Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

La bella de la tierra y la bruja

Eranse una vez un viejo y una vieja que tenían tres hijos. Cada uno de ellos aprendió un oficio: el mayor era labrador y trabajaba la tierra, el segun­do era pastor y cuidaba las ovejas, y el más pequeño era cazador.
Un día el anciano padre llamó a sus tres hijos y les habló de este modo:
-Habéis crecido y os habéis hecho hombres, yo ya soy viejo y pronto acabarán mis días; recordad lo que ahora os diré como legado y no habréis de arrepentiros. Cada cual tiene su propia Ora [2], a nadie ha dejado el Señor sin ella; cuando os halléis en un gran apuro invocad a vuestra Ora y ella acudirá sin dudarlo a ayudaros.
Los muchachos tomaron bien en cuenta las palabras de su padre.
Un buen día, el más pequeño les dijo a sus padres:
-Nada mejor podría desear que vuestra compañía, sin embargo quiero partir en busca de fortuna, tal vez el Señor tenga a bien acompañarme.
Se puso en camino y al poco se encontró ante a un ma­nantial, al pie de un aliso. Allí encontró a una anciana la­vando sus andrajos.
-Bien hallada seas.
-Bienvenido.
-Dime, buena mujer ¿Sabes adónde conducen estos tres caminos?
-Sí -respondió ella.
-El camino que discurre hacia abajo, ¿lo ves?, es la senda de la riqueza y quien la sigue encuentra fortuna; el camino que marcha cuesta arriba es el del esfuer­zo y quien lo sigue a duras penas regresa vivo a casa de los suyos; y el que se remonta a pico es el camino de lo ignoto, quien se adentra en él se labra por su pie la propia perdición.
-Tomaré entonces la senda de lo ignoto -dijo y partió.
Anda que te andarás, la noche lo sorprendió en mitad del monte, en lo alto de un espolón donde no podía retroceder ni continuar adelante.
¿Y ahora?, se dijo. ¿A quién puedo encomendarme? Cre­yó ver llegada su última hora en aquel estrecho trance, pero le vino a las mientes el consejo de su padre: "Cuando os halléis en gran apuro, invocad a la Ora". Probó entonces a lla­marla y la Ora acudió, lo tomó del brazo y lo condujo de nuevo al camino.
-Es la Ora como los rayos del sol, que ilumina el camino y torna la noche en día, y cuando ella habla...
-¿Y tú- le preguntó ella al muchacho, -qué pretendías hacer? ¿Acaso no sabes que has nacido con buena estrella y no para malograrte tan joven? ¿Ves aquella kulla [3]? Allí habi­ta la Bella de la Tierra, nosotras la hemos reservado para en­tregártela como esposa. Ve y tómala por la fuerza de tu brazo, pues la guardan veintiún verdugos que no la dejan ver ni la luz del sol.
Partió entonces el muchacho en dirección a la kulla y la encontró cercada de esqueletos decapitados que le infundie­ron un gran temor, pero como contaba con la protección de la Ora, llamó a la puerta y se dispuso a entrar. Mas se abrió en ese instante una ventana en el quinto piso y por ella aso­mó el rostro una joven blanca como la nieve, con una estre­lla resplandeciente en la frente.
-¡Aléjate, apuesto muchacho! -le dijo. ¿No ves cuántos han perecido ya al pie de esta kulla ? Aquí no logran entrar ni los pájaros del monte, ¡cómo vas a hacerlo tú, hijo de hombre!
-A mí nadie puede hacerme daño -respondió el joven, ­pues ha sido la Ora quien me ha enviado.
Y con estas palabras derribó la puerta y entró. Una vez dentro se encontró ante siete guardias que dormían lanzan­do fuertes ronquidos. Le arrebató a uno de ellos el yatagán y hundiéndoselo por turno en el hueco del corazón les arrancó a todos la vida. Subió a la segunda planta y también allí encontró a otros siete centinelas que dormían, y les cor­tó a todos la cabeza. Continuó subiendo hasta la tercera y armándose de valor se dispuso a degollar a los restantes siete guardianes, pero sólo consiguió matar a tres, pues se le me­lló el filo de la espada. Despertaron los otros cuatro, empu­ñaron sus espadas y se abalanzaron sobre él con intención de despedazarlo. Al verse en tal aprieto, el joven llamó en su ayuda a la Ora, Guardiana de la casa, gritando: "¡Socórre­me, Guardiana de la casa, corre en mi ayuda Ora mía!" Apareció rauda la Guardiana bajo la apariencia de una enor­me serpiente y puso acto seguido una venda en los ojos de los verdugos, que de este modo no conseguían ver al mu­chacho. A continuación la Ora afiló su espada y con ella el joven degolló a los cuatro que quedaban.
Corrió presuroso el muchacho a la planta cuarta y encon­tró al llegar a la Ora de la casa, que le esperaba en una hermo­sa estancia amueblada con sillones, mesas y pieles de cabra.
-Este es el lugar- dijo la Ora, -donde me reúno con mis compañeras y juntas distribuimos los destinos de los hom­bres. ¿Ves esos papeles? A cada uno hemos dictado en ellos la fortuna y la desdicha que habrá de tener en la vida.
-Pero no veo a las demás, ¿dónde están? -le preguntó el joven.
-Cada una atiende sus tareas- le respondió; -unas acom­pañan a los hombres a la guerra, otras se encuentran en los manantiales y en las cumbres, algunas cuidando las cabras salvajes, otras en fin junto a las cunas de los niños.
-Todo lo que me dices -dijo el joven- es tal como me lo contaba mi padre cuando yo era niño.
Sonó entonces una campanilla. Era la Bella de la Tierra que llamaba a la Ora, pues las mujeres no pueden dirigirle la palabra a la Ora. Se incorporó ésta y, en compañía del jo­ven caminante, ascendió a la quinta planta de la torre don­de encontró a la Bella y le dijo que aquél era el muchacho que le había sido reservado en su destino.
Se casaron los dos y a partir de aquel mismo día quedó liberada la Bella de la Tierra.
En un ala de la torre, en el piso más alto, había una sala cerrada bajo tres candados.
-Escucha -le dijo la Bella a su esposo.
-No abras jamás esa puerta, pues si lo hicieras se abatiría sobre nosotros una gran desgracia.
Estas palabras quedaron clavadas en la mente del mucha­cho, mas por muchos esfuerzos que hacía no lograba renun­ciar a la idea de ver lo que se escondía tras aquella puerta. Por fin se decidió a abrirla y, nada más dejar franco el um­bral de la estancia, salió de ella un ser semejante a un velo blanco que desapareció como el humo. Era la Fortuna de la Bella, que fue y se instaló flotando en el serrallo del rey. Al verla éste, conoció al instante de quien se trataba y le pre­guntó a quién pertenecía, mas no logró obtener una sola palabra de sus labios. Prometió entonces grandes riquezas a aquel que lo descubriera.
Corrió la voz de un rincón a otro del reino, hasta llegar a oídos de la vieja con quien el muchacho se había encontra­do junto al manantial. Ésta no era sino una bruja y ensegui­da se puso en camino, llegó ante el rey y le dijo:
-¿Qué me darás si yo encuentro a la dueña de la Fortuna?
Y el rey le prometió mucho dinero y gran cantidad de ri­cos vestidos.
Volvió la vieja a su casa y nada más llegar puso en el um­bral de la puerta un madero, sacó un cuerno de cabra lleno de monedas antiguas, mechones de cabello, hilos trenzados y llenos de nudos de pelo de cabra negra, agujas y huesos de bastardo. Penetró en el interior de su morada y del fondo del hogar extrajo un puñado de tierra con toda suerte de hierbas. Se embadurnó con la masa resultante, volviéndose de este modo diminuta, tras lo cual se puso en camino ha­cia la kulla de la Bella de la Tierra. Una vez allí, esperó a que oscureciera y, allá por la medianoche, penetró a través del ojo de la cerradura en la sala donde yacían el joven y la Bella y, con una aguja que desprendía llamas amarillas, atra­vesó el corazón del muchacho, del que brotaron tres gotas de sangre, dejándolo de este modo a las puertas de la muer­te. Maniató después la bruja con hilo negro a la Bella y le tapó la boca con ascuas, la tomó del cuello y la llevó arras­trando al serrallo del rey. Éste la encerró en una alta torre y durante nueve años no volvió ella a pronunciar una sola palabra.
Habían transcurrido tres años desde que el hijo menor del anciano padre saliera de casa; sus dos hermanos mayo­res sintieron nostalgia de él y partieron en su busca. Anda que te andarás, el camino les condujo al manantial donde se había detenido a descansar su hermano menor. Allí se encontraron con la misma vieja lavando sus harapos.
-Bien hallada seas, anciana mujer.
-Bien venidos vosotros.
-¿Sabes acaso del paradero -le preguntó uno de ellos, de un hermano nuestro que hace tres años dejó su casa y del que no hemos tenido desde entonces ni carta ni noticia alguna?
-Algo me parece recordar -respondió ella, acerca de lo que preguntáis. Pasó por aquí un apuesto joven, bien vesti­do y calzado, y yo le advertí que no siguiera la senda de lo ignoto, mas no quiso escucharme y se adentró en ella. De modo que regresad a vuestra casa y no sigáis adelante -dijo la vieja tratando de ocultar el paradero del muchacho per­dido. Mas los hermanos no se lo pensaron dos veces y echaron a andar por la senda de lo ignoto, sorpren-diéndo­les la noche en la montaña. Al encontrarse perdidos se en­comendaron a la Ora, como les había enseñado su padre. Al punto apareció ésta, les entregó una antorcha y se la en­cendió.
-¿Qué es lo que buscáis aquí? -les interrogó.
-Hemos salido en busca de nuestro hermano, que está perdido desde hace tres años- respondieron los caminantes.
-Vuestro hermano se encuentra a las puertas de la muer­te. Le ha atravesado el corazón la vieja que encontrasteis en las fuentes. Pero hicisteis bien en llamarme, pues yo tengo el remedio que lo curará. Tomad -les dijo, esta sangre de dra­gón, mezcladla en un vaso con agua y dádsela a beber.
-Pero ¿y él?, ¿dónde se encuentra? -preguntaron.
-Hallaréis a vuestro hermano en una kulla blanca al final de este camino. ¡Entrad sin miedo! -les dijo, señalándoles la senda con la mano.
Se pusieron en marcha los hermanos, aferrando con fuer­za entre sus manos la sangre de dragón.
-El dragón posee una sangre poderosa- dijo uno.
-Porque él mismo es poderoso- respondió el otro, se enfrenta incluso a la kuçedra cuando entre huracanes y tor­mentas pretende destruir alguna aldea; y si llega el caso de que lo maten y lo entierren, su sangre no la disuelve la llu­via, sino que se torna sólida y sirve de remedio para las per­sonas y también para los animales.
Llegaron en éstas a la kulla y llamaron a grandes voces, pero nadie respondió. Echaron entonces la puerta abajo y subieron hasta la quinta planta, donde hallaron a su herma­no yacente, a punto de exhalar su último aliento. Tomaron un pedazo de la sangre de dragón, lo pulverizaron, lo disol­vieron en agua, con lo que ésta se tornó roja como la sangre humana, y se la dieron a beber al moribundo. Apenas éste probó el brebaje, preguntó por su esposa abriendo los ojos.
-Pero ¿a qué mujer reclamas? -le dijeron sus hermanos, nosotros te hemos encontrado abandonado y solo a las puertas de la muerte.
El menor de los hermanos receló que los otros dos hubie­ran tomado para sí a la Bella de la Tierra y tanto les ofendió con sus palabras que a punto estuvieron los tres de enzarzar­se en una violenta pelea.
-No tenemos otra deuda contigo -le interrumpieron- que colocar la losa de tu sepultura. Y el mayor de los tres cogió una lápida y se la colocó sobre su hombro diciendo:
-Entérate, querido hermano. ¡Que lleve para siempre es­te peso a cuestas, y que en el párpado del ojo haya de soste­nerlo en la otra vida y jamás reciba ni pago ni respuesta, si en lo que te digo existiera engaño alguno!
Tampoco entonces quiso el pequeño confiar en sus dos hermanos, de modo que ellos regresaron a casa defraudados, maldiciéndole y repudiándole.
Al quedar nuevamente solo el pequeño, no podía per­manecer un instante quieto, pues no deseaba otra cosa que encontrar a su mujer. Durante seis años la buscó sin poder­la hallar. Justo al cumplirse los nueve años del infausto su­ceso, sus andanzas le llevaron cerca de la torre del rey y de lejos divisó la estrella de la Bella, que se había asomado a la ventana con la esperanza de ser vista. Esperó el esposo a que la guardia se retirara, se acercó al recaudo de los mato­rrales del lugar y la llamó. Al verle ella exclamó con gran alegría:
-¡Dadme un espejo para que me vea, pues ha llegado por fin el día de reunirme con mi esposo!
Durante nueve años había permanecido sin pronunciar una sola palabra y el rey había puesto centinela con orden de vigilarla y escuchar cuanto pudiera decir. Al oírla el guardián, corrió a contár-selo al rey: esto y aquello ha dicho la Bella.
Dio el rey al momento la orden de que le llevaran el es­pejo y, mientras todos se asombraban con la buena nueva y deseaban acudir a verla, la Bella salió a las puertas exteriores del castillo, tomó dos monturas ensilladas, llamó a su espo­so y los dos escaparon galopando veloces como el rayo y tras ellos la Fortuna.
Al saberlo el rey, mandó en su persecución a su gente, mas no consiguieron hallarlos pues entretanto había ano­checido y se había desatado una fuerte ventisca.
La Bella y su esposo llegaron a un caserío desconocido.
-Busquemos algún cobijo -dijo él, no podemos pasar la noche al raso.
Camina que camina, entraron en una casa. Se acercó el esposo, llamó a la puerta y al poco apareció en el umbral una vieja. Era la misma bruja que le había atravesado el co­razón, pero él no la reconoció.
-Entra, entra -le invitó la vieja.
-¡Caliéntate un poco!
Entró y, al no ver trazas de gente, llamó a su mujer.
La vieja encendió un buen fuego, pero mientras lo hacía urdía también una pérfida trampa para sus huéspedes. Frotó unos huesos de bastardo por la derecha del esposo, infun­diéndole así un profundo sueño, tras lo cual corrió a llamar a sus siete hijos, que esperaban en otra estancia. Éstos hicie­ron prisionera a la Bella y pusiéronse a comer y a beber, y a celebrar por todo lo alto la súbita llegada a su caserío de aquella novia inesperada.
Mas la Bella no se acobardó, sino que se puso a reír y a bromear con ellos hasta conseguir que se emborracharan. Cuando estuvo segura de que habían perdido el sentido, co­gió un cuchillo y, uno por uno, se lo hundió a todos en el pecho. Al mayor de ellos le despojó de sus ropas y sus ar­mas, tomándolas para sí, y salió al exterior. Corrió hacia los caballos y le pareció ver a un hombre, en el que creyó reco­nocer a su esposo, y le dijo:
-¡Monta en tu caballo y vámonos, a punto hemos estado de perdernos!
Mas aquél no era su marido, sino que era un ogro, y el ogro no hablaba la lengua de la Bella, de modo que, cada vez que ella le preguntaba algo, él respondía: bu-bu-bu. La Bella de la Tierra se apercibió del engaño y temiendo que le hiciera algún mal, acuchilló a su caballo, haciendo saltar al jinete a seis pasos por encima de las orejas de su montura, tras lo cual ella se alejó.
Fue a parar la Bella de la Tierra a un lejano país que ha­bía quedado sin señor. Al saberlo ella, se cortó los cabellos, se vistió de hombre y se mezcló con las gentes del lugar y a todos atrajo así por su planta como por su prudencia y die­ron en elegirla como su rey.
Dio inicio a su gobierno la Bella y mandó hacer un retra­to de sí misma, haciéndolo colocar en el lugar donde se cru­zaban los caminos, con orden de vigilarlo y hacer prender a cuantos pronun-ciaran alguna palabra ante él.
No transcurrieron dos semanas y acertó el ogro a pasar ante el retrato, se detuvo a mirarlo y reconoció el rostro.
-Esta -dijo, es la que me mandó montar a caballo y después me hizo dar de bruces en tierra, dejándome allí ten­dido.
La centinela que le oyó, le cargó de cadenas y le condujo al calabozo.
Pocos días más tarde pasó por allí el esposo de la Bella. Se detuvo a mirar el retrato y también él la reconoció:
-¡Oh! -exclamó.
-Cuántas cosas me enseñó y cuanto go­cé junto a ella, ¡pero cuántos peligros atravesé también!
Aparecieron los guardias, le pusieron cadenas y le condu­jeron igualmente al calabozo.
Algún tiempo más tarde, acertó a pasar asimismo la vieja bruja, que de igual modo se detuvo a contemplar el retrato, reconociendo a su modelo.
-¡Desdichada de mi! ¡Desdichada! -exclamó.
-¡Yo quise causarle mal y fue ella quien. me lo hizo, dejándome sin mis siete hijos!
Apresaron también a la vieja y la encerraron. Informaron a la Bella de la Tierra que habían caído tres personas y ella ordenó que fueran conducidas de una en una a su presencia.
Le llevaron al ogro.
-¿Qué quisiste decir -le interrogó, con esas palabras: Esta me mandó montar a caballo y después me hizo dar de bruces en tierra, dejándome allí tendido?
-No lo dije por ti, majestad -dijo él, sino por una mu­jer que me hizo todo eso.
-Lleváoslo y azotadlo -dijo a sus servidores.
-Pero no le peguéis demasiado fuerte. Dejadle marchar después. Le llevaron a la vieja.
-¿Qué quisiste decir -la interrogó la Bella- con estas pa­labras?: Desdichada de mí, desdichada. Yo quise causarle mal y fue ella quien me lo hizo...
-No me refería a ti, majestad, sino a una muchacha que apuñaló a mis siete hijos.
-Fuiste tú misma -le respondió, quien les buscó la per­dición con tus malas acciones, devorando el corazón de los niños, porque tú eres una bruja.
-Yo no soy bruja, majestad -negó la vieja, a no ser que lo haya sido sin saberlo.
La Bella la miró colérica y en sus ojos la vieja compren­dió que lo sabía todo.
-Aunque fuera bruja, majestad, ahora ya no puedo co­mer corazones, pues me ha tomado tres veces la palabra un teneci.
(Las brujas, en sus andanzas, no pueden atravesar ni ríos ni arroyos, ni clase alguna de corriente de agua, si no es a lomos de un teneci, que es una especie de hombrecillo pelu­do. Más si resulta que éste es rebelde, despoja a la bruja de sus ropas de lana, la deja en camisa y la arroja de cabeza en un cardizal. Al anochecer se acerca sin miedo al cardizal y le pregunta: ¿Volverás a comer corazones humanos o qué es lo que comerás? La bruja, atrapada, promete que no comerá jamás corazones humanos, sino únicamente pan y queso; el teneci entonces le llena la boca con pan y con queso, y repi­te la operación por tres veces y la bruja sufre un gran tor­mento...)
-Elige -sentenció entonces la Bella de la Tierra, entre estas dos cosas: o dos caballos sementales o dos dagas de do­ble hoja.
La vieja, pensando que con los dos caballos podría hacer fortuna, eligió los dos caballos. Y así fue mientras vivió.
Al anochecer llevaron ante ella a su esposo que la recono­ció y le dijo:
-Mucho he sufrido por ti y mucho me he arrepentido por no haberte escuchado entonces; ahora puedes hacer conmigo lo que quieras.
Alzóse entonces la Bella de la Tierra y se abrazó al cuello de su esposo, despojándose de sus vestiduras de varón. Y a partir de aquel día él gobernó como rey y ella como reina gobernó.

110. anonimo (albania)



[1] La Bella de la Tierra (E Bukura e Dheut), figura mitológica albanesa, re­presentada como una mujer de gran belleza. Algunas de las carac-terísti­cas de su comportamiento recuerdan a la hechicera Circe: como ella está vinculada al reino del subsuelo, habita en un palacio guardado por una kuFedra o por un perro de tres cabezas.
[2] Ora, personaje mitológico representado como una mujer o una serpien­te, que habitaba en las montañas, los bosques, en los arroyos o junto a las personas. De carácter bienhechor, protegía a los hombres, las casas, etc. Semejante en su comportamiento a las Ninfas.
[3] Kulla, vivienda fortificada en forma de torre con estrechas aberturas, ca­racterística de las montañas del norte de Albania.

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