Había una vez un hombre
muy fuerte, tanto que cuando lanzaba una piedra al aire tardaba tres horas en
caer al suelo. Él creía ser el único en el mundo capaz de hacerlo y que no
existía quien pudiera medirse con él.
Sucedió que un día se
encontraba en compañía de unos amigos. En aquella reunión tomaba parte también
un viajero procedente de lejanas tierras que habló de uno que, tan fuerte era,
levantaba su aldea en vilo con una sola mano. Quedaron todos asombrados, pero
el forzudo presente no quedó del todo convencido y prometió salir en busca de
su rival. Dicho y hecho. Se apresuró a emprender el camino y anduvo diez días
con sus noches sin dar con alma de hombre. Al cabo de ese tiempo divisó a un
labrador que araba la tierra con una yunta de bueyes y un arado de seis brazas
de largo. Cuando arrancaba los terrones, se diría que removía las rocas y la
tierra toda. Se detuvo un rato junto a él observando su labor y le dijo:
-¡Buen trabajo, amigo!
-¡Bueno lo tenga! -le
respondió el labrador.
-¿Podrías ayudarme? ¿Has
oído hablar de un hombre capaz de sostener toda su aldea con las manos, o tal
vez me han engañado? -le preguntó el caminante.
-No, no te han engañado
-le atajó el labrador.
-Realmente existe ese
hombre que levanta su aldea con las manos.
-¿Sabrías decirme dónde
vive ese hombre portentoso? -quiso saber el forastero.
-No se encuentra lejos -le respondió el que araba la tierra.
-¿Ves aquellos dos robles sobre la
colina? Allí se encuentra su casa.
Y diciendo estas
palabras, en lugar de señalar con el dedo como suele hacerse, alzó el arado con
bueyes y todo.
-¡Vaya! -exclamó para sí
el que arrojaba con tanta fuerza las piedras.
-¿Y esto cómo es? Este
hombre no se me queda atrás, no haré mal en tomarlo por compañero.
-Buen amigo -le dijo,
¿por qué no sueltas ese arado y nos vamos juntos a ver mundo?
-¡Y por qué no! -le
respondió, y entretanto desunció los bueyes, los mató de sendas puñadas,
destrozó el arado, lo hizo astillas y con ellas encendió un buen fuego donde
asó las dos reses muertas. Se pusieron seguidamente a comer y a dentelladas no
dejaron más que los huesos. Cuando se hubieron saciado bien, se levantaron y
se pusieron en marcha en busca del hombre que sostenía su aldea con las manos.
-Pero ¿qué es lo que
haces? -le preguntaron los dos amigos cuando se hallaron ante él.
-Nos ha atacado la bestia
-respondió, y nos está dejando sin cabras ni ovejas. No encontré otra cosa que
hacer mejor que ésta.
-Deja la aldea en su lugar,
hombre, y únete a nosotros. Vamos juntos a ver mundo.
Accedió el otro, dejó la
aldea en el suelo y partió con ellos. Caminaron sin cesar durante dos días,
hasta llegar al pie de un elevado risco, donde se establecieron. En los días
que siguieron, dos salían a cazar mientras el tercero preparaba de comer,
guisando la carne en una enorme olla.
Cierto día le tocó el
turno de quedarse a hacer la comida al que se distinguía por la fuerza con que
tiraba las piedras. Troceó la carne y la echó en la olla, encendió un buen
fuego y se tumbó allí cerca chupando su pipa de doce oke, tallada en madera de
haya. En esto se abrió la montaña y apareció un hombrecillo de siete palmos de
barba y tres palmos de talla.
Se le acercó y le dijo
dando grandes voces:
-¿Qué hay en esa olla?
-Carne -respondió el
forzudo alzando todavía más la voz.
-Sírveme un cucharón -le
dijo el hombrecillo de siete palmos de barba y tres palmos de talla.
El forzudo lo hizo sin
hacerse rogar y el otro lo devoró todo en un santiamén, como si fuera agua del
río.
-Sírveme otro- le pidió
gritando.
Le volvió a servir y,
antes de que acabara de llevárselo a la boca, ya se lo había tragado. Le
devolvió el cazo y, como si aquella carne hubiera sido cocinada especialmente
para él, le dijo:
-Otro más.
El catallán, harto ya, le
miró colérico y le dijo:
-No te daré más por hoy,
apártate de mi vista.
No había aún acabado de
decir estas palabras cuando Siete-palmos-de-barba-tres-palmos-de-talla le dio
una patada a la olla, derramando su contenido, y se fue.
Se lanzó el catallán en
su persecución con el bastón en la mano y lanzándole pedradas; pero no
consiguió alcanzarlo, pues la montaña se abrió nuevamente y desapareció en su
interior.
Cuando, al caer la tarde,
regresaron sus dos compañeros, encontraron la carne y el caldo derramados sobre
los restos apaga-dos del fuego.
-¿Qué ha sucedido? -le
preguntaron al que arrojaba las piedras con fuerza.
-¡Una amenaza! -les
respondió él y a continuación les relató todo lo sucedido.
-Te has puesto en
ridículo -le dijo el que labraba la tierra con un arado de seis brazas de
largo.
-Mañana me quedaré yo a
vigilar.
Y al día siguiente sus
dos camaradas se fueron nuevamente de caza y él se quedó a preparar la comida.
Troceó la carne, la echó en la olla, encendió un buen fuego y se sentó junto a
él con el bastón en la mano. Poco después se abrió la montaña y apareció
Siete-palmos-de-barba-tres-palmos-de-talla y se aproximó a la olla. Al verlo
el catallán, se incorporó sobre una rodilla para estar prevenido ante cualquier
eventualidad.
-¿Qué es lo que estás
haciendo ahí? -pregunto Siete-palmos-de-barba-tres-palmos-de-talla.
-Estoy guisando carne, ¿o
es que no lo ves? -le atajó el
catallán.
-Lléname un cucharón.
Se lo llenó y el otro se
lo tragó en un instante.
-Dame otro más.
Volvió a llenárselo, pero
ya a regañadientes, recelando alguna nueva treta.
El otro devoró la comida
con idéntica voracidad y volvió a pedirle más.
De un salto, el catallán
se puso en pie y le espetó secamente:
-Tú no vuelves a comer
hoy a mi costa.
Siete-palmos-de-barba-tres-palmos-de-talla
le dio una patada a la olla y huyó. Se lanzó en su persecución el catallán
tirándole piedras y enarbolando el bastón, pero tampoco esta vez consiguió
darle alcance, pues la montaña se abrió de pronto y se perdió en sus
profundidades.
Regresaron al caer la
tarde los otros dos camaradas y el que tiraba las piedras con fuerza se dio
perfecta cuenta de lo que le había sucedido a su amigo, pero no dijo una
palabra.
-¿Cómo se ha ensuciado la
carne de este modo? -preguntó a gritos el que sostenía la aldea con sus
propios brazos.
Avergonzado, el campeón
que había preparado la carne, les contó lo que le había sucedido.
-¡¿Cómo?! -exclamó el
otro indignado.
-¿Ni un puchero de carne
has sido capaz de guardar? Esta vez me quedaré yo a vigilar y ya veréis cómo se
hace.
Los dos compañeros se
fueron a cazar y el que sostenía la aldea con las manos se puso a preparar la
comida. Troceó la carne, la echó en la olla, encendió un gran fuego y ni
siquiera se sentó a descansar, sino que comenzó a dar vueltas arriba y abajo
ante la olla. Poco tiempo después se abrió la montaña y salió
Siete-palmos-de-barba-tres-palmos-de-talla. Como si nada hubiera sucedido los
días anteriores, se acercó al catallán y le dijo:
-¡Lléname enseguida un cucharón
con carne!
-Tú hoy no comes carne
-le replicó el otro colocándose ante la olla con el garrote en la mano.
El uno que sí, el otro
que no, hasta que Siete-palmos-de-barba-tres-palmos-de-talla le dio un empujón
al cdtallán, lo derribó junto con la olla y huyó. Se incorporó el campeón
escaldado y corrió en pos de él con el garrote levantado, tirándole piedras y
gritando, pero la montaña se volvió a abrir y se perdió en su interior.
Cuando volvieron los dos
compañeros por la noche, su amigo les salió al paso y les dijo:
-Me ha sucedido lo mismo
que a vosotros, pero quedáos y esperadme aquí, porque no podré continuar
viviendo si no averiguo donde radica su fuerza.
Se puso en camino y al
cabo de unos días llegó a un manantial. Se encontraba descansando allí un
pastor.
-¡Bien hallado!
-¡Bien venido!
Trabaron una larga
conversación y el pastor se quejó de que la aldea no podía llevar el ganado a
pastar, pues había invadido el monte Siete-palmos-de-barba-tres-palmos-de-talla
y los guardaba con su jabalí, en el que se fundaba su propia fuerza, y no
aparecía nadie capaz de enfrentarse con él.
No esperó más el
catallán, se dirigió inmediatamente a la aldea y llegó a casa de un rico
hacendado.
-¿Estás ahí, dueño de la
casa?
-Aquí estoy. Adelante.
-Te pido hospitalidad por
esta noche, espero que no te cause disgusto.
-¡Qué disgusto! La casa
es del Señor y de los amigos. Eres bien-venido siempre que lo desees.
Le ofreció café y tabaco
y le sirvió de comer. Hablando y hablan-do, el dueño de la casa se quejó del mismo
modo que el pastor del manantial.
-¿Me aceptarías como
jornalero? -le preguntó poco después el catallán.
-No te pediré más que
comida y alojamiento.
Le pareció bien al dueño
de la casa y al día siguiente lo envió con el rebaño, encomendándole cien veces
que no pretendiera llevarlo a pastar al monte donde se encontraba el jabalí.
Puso el catallán en
marcha el rebaño y lo dirigió justamente hacia aquel monte. De un manotazo
derribó las cancelas de hierro con las que habían cerrado la zona e introdujo
el rebaño dentro. Al encontrar las ovejas hierba fresca y tierna comenzaron a
balar y a balar, de forma que enseguida las oyó el jabalí y se abalanzó sobre
ellas gruñendo.
-¿Quién está ahí, que se
atreve a meter las ovejas en mi monte?
-¡Eh, soy yo, soy yo!
-respondió el catallán calmadamente. Se acercó el jabalí y, al no conocerle, le
dijo:
-Eres forastero,
seguramente venido de tierras lejanas y por hoy estás perdonado; pero guárdate
de volver otro día, porque no saldrás vivo de aquí.
El catallán llevó el
rebaño de regreso a casa y todos se asombraron de lo bien apacentadas que
volvían las ovejas.
-Dónde las has llevado a
pastar, amigo, para que hayan comido tan bien? -le preguntaban las gentes de la
casa.
-Hacia allí -respondía
él, señalando con el brazo hacia un lado.
Al día siguiente volvió a
conducir el rebaño a aquel monte, y las ovejas se hartaron de comer hierba
tierna. Se dio cuenta el jabalí y echó a correr erizando las cerdas del lomo.
-¿Otra vez tú? -gritó con
toda la fuerza que pudo.
-Esta vez no te habré de
perdonar, quienquiera que seas. ¡Disponte a pelear si eres hombre!
-¡No necesito tu perdón!
-le atajó el catallán.
-Acércate si te atreves.
Se acercó el jabalí, se
enzarzaron los dos cuerpo a cuerpo y continuaron peleando hasta el anochecer,
sin conseguir ninguno de ello derribar al otro.
-Si tuviera unas trufas
-dijo el jabalí, pronto te haría pedazos.
-Pues con que yo tuviera
-dijo el catallán- un pan con queso, en un momento te partiría la cabeza.
Acordaron continuar su
disputa al día siguiente. Entretanto las ovejas habían pastado cuanto se les
había antojado y al regresar de noche la gente de la casa no paraba de decir:
-Éste tiene que
apacentarlas en el monte, no existe otro lugar donde coman de ese modo.
Llegaron estas palabras a
oídos del amo de la casa, quien decidió seguirle las huellas al día siguiente.
En cuanto amaneció el
nuevo día, el catalUn echó a andar tras el rebaño y se dirigió al monte. El
amo, temblando de miedo, se escondió tras unas zarzas para ver en qué terminaba
aquello.
No habían transcurrido
tres horas cuando apareció el jabalí, rechinándole los dientes de miedo, y
volvió a enzarzarse en un combate cuerpo a cuerpo con el pastor, hasta que
ambos quedaron agotados.
-¡Ah, si tuviera unas
trufas -dijo el jabalí- poco tardaría en despe-dazarte!
-¡Ah, si tuviera un pan
con queso -respondió el catallán- no me costaría mucho rebanarte el pescuezo!
El amo lo había visto y
oído todo y regresó a escondidas a su casa. Al día siguiente llevó consigo seis
panes y seis quesos y se fue en pos del catallún.
De nuevo llevó el pastor
las ovejas al monte. Se enfureció el jabalí y se enzarzó con el pastor.
Pelearon hasta echar espuma por la boca los dos, pero ninguno era capaz de
derribar al otro.
-¡Ah, si tuviera unas
trufas ya verías lo que tardaba en despe-dazarte! -dijo el jabalí.
-¡Ah, si tuviera un pan
con queso ya verías tú como te arrancaba la cabeza en un momento! -respondió el
pastor.
A estas palabras salió el
amo del rebaño, se acercó al pastor y le dijo:
-¡Toma el pan y resiste!
De un bocado engulló el
pan el muchacho, tras lo cual derribó al jabalí de un manotazo y después le
cortó la cabeza. A partir de aquel día el monte quedó libre y todos pudieron
apacentar allí sus ovejas sin miedo.
La aldea entera sintió gran
regocijo y pensó en regalar al pastor palacios y tierras y entregarle por
esposa a la hija del rey; pero él no aceptó tomar más que dos bolsas de monedas
para sus compañeros, los cuales, en el mismo instante en que él rebanaba la
cabeza al jabalí, habían visto cómo se abría la montaña y cómo
Siete-palmos-de-barba-tres-palmos-de-talla se quedaba sin fuerzas y reventaba
de rabia.
110. anonimo (albania)
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