Eranse una vez una hombre
y una mujer a los cuales no les había concedido hijos el Señor. Una noche el
marido, cuando regresaba de las tierras con la yunta, se encontró al llegar a
su casa con un derviche apoyado en la esquina del muro. El derviche rogó al
labriego que lo aceptara como huésped en casa, pues venía de muy lejos y no
tenía donde alojarse. El hombre aceptó. Hacía unos cinco días que había comenzado
el ramadán. Poco después el hombre le dijo a su mujer que les sirviera la cena
y saliera a escuchar la plegaria para poder interrumpir el ayuno.
Cuando hubieron comido,
el derviche preguntó al dueño de la casa si tenían algún hijo. El anfitrión le
respondió:
-No, querido derviche; yo
tengo cincuenta años, mi mujer tiene cuarenta y el señor, en su magnanimidad,
no ha tenido a bien conce-dernos hijos, aunque no creo que se deba a que
seamos personas impías.
El derviche abrió el
libro, en busca del futuro de aquella familia. Al cabo de un rato, tras haber
leído algunas páginas, dijo que el señor habría de darles un hijo, pero no
debían ponerle ningún nombre hasta que él regresara por allí.
Al cabo de dos años
sucedió en efecto tal como había dicho el derviche: tuvieron un hijo, al
dejaron sin nombre. El muchacho creció y llegó a la edad de quince o dieciséis
años. Sus compañeros se burlaban de él gritándole: Eh, tú, muchacho sin nombre,
chico sin nombre.
Hasta que el muchacho sin
nombre se enfadó tanto que, un día, reunió a sus amigos para que le rogaran a
su padre que le pusiera un nombre. Pero su padre se negaba a escucharles;
tenía miedo de perder a su hijo, a causa de lo que les había dicho el derviche:
"Si le ponéis nombre al niño que hoy os concedo antes de que yo regrese,
lo perderéis."
No quiso permanecer más
tiempo el joven con sus padres, y se fue; caminaba por el interior de un
bosque cuando encontró una peña. Se abría en ella una cueva, en cuyo interior
vio a un anciano con los ojos cegados. El anciano tenía ovejas allí dentro. El
muchacho le rogó que le diera cobijo por aquella noche, pues de lo contrario
tendría que pasarla al raso. Aceptó el viejo de buena gana, le hizo grandes
honores y para cenar mató un carnero. Tras la comida, el muchacho le preguntó
si tenía algún hijo, a lo que éste respondió que no tenía ninguno y le pidió al
joven que se convirtiera en su hijo. El muchacho lo aceptó como padre de todo
corazón.
Al día siguiente le dijo
al anciano que se quedara allí, pues con su ceguera caminaba con gran
dificultad; el rebaño lo llevaría a pastar él mismo. El viejo no quería que el
muchacho saliera con el ganado, pero al comprobar que sentía grandes deseos de
hacerlo, se lo permitió, aunque con una advertencia: Hijo, existe un huerto
cuyo muro está rodeado de naranjos, allí se encuentran aquellas a las que el
Señor otorgó el baile [1],
por tanto no lleves el rebaño a aquel lugar, pues si lo haces quedarás ciego al
igual que yo.
El joven salió con el
rebaño y lo condujo precisamente a aquel huerto y él mismo se sentó junto al
muro y se puso a tocar la flauta. Poco después aparecieron los genios y acto
seguido se pusieron a bailar al son de la música. Por la tarde, cuando llevó de
vuelta las ovejas a la cueva, el anciano les salió a recibir y comenzó a
acariciar un carnero negro. Enseguida se dio cuenta de que había llevado el rebaño
al huerto, de modo que empezó a aconsejar nuevamente al muchacho diciéndole:
"No las lleves te digo, si lo haces las ovejas enfermarán y tú quedarás
ciego". A pesar de todo el muchacho las llevaba allí todos los días.
Un día se le apareció en
aquel huerto el rey de los genios y le dijo: "No sigas, estás agotando a
mis soldados, qué quieres que te conceda a cambio de que no continúes tocando".
A lo que el muchacho respondió que no quería nada para sí, únicamente, le
dijo, la hierba con la que curar los ojos de su padre. El rey reunió a todas
las genios y les preguntó si alguna había pisado a un viejo. Todas ellas le
respondieron a coro: "No". El rey pidió entonces al muchacho que
esperara, pues aún no había llegado una que era coja. Por fin pudo preguntarle
a la coja, quien le respondió que en efecto le había pisado, y que por eso el
anciano había quedado cegado de ambos ojos. Luego el rey le entregó al muchacho
la hierba con que debía curárselos.
Al regresar a la cueva
por la tarde, el joven frotó los ojos del anciano con la hierba y éste se curó:
sus dos ojos se abrieron y recuperaron la visión que habían tenido.
Después de aquello, el
anciano cogió al joven de la mano y le mostró siete estancias que había dentro
de la cueva. Cada una de ellas contenía cosas necesarias para la vida del
hombre: una de ellas estaba llena de multitud de monedas y objetos valiosos.
Una por una, le mostró el anciano todas las estancias, excepto una. Aquella no
la abrió y le dijo de ella: "Ésta es tuya también, pero aún no ha llegado
el momento de que te la muestre". El muchacho sintió gran curiosidad por
saber lo que había dentro.
Un día, el joven fue como
de costumbre al huerto y se puso a tocar la flauta. Al poco salieron las
genios, que se pusieron a danzar. Cuando se cansaron le pidieron al joven que
las dejara descansar un rato. Él les respondió: "No habrá descanso si no
me decís dónde está la llave de la habitación que mi padre no ha querido
enseñarme". Las genios le dijeron que la llave de la estancia la tenía el
anciano metida entre sus barbas y que podía quitársela cuando el viejo se
quedara dormido.
Aquella misma noche,
después que el anciano se hubiera dormido, el muchacho cogió la llave de su
barba y al día siguiente dijo que estaba enfermo y que no podía salir con el
rebaño. Sintió gran pesar el anciano porque el muchacho hubiera enfermado y se
dispuso a partir.
Cuando cabras y ovejas se
hubieron marchado, el joven cogió la llave y fue a abrir la estancia. Nada más
abrir la puerta relinchó un caballo, que le preguntó: "¿Qué eres tú,
hombre o cadáver?" Y tras enterarse de que era hombre, le dijo que se
pusiera el capote, se ajustara la espada, cogiera un espejo y un peine y
llenara las alforjas de diamantes. Tras poner en práctica todo lo que le había
dicho el caballo, salió. Mientras abandonaban la cueva, la espada golpeó en la
roca. Entonces el macho negro al que el viejo acariciaba cuando estaba ciego
baló y le dijo a su amo: "El chico se marcha con el caballo." Se
hurgó el viejo la barba y se dio cuenta de que no tenía la llave. Montó
entonces en el chivo negro y corrió en persecución del muchacho. Pero existía
un límite más allá del cual.el viejo no podía pasar.
Mientras cabalgaban, el
caballo le preguntó si veía algo y el joven le respondió que estaba viendo una
niebla negra, que avanzaba por la montaña. Entonces le dijo el caballo: Deja
caer el peine. Y el muchacho lo dejó caer. Se llenó el camino de troncos que
tornaron muy difícil el paso a sus perseguidores, quienes acabaron atrave-sando
sin embargo, aunque a costa de grandes apuros. Después el joven dejó caer el
espejo y el camino se cubrió todo de hielo delante del viejo y el chivo. A
duras penas lograron atravesarlo también. Otra vez le preguntó el caballo al
joven sin veía algo y él respondió: "Estoy viendo un lobo grande que nos
persigue". En ese momento el muchacho y el caballo atravesaron un gran
río, que el viejo no podía cruzar, pues aquel era su límite.
Se detuvo el viejo a la
orilla del río y le gritó que se detuviera al joven, quien continuaba
cabalgando. Tiró de las riendas el muchacho y de este modo, el uno en una
orilla del río y el otro en la otra, se pusieron a conversar. El viejo le dijo:
"Ese caballo también era para ti, pero no te lo había dado porque aún no
te había llegado la hora para ello; pero ya que no quieres esperar, llévatelo;
te lo digo de todo corazón: puedes llevártelo, tú me has hecho mucho bien. Una
sola advertencia te hago: De camino, te encontrarás con un caballo muerto al
que deberás arrancar la piel y te la llevarás; en el lugar donde hoy pernoctes
deberás cubrirte tú y tu caballo con la piel que habrás cogido, pues de lo
contrario el rey de ese país te dará muerte".
El muchacho tomó en
cuenta la advertencia del anciano y cumplió al pie de la letra sus
instrucciones. Se les echó encima la noche caminando y ya a oscuras llegaron a
una ciudad, nada más entrar en la cual se cubrieron él y su caballo con la
piel del caballo muerto. Se dirigió a una posada y le rogó a su dueño que le
permitiera pasar dentro por aquella noche. El otro se negaba a dejarles entrar,
pues con la piel del caballo muerto tanto él como su caballo parecían tener la
sarna y temía que se pudieran contagiar el resto de los caballos. Pero tras
los ruegos del muchacho acabó por aceptar. Lo condujo a una estancia apartada,
en la que ambos se despojaron de la piel del caballo muerto e inmediatamente
la habitación se iluminó con un fuerte resplandor, debido a que tanto el
muchacho como el caballo aparecían cubiertos de oro.
Al levantarse a la mañana
siguiente, el muchacho necesitaba lavarse, pero allí no encontró agua, pues
solo la había en las tierras del rey de aquel país. Así pues, el joven echó a
andar camino de aquellas tierras. Alguien debió de verlo desde el palacio, pues
oyó como se cerraba una ventana. Cuando regresó a la posada, el caballo le
preguntó si había visto a alguien. El muchacho le respondió: "No he visto
a nadie, pero oí como se cerraba una ventana en el palacio del rey." Un
buen día, un lugareño le llevó al rey tres sandías. Una de ellas, por estar
demasiado madura, estaba casi partida por la mitad, otra sólo un poco,
mientras que la tercera acababa de madurar. El rey preguntó a sus consejeros
qué significado tenían aquellas tres sandías. Ellos le respondieron que
aquellas tres sandías eran las tres hijas del rey: la sandía más rajada era la
mayor, a la que ya se le había pasado la edad de casarse; la menos rajada era
la mediana, a la que acababa de pasársele la edad de contraer matrimonio; la
sandía en plena sazón era la hija menor, la cual se encontraba en la edad
justa para encontrarle marido.
Dio entonces el rey la
orden de que todo su pueblo se congregara en cierto lugar y, una vez estuvo
toda la gente reunida, condujo allí a sus tres hijas. La mayor aceptó como
esposo al hijo de un visir, la mediana al hijo del gran visir, la pequeña no
eligió a nadie. El rey preguntó a su pueblo si había alguien que no hubiera
acudido a la reunión. El posadero, en casa del cual se alojaba el joven, dijo:
"En mi posada duerme un sarnoso". Envió el rey al posadero
acompa-ñado de tres guardias para que lo trajeran. El muchacho sin nombre no
quería acudir, pues le daba vergüenza presentarse ante el rey de aquel modo.
Pero el posadero y los guardias lo cogieron y lo condujeron por la fuerza a la
asamblea. Una vez allí, la hija menor del rey tiró una manzana, que fue a caer
sobre el muchacho sin nombre. El rey, como no quería entregarle su hija a
aquel personaje harapiento, dijo al pueblo que había caído sobre él por error.
Tres veces arrojó la joven la manzana y las tres veces cayó sobre el muchacho
sin nombre. De esta forma no hubo más remedio que entregarle la ija menor del
rey al muchacho que parecía sarnoso.
Pasó el tiempo y el rey
se negaba a ver siquiera a su hija menor, por haber elegido por esposo a un
hombre sarnoso, de modo que no la aceptaba en su palacio, mientras obsequiaba
con frecuencia a las dos mayores.
Cuando iba a la guerra a
combatir contra sus enemigos, el rey convocaba a los esposos de sus hijas
mayores para que lo acom-pañaran, sin embargo no llevaba consigo al yerno
sarnoso. Este, no obstante, en cuanto los otros se alejaban de la ciudad, se
detenía junto a un arroyo y allí se despojaba de la piel del caballo muerto, se
la quitaba también a su caballo y le decía a éste: "Ahora echarás a volar
y te lanzarás en mitad del ejército enemigo". El caballo hacía tal como le
ordenaba su amo: salía volando, caía sobre las tropas enemigas y de este modo
tantos degollaba el muchacho con su espada como descalabraba él con su patas.
Como resultado de ello, siempre que el joven acudía a una batalla, el rey salía
triunfante.
En un apretado combate,
el muchacho sin nombre perdió un dedo. Se presentó entonces ante el rey, quien
no pudo reconocerlo, pues iba despojado de la piel, y le pidió que le vendara
el dedo con una tela. El rey, después de curarle la herida, como recompensa por
las hazañas realizadas en la batalla, le regaló tres manzanas y un pañuelo de
bolsillo. El muchacho no se comió las manzanas, sino que, junto con el pañuelo,
las guardó en su bolsa.
En una batalla posterior,
al rey le saltó pólvora a los ojos y de resultas de ello quedó ciego. Acudieron
muchas personas a verlo y todas le dijeron que para que sus ojos sanaran debía
encontrar leche de corzo.
Hizo llamar un día el rey
a los esposos de sus hijas mayores y les pidió que fueran en busca de la leche
de corzo a un lejano paraje donde se unían dos montañas. Satisfechos de poder
servirle, los yernos le prometieron que cumplirían su encargo.
El muchacho sin nombre
también se había enterado del asunto, de forma que el mismo día en que
partieron sus cuñados en busca de la leche de corzo, lo hizo también él,
dándoles alcance en el camino. Lo acogieron ellos con burlas y al poco los
dejó. Después se detuvo junto a un arroyo, se quitó la piel y a continuación
echó a volar con su caballo. Llegó al lugar donde se encontraban las dos
montañas y en el mismo punto de unión se le enganchó la cola al caballo, cuyo
extremo se partió, aunque sin producirle ningún daño. Allí mismo encontró la
leche de corzo. Después de recogerla, comenzó a golpear un corcho con una vara.
Aparecieron unas cabras monteses, las ordeñó y metió su leche en unos frascos.
Seguidamente se sentó a la puerta de una cabaña a esperar la llegada de sus
cuñados, que siempre se burlaban de él. Poco tiempo después llegaron y no
reconocieron al joven, pues no llevaba puesta la piel. Le preguntaron qué cosas
vendía en aquel lugar. Él les respondió que leche de corzo, al oír lo cual se
alegraron los yernos del rey, creyendo haber encontrado lo que buscaban. El
muchacho sin nombre les entregó las botellas con leche de cabra montés y ellos
partieron satisfechos. Poco tiempo más tarde se puso también él en camino a lomos
de su caballo, con el que les dio alcance enseguida. Como de costumbre,
comenzaron a burlarse del muchacho diciéndole: "¡De modo que también tú
querías encontrar la leche de corzo! ¡Pero si no eres capaz de quitarte esas
costras y librarte de la sarna, cómo vas a poder hacer el bien a otros!"
Cuando llegaron ante el
rey le entregaron la leche y se la untaron en los ojos. Pero inmediatamente
comenzaron a dolerle más aún, ya que en lugar de leche de corzo le habían dado
leche de cabra. La leche de corzo la tenía el tercer yerno, cuya sola
presencia el rey rechazaba.
Un día el muchacho sin
nombre le dijo a su esposa que fuera a rogarle a su madre para que el rey los
recibiera. Ella le respondió que el rey no aceptaría, pero que de todos modos
lo intentaría. Después de mucho implorarle su mujer, terminó por aceptar. El
muchacho sin nombre le dijo a su esposa que nada más franquear el umbral de la
estancia del rey, su propio padre, se acercara corriendo hacia él y le untara
los ojos con la leche de corzo. Así lo hizo ella y al momento los ojos del rey
se abrieron y volvió a ver como antes. Le preguntó entonces a su hija quién le
había dado aquel ungüento, pero ella, tal como habían acordado, no le confesó
el secreto, se limitó a dejar sobre el lecho aquellas tres manzanas y el
pañuelo que tiempo atrás le había regalado el rey a su propio esposo. Tras no
pocas averiguaciones, el rey acabó comprendiendo que quien le había devuelto
la vista era aquel yerno al que hasta entonces se había negado siquiera a
mirar, y supo también que todas las batallas las había ganado con su ayuda.
Así, poco después, envió aviso de que lo llamaran a su presencia. Pero el
muchacho se negó. Por fin, el rey le envió recado con estas palabras: "Ven
a verme, en caso contrario me obligarás a ir yo hasta ti".
Después de escuchar su
recado, el muchacho encargó que le dijeran que aceptaba acudir a su presencia,
pero que debería salir a recibirlo en persona. Con gran alborozo, el rey fue
caminando a través de los salones para dar la bienvenida a su yerno, quien a
partir de aquel mismo día no volvería a cubrirse, ni el ni su caballo, con la
piel del caballo muerto.
Antes de partir para
presentarse ante el rey, el muchacho le dijo a su caballo: "Ahora vamos al
palacio del rey. ¡Pero tú no debes entrar por la puerta del patio, sino
saltando por encima del muro!" Mientras el muchacho atravesaba el bazar
nadie era capaz de reconocerlo, pues hasta entonces siempre había ido cubierto
con la piel del caballo muerto, al igual que su propio caballo. Todos quedaron
deslumbrados ante el porte imponente del jinete y su montura. Cuando se
acercaron, el palacio entero comenzó a estremecerse con su poderoso cabalgar.
Luego, al salvar de un salto el muro del patio y caer en el interior, todos los
cristales del palacio saltaron hechos añicos.
El rey le recibió
cariñosamente y le ofreció un lugar para sentarse, pero él no aceptó. Por fin
el rey desplegó aquel pañuelo que le había entregado en la guerra. En mitad
del pañuelo había un nombre escrito: Sulejman, el nombre que habría de llevar
para siempre el muchacho. Pasado el tiempo, el rey le cedió su lugar y le
nombró su sucesor. A los dos yernos que tanto se habían burlado del muchacho
los puso a su servicio y a sus dos hijas mayores las nombró doncellas de la
menor.
110. anonimo (albania)
[1] Se refiere a las shtojzovallë
nombre formado por acumulación de shtoi,
añadir, conceder, zot, señor, y vallë,
baile. Las shtojzovallë son, en
cuentos y leyendas, jóvenes de gran hermosura y poderes extraordinarios, cuya
vida transcurre entre cánticos y danzas.
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