Erase que se era, un rey
que no tenía hijos. Un día acudió a verlo un derviche.
-¡Feliz tú -le dijo, con
toda la riqueza que posees!
-De qué me sirve la
riqueza -respondió el rey, si Dios no ha querido concederme un heredero.
-El Señor habrá de
dártelo -le anunció el derviche; pero es preciso que la noche en que tú yazcas
con tu mujer, no lo haga ningún otro hombre con la suya.
El rey envió entonces un
heraldo a las cuatro esquinas del mercado:
-¡Desgraciado del que yazca
esta noche con su mujer, pues hoy habrá de hacerlo únicamente el rey!
Ahora bien, había una
pareja de gitanos que se encontraban en el bosque recogiendo zarzamoras y no
oyeron al pregonero. Regresaron a casa y se dieron placer. Tampoco ellos
tenían hijos. La gitana quedó en cinta aquella noche, de igual modo que la
reina. Tuvieron pues sendos varones, al cabo del tiempo preciso, tanto el rey
como el gitano. El primero no sabía que el gitano había tenido también un hijo
y esperaba el regreso del derviche para ponerle nombre al suyo, pues le había
encomendado que no lo hiciera antes de que él volviera.
Cumplió el muchacho doce
años y aún no tenía nombre. Un día le dijo él joven a su padre:
-Hay hijos de pordioseros
en la escuela islámica que tienen nombre, y a mí, el hijo del rey, me llaman
"el sin nombre". ¿Me vas a poner nombre de una vez o qué?
Y el rey convocó a sus
consejeros. Dos de ellos querellaban entre sí. Uno decía: "Pongámosle de
nombre Mehmet"; el otro sostenía: "No, pongámosle Ahmet". En ese
momento llamaron a la puerta, salió el rey al umbral y de pronto se encontró
frente a él ¡al derviche!
-¿Qué es lo que ha sido
de ti? -le preguntó.
-¡Hoy había reunido a mis
consejeros para ponerle nombre al muchacho! El otro le respondió:
-Trae a tu hijo aquí,
resulta que tiene un hermano. Cuando llegó el muchacho, lo tomó de la mano y en
compañía del rey fueron al zapatero.
-¡Le vas a hacer un par
de zapatos a este joven! -dijo el derviche.
Ahora escúchame bien -le
dijo al zapatero una vez el calzado estuvo listo:
-A todo el que venga por
aquí le probarás esos zapatos. Cuando le estén bien a alguien, acude enseguida
a avisarnos.
Poco más tarde se le
antojó al hijo del gitano:
-¡Quiero unos zapatos,
quiero unos zapatos!
-Está bien -le dijo el
gitano a su mujer, vamos a comprarle unos zapatos al niño.
Y resultó que fueron a
parar al mismo zapatero:
-Queremos un par de
zapatos para el muchacho -dijeron.
Les dio a probar un par y
le estaban pequeños; les dio otro y le estaban grandes.
-No tengo zapatos para
vuestro hijo -dijo, pero al momento se arrepintió.
-Esperad, esperad un
instante -les dijo, tengo otro par por aquí.
Les dio los zapatos del
hijo del rey, se los probó el niño y le venían justo a la medida. Dijo entonces
el zapatero:
-Esperad un poco aquí,
tengo que hacer un recado.
Acudió corriendo, recogió
al rey, a su hijo y al derviche y los llevó a la zapatería.
-¿Ves como tenía razón
cuando te dije que tu hijo tenía un hermano? Fíjate bien en ellos.
Tenían los dos la misma
cara, idéntico cuerpo. Entonces el derviche le puso al hijo del rey de nombre
Sefa y al del gitano Xhefa.
-Ahora escuchadme -les
dijo el derviche.
-Si estos muchachos
viven siempre en el mismo lugar, los dos viviran, pero si dejan de estar
juntos, ambos morirán.
Dijo entonces el rey:
-Pues me llevaré conmigo
a este muchacho también.
-No -se opuso la gitana.
-Yo no podría vivir sin
mi hijo.
-Pues venid también tú y
tu marido a mi casa- respondió el rey.
-Venid conmigo los tres.
Y así lo hicieron. Los
dos niños vivían en la misma habitación, dormían juntos, juntos iban a la
escuela... Y crecieron y se hicieron adultos.
Una noche, al hijo del
rey se le apareció una voz que le decía: "¡Qué hermoso eres! ¡Si
consiguieras por esposa a la hija del rey de Bagdad, no tendrías par en el
mundo!" Al levantarse el muchacho por la mañana quedó pensativo. El día
entero lo pasaba en sombrías cavilaciones.
Al notarlo, le preguntó
el rey al hijo del gitano:
-Xhefa, ¿qué le ocurre a
Sefa para estar tan cabizbajo?
-No lo sé -fue su
respuesta.
-Comes, bebes, duermes
con él. ¡Cómo es que no lo sabes!
-Lo siento, pero no sé
nada.
-¡verdugos, venid y
lleváos a Xhefa!- gritó indignado el rey.
-¡Te lo ruego, no me
mates, espera a que le pregunte! Corrió entonces junto a su compañero y le
preguntó:
-Sefa, por favor, dime
qué te ocurre, de lo contrario tu padre me va a matar.
-Él es el rey y puede
matar a quien se le antoje -le respondió.
-En cuanto a mí, no me
pasa nada.
Se dirigió entonces Xhefa
al rey:
-No le ocurre nada, mi
señor.
-Matadle, pues, ya que se
niega a decírmelo -ordenó el rey.
-Por favor, déjame que le
pregunte de nuevo.
-¡Te lo imploro, Sefa,
cuéntame lo que te ocurre, tu padre me matará si no se lo digo!
-Ve y dile que quien me
obsesiona es Gjylperria.
-Su padre se encargará de
encontrarle una esposa respondió el rey cuando Xhefa fue a contárselo.
-La que él quiera. Se
dirigió el propio rey a decírselo a su hijo:
-No te preocupes, hijo
mío, tu padre te conseguirá a la mujer que tu elijas.
-Pues ahora que ya os
habéis enterado, me marcho -dijo Sefa y se fue.
El hijo del gitano se fue
tras él con un libro bajo el brazo, que además de proporcionarle placer le
resultaba de utilidad. El del rey estaba tan absorto con su obsesión que no
era capaz de atender a otra cosa.
Camina que camina,
llegaron los dos a una llanura. En medio de aquel campo se alzaba un álamo
solitario. "Detengámonos un rato, se dijeron, descansemos un poco aquí, a
la sombra de este álamo". El hijo del rey se tendió y enseguida se quedó
dormido. Xhefa abrió el libro y se puso a leer. Al rato, se acercaron tres
mujeres al árbol y la primera de ellas dijo:
-Estos dos han partido en
busca de Gjylperria.
-Sí -continuó la segunda,
y la conseguirán.
-Bien -dijo la tercera,
pero cuando vuelvan a este lugar, ¡el árbol se derrumbará y los atrapará a los
cuatro! Aunque éste es inteli-gente, y si es capaz de darse cuenta, lo cortará
-añadió. El muchacho continuó leyendo un rato, al cabo del cual despertó a
Sefa.
-Despierta, Sefa, tenemos
que continuar.
Llegaron a la ciudad
próxima y se dirigieron los dos a casa
de una vieja a la que
pidieron albergue para aquella noche. -No tengo sitio, hijos míos. Mi casa no
es más que una
cabaña -les respondió
ella.
Pero ellos sacaron un
puñado de monedas de oro y se lo dieron a la vieja.
-Está bien -aceptó al
fin, venid. Pero yo hoy tengo que
salir.
-¿Adónde vas?- le
preguntó Xhefa.
-Se casa Gjylperria, voy
a ver si me dan algo de comer en el convite.
-¿Por qué no me llevas
contigo, buena mujer? Cúbreme con un velo como si fuera una mujer y de ese modo
te podré acompañar -le rogó Xhefa.
Se envolvió en el velo y
partió en compañía de la vieja. -Cuando Gjylperria te pregunte qué relación
tengo contigo, contéstale que soy la hija de tu hija.
Llegaron por fin y
entraron en la habitación de la novia.
Se inclinó Xhefa sobre la
joven y se apartó el velo. Cuando Gjylperria abrió los ojos quedó maravillada,
diciendo para sí: ¿Qué cosa tan hermosa es ésta? Y les gritó a las mujeres:
-¿Tres días llevo ya
vestida de novia y todavía no os habéis hartado de mirarme? Marcháos, salid
fuera.
Anciana -le dijo, ¿qué es
lo que es tuyo?
-Es la hija de mi hija
-respondió la vieja.
-¡Pero si resulta que es
más hermosa que yo!
-Así la hizo el Señor en
su magnanimidad.
-Está bien, abuela, tú
vete ahora. Ésta se quedará hoy aquí conmigo -dijo Gjylperria.
-¡No, pobre de mí! -se
opuso la vieja.
-¡No la puedo dejar
contigo!
Xhefa le dio un pellizco
en la pantorrilla y le dijo en un susurro: "¡Vete tú, yo me quedo!
Anocheció. Se acostaron
ambos y durmieron en la misma habitación. Ella se pasó toda la noche
provocando al muchacho, pues no se daba cuenta de nada y le decía:
-¡Ay muchacha, qué
hermosa eres! ¡Si fueras hombre me marcharía contigo y abandonaría a mi marido!
-Resulté mujer -respondía
él.
Hasta el amanecer no lo
dejó tranquilo. Ya entrado el día se levantaron.
-Escucha Gjylperria.
Llevas toda la noche diciendo: Si hubieras sido hombre, te hubiera elegido a
ti. Pues bien, hombre soy y he venido en tu busca.
-¿Y a qué has estado
esperando durante toda la noche? -le preguntó ella.
-Eso es cosa mía, pero
dame una oportunidad. Yo no te quiero para mí, sino para otro.
-¡Ah, no! -se opuso ella.
-¡Si quieres me voy
contigo, pero con otro no quiero!
-No tengas cuidado -le
respondió él.
-Si él no te gusta, me
quedaré yo contigo.
-Está bien, pero ahora
tienes que irte -le dijo ella.
-Aquí afuera tenemos un
mausoleo. Es nuestra costumbre que cuando la novia pasa junto a él, debe bajar
del palanquín y entrar sola para rezar durante unos momentos. Antes de que yo
llegue, metéos vosotros dentro y esperadme.
Se fue Xhefa y llegó
junto a su compañero.
-Ven conmigo, Sefa -le
dijo, tenemos que entrar en el mausoleo a esperarla. Cuando ella llegue no
debes decir una sola palabra. Veremos si es capaz de reconocerme.
Llegó la novia, el
palanquín se detuvo, penetró ella en el mausoleo y cerraron la puerta tras
ella. Al abrir los ojos vio a los dos juntos en pie, pero no era capaz de
distinguirlos.
-Está bien, ¿quién es el
que me quiere y quién estuvo anoche conmigo?
-Yo soy quien pasó la
noche en tu alcoba, éste es el que te quiere. ¿No te dije que éramos idénticos?
Se despojó ella
rápidamente de las ropas y le dijo a Xhefa:
-Póntelas y métete en el
palanquín.
-¿Otra vez convertido en
mujer y ahora en busca de esposo? -se quejó Xhefa.
-No olvides que los
familiares necesitan una novia -respondió Gjylperria.
Se desnudó Xhefa, se
vistió las ropas de la novia y dijo:
-¡Escucha, Sefa! Que un
hombre se case con un hombre es cosa que jamás se ha visto. Por si consigo salvarme,
vosotros esperadme en el monasterio. Si no llego en tres días, marcháos, pues eso
significa que no hay nada qué podáis hacer.
Partieron los dos y no
pararon de correr hasta detenerse en una posada. El otro fue a la casa del
novio. Aquella familia tenía tres hermanas que, cuando descubrieron a la
novia, quedaron deslumbradas por su hermosura. Pero Xhefa, en cuanto se hubo
servido la cena, simuló estar enfermo. Fue entonces la mayor de las hermanas
del novio y le dijo a la madre:
-Madre, la novia se nos
ha puesto muy enferma, de modo que no podemos meterle hoy al novio -le
advirtió.
-Dormiré yo con ella esta
noche.
-¡Qué le vamos a hacer!
-le respondió la madre.
Se acostaron los dos y la
muchacha no paró en toda la noche de decirle:
-Qué hermosa eres. ¡Ah,
si fueras hombre me iría contigo!
-¡Resulté mujer!
-respondía él.
Amaneció.
-¿Cómo ha amanecido hoy
la novia?
-¡Más enferma aún!
-Bien, pues hoy me
quedaré yo contigo -dijo la segunda.
-Qué espere mi hermano.
-Está bien, hija mía, con
tal de que la muchacha sane.
Y se acostó esta vez la
segunda con él. Y también ésta:
-¡Qué hermosa eres,
cuñada mía! Si fueras hombre, te tomaría por esposo.
-¡Resulté mujer!
Despuntó un nuevo día.
-¿Cómo se ha despertado
hoy la novia?
-¡Muy enferma!
-Está bien -dijo la
pequeña.
-Que espere un día más mi
hermano, hoy dormiré yo con ella.
Y también la pequeña se
acostó con él.
-¡Qué hermosa eres! Si
fueras hombre, te escogería a ti.
-Resulté mujer.
Al llegar el alba, Xhefa
se levantó:
-¡Bastante me has
desasosegado esta noche! -le dijo.
-¿No ves que soy varón?
-¿Ah, sí? ¿De modo que
eres un hombre y yo te he desasosegado? ¡Pues no lo entiendo! -le replicó
ella.
-Sí, soy un hombre, pero
dejémoslo. ¿Tenemos alguna forma de escapar? -le preguntó Xhefa.
-Yo tengo una, pero no me
fío mucho -le respondió ella.
-Bueno, ¿pero qué te
ocurre ahora? Yo te cogeré de la mano, abriré camino y nos marcharemos.
Se levantó la madre por
la mañana y fue a preguntar:
-¿Cómo se ha despertado
hoy la novia?
-Se encuentra muy mal,
madre. Está acostumbrada a que la traten con delicadeza -le dijo la hija menor.
-Me la voy a llevar a
pasear un poco. No le sienta bien permanecer encerrada.
-Está bien, hija mía,
paséala un rato.
Cogió dos buenos corceles
la muchacha: en uno montó ella, en el otro la novia, y juntas salieron al
patio. Dieron una vuelta al patio y un instante después huyeron a todo galope.
Cuando, al cabo de tres horas, salieron gentes para averiguar dónde estaban la
novia y la muchacha, ya se habían esfumado. Buscaron por todas partes, pero sin
resultado. Apareció entonces por allí una anciana:
-No os inquietéis, ya os
las puedo traer con un conjuro mágico.
-Hazlo, por favor -le
imploraron, apresúrate. Te pagaremos bien.
La anciana hizo su
conjuro. Delante de la pareja, el camino se tornó todo matorrales, boscaje,
una intrincada selva.
-Oh, nos van a atrapar
-dijo la muchacha.
-Coge un puñado de
tierra y arrójalo hacia atrás
Y el muchacho cogió la
tierra, la tiró hacia atrás y se rompió el conjuro de la vieja.
-¡Oh, qué horror!
-exclamó ella.
-Han roto mi conjuro.
-Haz otro, vieja. Te
pagaremos.
Y la vieja continuó con
su magia. El camino se les llenó esta vez de agua, convirtiéndose en un
barrizal, una enorme ciénaga en la que se hundían los caballos.
-Aprisa, muchacho, coge
un puñado de tierra y tíralo hacia atrás o esta vez nos atraparán.
Xhefa hizo lo que ella le
decía.
-Otra vez me han roto el
conjuro -exclamó la vieja.
-Continúa con otro,
vieja, ya te hemos dicho que te pagaremos bien -decía el rey, el padre de la joven.
Pero cuando la vieja
quiso iniciar su nuevo conjuro, ya conseguían ellos dos avistar la posada. La
magia de la vieja convirtió las bridas de los caballos en serpientes que, a
causa de la distancia, a los de la posada les parecieron preciosas flores. Sefa
le dijo entonces a su mujer:
-Gjylperria, Xhefa será
mi inferior, pero trae unos corceles preciosos envueltos en toda clase de
flores.
La joven le dijo
entretanto a Xhefa:
-Rápido, coge un puñado
de tierra y arrójalo hacia atrás.
Y él volvió a obedecer.
-Vaya -dijo la vieja, han
alcanzado la frontera. Mis conjuros ya no tienen efecto.
Cuando llegaron a la
posada, Sefa no preguntó: ¿Cómo conseguiste escapar?, sino que dijo:
-Oye, Sefa, ¿qué corceles
eran aquellos en los que veníais montados, todos cubiertos de flores? ¡Estos
de ahora no son!
-Amigo, ¿ni siquiera te
interesa saber cómo he conseguido salvarme y me preguntas por los caballos?
Míralos, ¿no ves un palmo de espuma a causa de la galopada. ¡Estos eran los
caballos!
-No, éstos no digo, sino aquellos
hermosos corceles que traías. ¿No me estarás ocultando algo?
-Camina y marchémonos
-dijo Xhefa, que no tengo más caballos que éstos.
-Ya te enterarás tú
cuando lleguemos a casa -le respondió Sefa.
-¿A mí me vas a ocultar
tú los caballos mejores?
Marcharon. Tras mucho
caminar, fueron aproximándose a aquella llanura en mitad de la cual se
encontraba el álamo solitario.
-¿Sabes, Sefa? -le dijo
Xhefa.
-Voy a marchar yo delante
en busca de alguna sombra.
-De acuerdo -respondió
Sefa.
Lo dejó atrás con las
mujeres. Xhefa llegó hasta el álamo y lo golpeó una y otra vez con la carroza
hasta conseguir derribarlo. Luego se sentó a esperar al sol.
-¿Qué es lo que has
hecho, Xhefa?
-¿Cómo qué he hecho?
-Me dijiste: "Voy en
busca de una sombra", pero has cortado el álamo y nos has dejado sin
protección.
-Camina y siéntate como
hago yo -le respondió Xhefa.
-Bien, bien. Ya van dos
-dijo.
-Me ocultaste los
caballos y ahora has cortado el árbol. ¡Pero cuando lleguemos a casa vas a
saber lo que es bueno!
Llegaron por fin a casa,
donde fueron recibidos con toda clase de parabienes. Luego, dejaron a las dos
mujeres en sus respectivas estancias y Sefa le dijo al rey:
-Debes saber, padre, que
Xhefa me ha engañado dos veces: me ocultó unos caballos engalanados con flores
y cortó el álamo a cuya sombra íbamos a descansar, dejándonos a pleno sol; casi
nos asamos. ¡Esto no puede quedar así, que nos explique él las dos cosas!
-Confiesa Xhefa -le
ordenó el rey, si no, te mandaré al verdugo.
-Podéis matarme si
queréis, pero no tengo nada que decir.
-Verdugos, lleváoslo y
ejecutadlo. Cuando volváis traedme un pañuelo manchado con su sangre.
Los verdugos se lo
llevaron, pero en el camino le dijo uno al otro:
-Escucha, no soy capaz de
alzar mi mano para degollarlo. ¿A este muchacho tan hermoso voy a quitarle yo
la vida? ¡Jamás!
-Estoy de acuerdo
contigo, qué me vas a decir -replicó el otro.
-Tampoco yo soy capaz de
ponerle la mano encima, pero ya sabes que el rey quiere que le llevemos un
pañuelo empapado con su sangre.
-Pues matamos una urraca
y manchamos el pañuelo.
-¿Y con éste qué hacemos?
-En un bosque cercano hay
una laja de piedra tan grande como una rueda de molino. Haremos allí un hoyo
hondo como un pozo y meteremos al muchacho dentro. Después colocamos la laja
encima y que muera cuando le llegue su hora.
Así lo hicieron. Cavaron
un gran foso, metieron al joven en él, colocaron la laja encima de la boca y se
marcharon. De camino mataron un pájaro, mancharon el pañuelo con su sangre,
regresaron y se lo entregaron al rey. Pero Sefa, en cuanto vio el pañuelo
ensangrentado, exclamó:
-¿Qué es lo que he hecho?
¡He sido el causante de la muerte de Xhefa! ¡Si no hubiera sido por él nunca
habría conseguido a mi mujer!
Y le dijo a su padre:
-Las mujeres que no
salgan para nada de sus cuartos, ni la una ni la otra. ¡Si Xhefa no pudo
disfrutar de la suya, tampoco yo lo haré con la mía!
-Y se dedicó a la caza.
Al cabo de diez días,
acertó a pasar por aquel bosque donde estaba enterrado Xhefa. Llevaba consigo a
los dos matarifes, que se decían entre ellos:
-¡Pero si se dirige hacia
el hoyo!
Al acercarse a la zanja,
oyó el joven una voz apagada:
-¡Sefaaaa!
Escuchó con atención,
avanzó unos pasos más y de nuevo:
-¡Sefaaaa!
Indagó encima de la
piedra, escuchó nuevamente:
-¡Sefaaaa!
Se tumbó sobre ella, pégó
la oreja a la superficie y oyó claramente desde dentro:
-¡Sefaaa!
-Oh, estamos perdidos -se
dijeron los matarifes.
-Lo ha encontrado. ¡Ahora
no matará a nosotros!
-¡Eh, vosotros!
-Ordenad, señor.
-¡Venid aquí! Ayudadme a
apartar esta roca.
La apartaron y vieron a
Xhefa que permanecía con los ojos cerrados, lanzando débiles voces: ¡Sefaaa!
-¡Sacadlo inmediatamente
del hoyo! -les ordenó Sefa.
Lo sacaron, lo cogieron
en brazos y lo llevaron a casa. Sefa llamó inmediatamente a los doctores, que
acudieron presurosos.
-Jiene cura? -preguntó
Sefa.
-La tiene -respondieron
los doctores.
-Su estado se debe a la
falta de alimento.
Lo trataron pues con
leche, con medicinas también, y consiguie-ron devolverle la salud.
Sefa recompensó a los doctores
por su labor y mandó llamar a los matarifes.
-¡Venid aquí! -les dijo.
-¿Qué queréis de mí por
no haber matado a Xhefa?
-No queremos nada
-respondieron; la verdad es que no teníamos corazón para destruir esa hermosura
de muchacho.
-Insisto, decidme qué
queréis.
-No queremos nada, pero
tú haz lo que tengas que hacer. Recompensó pues a los ejecutores según su
criterio y le dijo luego a su padre:
-Ahora -dijo, gozaremos
de nuestras mujeres.
Y finalmente cada uno de
los dos tomó a su esposa y gozó libremente con ella.
110. anonimo (albania)
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