Erase una vez un noble
que tenía tres hijas. La mayor era negra como la noche, la segunda oscura como
la tarde y la pequeña bonita como la aurora.
Tal como eran sus
rostros, así tenían también los corazones. La primera era malvada como la
peste; la mediana mala como el hambre; la menor buena y cariñosa como un
corderillo.
Sus hermanas no podían ni
ver a ésta última y la envidiaban a causa de su hermosura.
Un día, mientras estaba
asomada a la ventana, la vio el hijo del rey y al punto quedó apasionadamente
prendado de ella. Dio en acudir allí dos o tres veces cada día; la muchacha lo
esperaba y él se quedaba contemplándola con los ojos del corazón.
En una ocasión, tras
comprobar que no había nadie por los alrededores, se atrevió a hablarle y le
dijo:
-Yo te quiero como
esposa; pero hasta que nos casemos pasará algún tiempo aún, pues antes debe
casarse mi hermana. No me parece adecuado andar merodeando por este lugar, no
vaya a ser que las malas lenguas comiencen a hablar mal de ti y mancillen tu
honra. El honor de una muchacha es como un espejo: hasta un suspiro lo empaña.
¿Sabes lo que te digo? De
hoy en adelante no volveré por aquí; cuando tú quieras verme y hablar conmigo,
cogerás dos plumas de gallina, las prenderás y después las apagarás en una
palangana nueva llena de agua fría.
Así acordaron y por la
noche, cuando quedó sola en su estancia, la muchacha quemó las plumas, las
apagó en agua y vio que de la palangana surgía el valeroso joven, hermoso como
el sol que emerge del mar.
Pasaron toda la noche
hablando y diciéndose cuánto se querían.
Cuando cantó el gallo, él
le dijo:
-Ahora me voy, pues ya
está amaneciendo. ¡Queda con salud!
Diciendo estas palabras,
se convirtió en niebla y desapareció de su vista.
De este modo los dos
jóvenes se veían cuando lo deseaban y se sentían dichosos. La hermosura de la
muchacha crecía de día en día y con ella aumentaba también la envidia de sus
hermanas.
Un detalle hoy y otro
poco mañana, sucedió que las dos acabaron por averiguar lo que sucedía y una
noche lo vieron todo por el ojo de la cerradura del dormitorio.
Entonces se pusieron de
acuerdo y tramaron una terrible venganza. Rompieron un cristal, lo despedazaron
y, sin que su bella hermana se apercibiera de nada, metieron los afilados
pedazos de cristal en la palangana con agua donde se aparecía el hijo del rey.
Y así sucedió que éste,
aquella misma noche, cuando su amada lo invocó apagando las plumas encendidas
en el agua, se llenó de espantosos cortes de la cabeza a los pies, tanto que
ella lo vio todo envuelto en sangre y plagado de llagas.
La muchacha se echó a
llorar. Él la miró con ojos de odio y acto seguido se convirtió en niebla y se
fue.
A la mañana siguiente el
rey, al ver a su hijo tan mal herido, sintió compasión e hizo saber que
entregaría grandes riquezas como recompensa y a su hija por esposa a aquel que
consiguiera sanarlo.
En cuanto la noticia
llegó a oídos de la bella joven, abandonó la casa de su padre y fue en busca
de una curandera fingiendo que era pobre y que se pondría a su servicio a
cambio de un pedazo de pan.
A la vieja le agradó la
muchacha y, cuando comprobó que todo cuanto le ordenaba ella lo hacía como es
debido y sin rechistar, comenzó incluso a quererla.
Un día la muchacha,
después de frotarse las sienes, le dijo:
-¿Has oído que el hijo
del rey está enfermo y que no encuentran a nadie que lo consiga curar?
-Lo he oído -le respondió
la anciana, pero en este mundo sólo yo sé lo que es preciso para que recupere
la salud.
Y la muchacha:
-¿Y qué es?
La curandera permaneció
en silencio con aire pensativo durante unos instantes. Después le dijo:
-A ti quiero confiártelo,
porque estoy segura que nunca podrás desearme ningún mal. Debes saber, así
pues, que deberían matarme a mí y sacarme del pecho algo que tengo en él
semejante a una naranja. Aplicándole su jugo al cuerpo del hijo del rey,
inmediata-mente se restablecería.
No transcurrió mucho
tiempo después de que hablaran de este modo, cuando salieron un día a pasear
por el bosque. Y sucedió que a la vieja le falló una pierna, cayó en un hoyo y
murió.
Inmediatamente la
muchacha le sacó del pecho aquella especie de naranja y la exprimió bien.
Guardó el zumo en un frasco y se encaminó a la casa del rey vestida de hombre,
aparentando ser un médico extranjero que se creía capaz de devolverle la salud
a Su Alteza.
Las palabras de la
anciana resultaron ser ciertas, pues el hijo del rey, pocos instantes después
que ella lo untara con el zumo que había obtenido, se levantó de la cama aún
más hermoso que antaño.
El rey entonces,
confiando en que quien había sanado a su valiente hijo era realmente un médico
sabio, quiso cumplir su palabra ofreciéndole todas las riquezas que se le antojaran
y a su propia hija por esposa.
Pero el médico rehusó
recompensa alguna e incluso al hijo del rey, que deseaba saber cómo podía
expresarle su agradecimiento, pues no quería que se dijera que tanto su padre
como él mismo no habían sabido pagar deuda tan grave, le respondió diciendo:
-Alteza, aunque yo se que
no es bueno que los reyes queden en deuda con aquellos que les han servido, yo
os digo que me podéis hacer un gran bien simplemente perdonando su culpa a
quien os implore diciendo: "¡Perdóname, mi señor, en nombre de aquel que
te devolvió la salud!"
El hijo del rey dio su
palabra de que así lo haría y el médico le pidió la venia y se fue.
Aquella misma tarde la
muchacha se atrevió por fin a regresar a su casa, rogándole a su padre que no
la repudiara, pues no pasaría mucho tiempo, le dijo, y conocería los motivos
que la habían empujado a abandonar su casa.
El padre, que la quería
más que a sus ojos, le preguntó tan solo si había sabido guardar la flor de su
doncellez y cuando ella le prometió por el cielo y la tierra que era tan
inmaculada como antes de marchar, no dijo nada más.
La muchacha se retiró a
su habitación, se encerró, lavó la palangana, la limpió con gran cuidado y la
llenó con agua fría.
Era medianoche y en la
casa todos dormían. Entonces ella prendió unas plumas de pollo y las apagó en
el agua. Inmediatamente apareció el hijo del rey, quien montó en cólera, sacó
su espada y se abalanzó sobre ella aullando.
-¡Te mataré!
Pero la muchacha le
detuvo la mano y le dijo:
-¡Si en verdad crees que
tengo alguna culpa, perdóname en nombre de aquél que te devolvió la salud!
El valiente joven dejó
caer los brazos y acto seguido le preguntó:
-¿Quién te ha revelado a
ti ese ruego? Ella le respondió:
-Nadie me lo ha revelado,
fui yo quien te lo enseñó a ti cuando, vestida de hombre, te curé y te hice
como ahora eres, más hermoso que antes todavía.
Él entonces la abrazó
contra su pecho y la besó con pasión en la frente.
Al día siguiente envió
emisarios pidiendo su mano y el domingo que siguió se casaron.
110. anonimo (albania)
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