y consiguie-ron devolverle la salud.
Sefa recompensó a los doctores por su labor y mandó lla­mar a los matarifes.
-¡Venid aquí! -les dijo.
-¿Qué queréis de mí por no ha­ber matado a Xhefa?
-No queremos nada -respondieron; la verdad es que no teníamos corazón para destruir esa hermosura de mucha­cho.
-Insisto, decidme qué queréis.
-No queremos nada, pero tú haz lo que tengas que hacer. Recompensó pues a los ejecutores según su criterio y le dijo luego a su padre:
-Ahora -dijo, gozaremos de nuestras mujeres.
Y finalmente cada uno de los dos tomó a su esposa y go­zó libremente con ella.

110. anonimo (albania)

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