Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

8-2-2015 a las 21:47:50 10.000 relatos y 10.000 recetas

10.001 relatos en tiocarlosproducciones

10.001 recetas en mundi-recetasdelabelasilvia

Translate

jueves, 26 de julio de 2012

Siete palmos de barba y tres palmos de talla

Había una vez un hombre muy fuerte, tanto que cuando lanzaba una piedra al aire tardaba tres ho­ras en caer al suelo. Él creía ser el único en el mundo capaz de hacerlo y que no existía quien pudiera medirse con él.
Sucedió que un día se encontraba en compañía de unos amigos. En aquella reunión tomaba parte también un viaje­ro procedente de lejanas tierras que habló de uno que, tan fuerte era, levantaba su aldea en vilo con una sola mano. Quedaron todos asombrados, pero el forzudo presente no quedó del todo convencido y prometió salir en busca de su rival. Dicho y hecho. Se apresuró a emprender el camino y anduvo diez días con sus noches sin dar con alma de hom­bre. Al cabo de ese tiempo divisó a un labrador que araba la tierra con una yunta de bueyes y un arado de seis brazas de largo. Cuando arrancaba los terrones, se diría que removía las rocas y la tierra toda. Se detuvo un rato junto a él obser­vando su labor y le dijo:
-¡Buen trabajo, amigo!
-¡Bueno lo tenga! -le respondió el labrador.
-¿Podrías ayudarme? ¿Has oído hablar de un hombre ca­paz de sostener toda su aldea con las manos, o tal vez me han engañado? -le preguntó el caminante.
-No, no te han engañado -le atajó el labrador.
-Real­mente existe ese hombre que levanta su aldea con las manos.
-¿Sabrías decirme dónde vive ese hombre portentoso?­ -quiso saber el forastero.
-No se encuentra lejos -le respondió el que araba la tie­rra. 
-¿Ves aquellos dos robles sobre la colina? Allí se en­cuentra su casa.
Y diciendo estas palabras, en lugar de señalar con el dedo como suele hacerse, alzó el arado con bueyes y todo.
-¡Vaya! -exclamó para sí el que arrojaba con tanta fuerza las piedras.
-¿Y esto cómo es? Este hombre no se me queda atrás, no haré mal en tomarlo por compañero.
-Buen amigo -le dijo, ¿por qué no sueltas ese arado y nos vamos juntos a ver mundo?
-¡Y por qué no! -le respondió, y entretanto desunció los bueyes, los mató de sendas puñadas, destrozó el arado, lo hizo astillas y con ellas encendió un buen fuego donde asó las dos reses muertas. Se pusieron seguidamente a comer y a dentelladas no dejaron más que los huesos. Cuando se hu­bieron saciado bien, se levantaron y se pusieron en marcha en busca del hombre que sostenía su aldea con las manos.
-Pero ¿qué es lo que haces? -le preguntaron los dos ami­gos cuando se hallaron ante él.
-Nos ha atacado la bestia -respondió, y nos está dejan­do sin cabras ni ovejas. No encontré otra cosa que hacer mejor que ésta.
-Deja la aldea en su lugar, hombre, y únete a nosotros. Vamos juntos a ver mundo.
Accedió el otro, dejó la aldea en el suelo y partió con ellos. Caminaron sin cesar durante dos días, hasta llegar al pie de un elevado risco, donde se establecieron. En los días que siguieron, dos salían a cazar mientras el tercero prepara­ba de comer, guisando la carne en una enorme olla.
Cierto día le tocó el turno de quedarse a hacer la comida al que se distinguía por la fuerza con que tiraba las piedras. Troceó la carne y la echó en la olla, encendió un buen fuego y se tumbó allí cerca chupando su pipa de doce oke, tallada en madera de haya. En esto se abrió la montaña y apareció un hombrecillo de siete palmos de barba y tres palmos de talla.
Se le acercó y le dijo dando grandes voces:
-¿Qué hay en esa olla?
-Carne -respondió el forzudo alzando todavía más la voz.
-Sírveme un cucharón -le dijo el hombrecillo de siete palmos de barba y tres palmos de talla.
El forzudo lo hizo sin hacerse rogar y el otro lo devoró todo en un santiamén, como si fuera agua del río.
-Sírveme otro- le pidió gritando.
Le volvió a servir y, antes de que acabara de llevárselo a la boca, ya se lo había tragado. Le devolvió el cazo y, como si aquella carne hubiera sido cocinada especialmente para él, le dijo:
-Otro más.
El catallán, harto ya, le miró colérico y le dijo:
-No te daré más por hoy, apártate de mi vista.
No había aún acabado de decir estas palabras cuando Sie­te-palmos-de-barba-tres-palmos-de-talla le dio una pata­da a la olla, derramando su contenido, y se fue.
Se lanzó el catallán en su persecución con el bastón en la mano y lanzándole pedradas; pero no consiguió alcanzarlo, pues la montaña se abrió nuevamente y desapareció en su interior.
Cuando, al caer la tarde, regresaron sus dos compañeros, encontraron la carne y el caldo derramados sobre los restos apaga-dos del fuego.
-¿Qué ha sucedido? -le preguntaron al que arrojaba las piedras con fuerza.
-¡Una amenaza! -les respondió él y a continuación les re­lató todo lo sucedido.
-Te has puesto en ridículo -le dijo el que labraba la tierra con un arado de seis brazas de largo.
-Mañana me quedaré yo a vigilar.
Y al día siguiente sus dos camaradas se fueron nuevamen­te de caza y él se quedó a preparar la comida. Troceó la car­ne, la echó en la olla, encendió un buen fuego y se sentó junto a él con el bastón en la mano. Poco después se abrió la montaña y apareció Siete-palmos-de-barba-tres-pal­mos-de-talla y se aproximó a la olla. Al verlo el catallán, se incorporó sobre una rodilla para estar prevenido ante cual­quier eventualidad.
-¿Qué es lo que estás haciendo ahí? -pregunto Siete-pal­mos-de-barba-tres-palmos-de-talla.
-Estoy guisando carne, ¿o es que no lo ves? -le atajó el
catallán.
-Lléname un cucharón.
Se lo llenó y el otro se lo tragó en un instante.
-Dame otro más.
Volvió a llenárselo, pero ya a regañadientes, recelando al­guna nueva treta.
El otro devoró la comida con idéntica voracidad y volvió a pedirle más.
De un salto, el catallán se puso en pie y le espetó seca­mente:
-Tú no vuelves a comer hoy a mi costa.
Siete-palmos-de-barba-tres-palmos-de-talla le dio una patada a la olla y huyó. Se lanzó en su persecución el cata­llán tirándole piedras y enarbolando el bastón, pero tampo­co esta vez consiguió darle alcance, pues la montaña se abrió de pronto y se perdió en sus profundidades.
Regresaron al caer la tarde los otros dos camaradas y el que tiraba las piedras con fuerza se dio perfecta cuenta de lo que le había sucedido a su amigo, pero no dijo una palabra.
-¿Cómo se ha ensuciado la carne de este modo? -pre­guntó a gritos el que sostenía la aldea con sus propios bra­zos.
Avergonzado, el campeón que había preparado la carne, les contó lo que le había sucedido.
-¡¿Cómo?! -exclamó el otro indignado.
-¿Ni un puchero de carne has sido capaz de guardar? Esta vez me quedaré yo a vigilar y ya veréis cómo se hace.
Los dos compañeros se fueron a cazar y el que sostenía la al­dea con las manos se puso a preparar la comida. Troceó la carne, la echó en la olla, encendió un gran fuego y ni siquiera se sentó a descansar, sino que comenzó a dar vueltas arriba y abajo ante la olla. Poco tiempo después se abrió la montaña y salió Siete-palmos-de-barba-tres-palmos-de-talla. Como si nada hubiera sucedido los días anteriores, se acercó al cata­llán y le dijo:
-¡Lléname enseguida un cucharón con carne!
-Tú hoy no comes carne -le replicó el otro colocándose ante la olla con el garrote en la mano.
El uno que sí, el otro que no, hasta que Siete-pal­mos-de-barba-tres-palmos-de-talla le dio un empujón al cdtallán, lo derribó junto con la olla y huyó. Se incorporó el campeón escaldado y corrió en pos de él con el garrote le­vantado, tirándole piedras y gritando, pero la montaña se volvió a abrir y se perdió en su interior.
Cuando volvieron los dos compañeros por la noche, su amigo les salió al paso y les dijo:
-Me ha sucedido lo mismo que a vosotros, pero quedáos y esperadme aquí, porque no podré continuar viviendo si no averiguo donde radica su fuerza.
Se puso en camino y al cabo de unos días llegó a un ma­nantial. Se encontraba descansando allí un pastor.
-¡Bien hallado!
-¡Bien venido!
Trabaron una larga conversación y el pastor se quejó de que la aldea no podía llevar el ganado a pastar, pues había invadido el monte Siete-palmos-de-barba-tres-pal­mos-de-talla y los guardaba con su jabalí, en el que se fun­daba su propia fuerza, y no aparecía nadie capaz de enfrentarse con él.
No esperó más el catallán, se dirigió inmediatamente a la aldea y llegó a casa de un rico hacendado.
-¿Estás ahí, dueño de la casa?
-Aquí estoy. Adelante.
-Te pido hospitalidad por esta noche, espero que no te cause disgusto.
-¡Qué disgusto! La casa es del Señor y de los amigos. Eres bien-venido siempre que lo desees.
Le ofreció café y tabaco y le sirvió de comer. Hablando y hablan-do, el dueño de la casa se quejó del mismo modo que el pastor del manantial.
-¿Me aceptarías como jornalero? -le preguntó poco des­pués el catallán.
-No te pediré más que comida y aloja­miento.
Le pareció bien al dueño de la casa y al día siguiente lo envió con el rebaño, encomendándole cien veces que no pretendiera llevarlo a pastar al monte donde se encontraba el jabalí.
Puso el catallán en marcha el rebaño y lo dirigió justa­mente hacia aquel monte. De un manotazo derribó las cancelas de hierro con las que habían cerrado la zona e in­trodujo el rebaño dentro. Al encontrar las ovejas hierba fresca y tierna comenzaron a balar y a balar, de forma que enseguida las oyó el jabalí y se abalanzó sobre ellas gru­ñendo.
-¿Quién está ahí, que se atreve a meter las ovejas en mi monte?
-¡Eh, soy yo, soy yo! -respondió el catallán calmadamente. Se acercó el jabalí y, al no conocerle, le dijo:
-Eres forastero, seguramente venido de tierras lejanas y por hoy estás perdonado; pero guárdate de volver otro día, porque no saldrás vivo de aquí.
El catallán llevó el rebaño de regreso a casa y todos se asombraron de lo bien apacentadas que volvían las ovejas.
-Dónde las has llevado a pastar, amigo, para que hayan comido tan bien? -le preguntaban las gentes de la casa.
-Hacia allí -respondía él, señalando con el brazo hacia un lado.
Al día siguiente volvió a conducir el rebaño a aquel mon­te, y las ovejas se hartaron de comer hierba tierna. Se dio cuenta el jabalí y echó a correr erizando las cerdas del lomo.
-¿Otra vez tú? -gritó con toda la fuerza que pudo.
-Esta vez no te habré de perdonar, quienquiera que seas. ¡Dispon­te a pelear si eres hombre!
-¡No necesito tu perdón! -le atajó el catallán.
-Acércate si te atreves.
Se acercó el jabalí, se enzarzaron los dos cuerpo a cuerpo y continuaron peleando hasta el anochecer, sin conseguir ninguno de ello derribar al otro.
-Si tuviera unas trufas -dijo el jabalí, pronto te haría pedazos.
-Pues con que yo tuviera -dijo el catallán- un pan con queso, en un momento te partiría la cabeza.
Acordaron continuar su disputa al día siguiente. Entre­tanto las ovejas habían pastado cuanto se les había antojado y al regresar de noche la gente de la casa no paraba de decir:
-Éste tiene que apacentarlas en el monte, no existe otro lugar donde coman de ese modo.
Llegaron estas palabras a oídos del amo de la casa, quien decidió seguirle las huellas al día siguiente.
En cuanto amaneció el nuevo día, el catalUn echó a an­dar tras el rebaño y se dirigió al monte. El amo, temblando de miedo, se escondió tras unas zarzas para ver en qué ter­minaba aquello.
No habían transcurrido tres horas cuando apareció el ja­balí, rechinándole los dientes de miedo, y volvió a enzarzar­se en un combate cuerpo a cuerpo con el pastor, hasta que ambos quedaron agotados.
-¡Ah, si tuviera unas trufas -dijo el jabalí- poco tardaría en despe-dazarte!
-¡Ah, si tuviera un pan con queso -respondió el catallán- no me costaría mucho rebanarte el pescuezo!
El amo lo había visto y oído todo y regresó a escondidas a su casa. Al día siguiente llevó consigo seis panes y seis quesos y se fue en pos del catallún.
De nuevo llevó el pastor las ovejas al monte. Se enfureció el jabalí y se enzarzó con el pastor. Pelearon hasta echar es­puma por la boca los dos, pero ninguno era capaz de derri­bar al otro.
-¡Ah, si tuviera unas trufas ya verías lo que tardaba en despe-dazarte! -dijo el jabalí.
-¡Ah, si tuviera un pan con queso ya verías tú como te arrancaba la cabeza en un momento! -respondió el pastor.
A estas palabras salió el amo del rebaño, se acercó al pas­tor y le dijo:
-¡Toma el pan y resiste!
De un bocado engulló el pan el muchacho, tras lo cual derribó al jabalí de un manotazo y después le cortó la cabe­za. A partir de aquel día el monte quedó libre y todos pu­dieron apacentar allí sus ovejas sin miedo.
La aldea entera sintió gran regocijo y pensó en regalar al pastor palacios y tierras y entregarle por esposa a la hija del rey; pero él no aceptó tomar más que dos bolsas de mone­das para sus compañeros, los cuales, en el mismo instante en que él rebanaba la cabeza al jabalí, habían visto cómo se abría la montaña y cómo Siete-palmos-de-barba-tres-pal­mos-de-talla se quedaba sin fuerzas y reventaba de rabia.

110. anonimo (albania)

No hay comentarios:

Publicar un comentario