Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

La bella muchacha y el hijo del rey

Erase una vez un noble que tenía tres hijas. La ma­yor era negra como la noche, la segunda oscura como la tarde y la pequeña bonita como la aurora.
Tal como eran sus rostros, así tenían también los corazones. La primera era malvada como la peste; la mediana mala como el hambre; la menor buena y cariñosa como un corderillo.
Sus hermanas no podían ni ver a ésta última y la envidia­ban a causa de su hermosura.
Un día, mientras estaba asomada a la ventana, la vio el hijo del rey y al punto quedó apasionadamente prendado de ella. Dio en acudir allí dos o tres veces cada día; la mucha­cha lo esperaba y él se quedaba contemplándola con los ojos del corazón.
En una ocasión, tras comprobar que no había nadie por los alrededores, se atrevió a hablarle y le dijo:
-Yo te quiero como esposa; pero hasta que nos casemos pasará algún tiempo aún, pues antes debe casarse mi herma­na. No me parece adecuado andar merodeando por este lu­gar, no vaya a ser que las malas lenguas comiencen a hablar mal de ti y mancillen tu honra. El honor de una muchacha es como un espejo: hasta un suspiro lo empaña.
¿Sabes lo que te digo? De hoy en adelante no volveré por aquí; cuando tú quieras verme y hablar conmigo, cogerás dos plumas de gallina, las prenderás y después las apagarás en una palangana nueva llena de agua fría.
Así acordaron y por la noche, cuando quedó sola en su estancia, la muchacha quemó las plumas, las apagó en agua y vio que de la palangana surgía el valeroso joven, hermoso como el sol que emerge del mar.
Pasaron toda la noche hablando y diciéndose cuánto se querían.
Cuando cantó el gallo, él le dijo:
-Ahora me voy, pues ya está amaneciendo. ¡Queda con salud!
Diciendo estas palabras, se convirtió en niebla y desapa­reció de su vista.
De este modo los dos jóvenes se veían cuando lo desea­ban y se sentían dichosos. La hermosura de la muchacha crecía de día en día y con ella aumentaba también la envidia de sus hermanas.
Un detalle hoy y otro poco mañana, sucedió que las dos acabaron por averiguar lo que sucedía y una noche lo vieron todo por el ojo de la cerradura del dormitorio.
Entonces se pusieron de acuerdo y tramaron una terrible venganza. Rompieron un cristal, lo despedazaron y, sin que su bella hermana se apercibiera de nada, metieron los afila­dos pedazos de cristal en la palangana con agua donde se aparecía el hijo del rey.
Y así sucedió que éste, aquella misma noche, cuando su amada lo invocó apagando las plumas encendidas en el agua, se llenó de espantosos cortes de la cabeza a los pies, tanto que ella lo vio todo envuelto en sangre y plagado de llagas.
La muchacha se echó a llorar. Él la miró con ojos de odio y acto seguido se convirtió en niebla y se fue.
A la mañana siguiente el rey, al ver a su hijo tan mal heri­do, sintió compasión e hizo saber que entregaría grandes ri­quezas como recompensa y a su hija por esposa a aquel que consiguiera sanarlo.
En cuanto la noticia llegó a oídos de la bella joven, aban­donó la casa de su padre y fue en busca de una curandera fingiendo que era pobre y que se pondría a su servicio a cambio de un pedazo de pan.
A la vieja le agradó la muchacha y, cuando comprobó que todo cuanto le ordenaba ella lo hacía como es debido y sin rechistar, comenzó incluso a quererla.
Un día la muchacha, después de frotarse las sienes, le dijo:
-¿Has oído que el hijo del rey está enfermo y que no en­cuentran a nadie que lo consiga curar?
-Lo he oído -le respondió la anciana, pero en este mundo sólo yo sé lo que es preciso para que recupere la salud.
Y la muchacha:
-¿Y qué es?
La curandera permaneció en silencio con aire pensativo durante unos instantes. Después le dijo:
-A ti quiero confiártelo, porque estoy segura que nunca podrás desearme ningún mal. Debes saber, así pues, que de­berían matarme a mí y sacarme del pecho algo que tengo en él semejante a una naranja. Aplicándole su jugo al cuerpo del hijo del rey, inmediata-mente se restablecería.
No transcurrió mucho tiempo después de que hablaran de este modo, cuando salieron un día a pasear por el bos­que. Y sucedió que a la vieja le falló una pierna, cayó en un hoyo y murió.
Inmediatamente la muchacha le sacó del pecho aquella especie de naranja y la exprimió bien. Guardó el zumo en un frasco y se encaminó a la casa del rey vestida de hombre, aparentando ser un médico extranjero que se creía capaz de devolverle la salud a Su Alteza.
Las palabras de la anciana resultaron ser ciertas, pues el hijo del rey, pocos instantes después que ella lo untara con el zumo que había obtenido, se levantó de la cama aún más hermoso que antaño.
El rey entonces, confiando en que quien había sanado a su valiente hijo era realmente un médico sabio, quiso cum­plir su palabra ofreciéndole todas las riquezas que se le anto­jaran y a su propia hija por esposa.
Pero el médico rehusó recompensa alguna e incluso al hi­jo del rey, que deseaba saber cómo podía expresarle su agra­decimiento, pues no quería que se dijera que tanto su padre como él mismo no habían sabido pagar deuda tan grave, le respondió diciendo:
-Alteza, aunque yo se que no es bueno que los reyes que­den en deuda con aquellos que les han servido, yo os digo que me podéis hacer un gran bien simplemente perdonan­do su culpa a quien os implore diciendo: "¡Perdóname, mi señor, en nombre de aquel que te devolvió la salud!"
El hijo del rey dio su palabra de que así lo haría y el mé­dico le pidió la venia y se fue.
Aquella misma tarde la muchacha se atrevió por fin a re­gresar a su casa, rogándole a su padre que no la repudiara, pues no pasaría mucho tiempo, le dijo, y conocería los mo­tivos que la habían empujado a abandonar su casa.
El padre, que la quería más que a sus ojos, le preguntó tan solo si había sabido guardar la flor de su doncellez y cuando ella le prometió por el cielo y la tierra que era tan inmaculada como antes de marchar, no dijo nada más.
La muchacha se retiró a su habitación, se encerró, lavó la palangana, la limpió con gran cuidado y la llenó con agua fría.
Era medianoche y en la casa todos dormían. Entonces ella prendió unas plumas de pollo y las apagó en el agua. Inmediatamente apareció el hijo del rey, quien montó en cólera, sacó su espada y se abalanzó sobre ella aullando.
-¡Te mataré!
Pero la muchacha le detuvo la mano y le dijo:
-¡Si en verdad crees que tengo alguna culpa, perdóname en nombre de aquél que te devolvió la salud!
El valiente joven dejó caer los brazos y acto seguido le preguntó:
-¿Quién te ha revelado a ti ese ruego? Ella le respondió:
-Nadie me lo ha revelado, fui yo quien te lo enseñó a ti cuando, vestida de hombre, te curé y te hice como ahora eres, más hermoso que antes todavía.
Él entonces la abrazó contra su pecho y la besó con pa­sión en la frente.
Al día siguiente envió emisarios pidiendo su mano y el domingo que siguió se casaron.

110. anonimo (albania)

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