Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

Juan soldado .003

Juan Soldado era un mozo que se enroló de soldado y estuvo luchando en las guerras y un día se licenció cuando ya había cumplido su servicio y decidió volver a su casa. Se puso en camino, andando por esas tierras y durmiendo donde le pillara, y le dieron por la licencia del servicio una torta de pan y tres monedas. Entonces se encontró con un pobre que le pidió de comer y Juan Soldado le dio la mitad de su pan. Y ese pobre era el Señor, pero no le dijo nada. Más tarde se encontró con otro pobre que también le pidió de comer y Juan Soldado le dio la otra mitad de su pan y se quedó sólo con las tres monedas. Y ese pobre era san Pedro. Una noche en que estaba perdido vio una luz y se dirigió a ella, a ver quién había.
Llegó a donde la luz y allí estaban el Señor y san Pedro, que le recibieron.
‑¿Puedo quedarme aquí con ustedes? ‑dijo Juan Soldado.
Y ellos le dijeron:
‑Sí que puedes. Pero no tenemos de comer y uno de nosotros tendría que ir a comprar un cordero.
Y dijo Juan Soldado:
‑Yo compraré el cordero, que aún me quedan tres monedas ‑y fue y lo compró. Entonces le dijo el Señor:
‑Ahora te vas a ocupar de asar este cordero que has comprado, porque nosotros nos vamos acercar al pueblo de al lado a pedir un poco de pan.
El Señor y san Pedro se fueron al pueblo y Juan Soldado se quedó asando el cordero. Traía tanta hambre Juan Soldado y le sonaban de tal modo las tripas por el hambre que traía que no pudo resistir y se comió la asadura del cordero mientras los otros estaban fuera. Y cuando volvieron con el pan, se sentaron todos a comer.
‑¿Qué? ¿Ya está listo el cordero? ‑dijeron.
‑Listo está ‑contestó Juan Soldado, y se pusieron a comer.
Estaban comiendo cuando el Señor preguntó:
‑¿Dónde está la asadura del cordero, que no la veo por ninguna parte?
Y dijo Juan Soldado, tan tranquilo:
‑¡Anda! Pero ¿es que no sabes que éste es un cordero negro y que los corderos negros no tienen asadura? Los blancos sí que la tienen, pero no los negros.
El Señor y san Pedro se conformaron y comieron de lo que había. Después se echaron una buena siesta y, al despertar, se pusieron en camino otra vez. Pronto llegaron a un pueblo donde había un enfermo que se estaba muriendo y los familiares se acercaron al Señor, que tenía fama de curar a los enfermos en todas aquellas tierras, para pedirle que viera si el enfermo tenía curación. Juan Soldado se dirigió entonces a los familiares y les dijo que, como eran tres, tendrían que darles tres arrobas de carbón, tres de nueces y tres de vino. Así convinieron y el Señor, entretanto, mandó hacer una buena lumbre y que todos se fueran. Y cuando la lumbre estuvo bien fuerte, puso el Señor al en­fermo sobre ella; y decía Juan Soldado:
‑¡Madre mía! Cuando entren y vean que ha quemado al enfermo, aquí mismo nos matan.
Pero, al cabo del rato de estar el enfermo a la lumbre, el Señor le echó su bendición y el enfermo sanó todo y el Señor mandó abrir la puerta y mostró al enfermo a sus familiares, que le acogieron con gran alegría.
‑Pídanos lo que quiera ‑decían‑, que con todo gusto se lo daremos.
Y dijo el Señor:
‑Nada quiero.
Y salieron los tres del pueblo.
Y ya se estaban alejando cuando Juan Soldado le dijo al Señor:
‑Mire usted que me he dejado mi navaja donde el enfermo y, con su ve­nia, vuelvo por ella ‑y el Señor sabía que Juan Soldado volvía para pedir di­nero a los familiares del enfermo.
Conque volvió y dijo Juan Soldado:
‑Dice mi amo que me tiene que dar usted dos talegas de dinero.
‑Pues bueno ‑le dijeron aquellas buenas gentes, aquí tiene usted las dos talegas y vaya con Dios.
Volvió Juan Soldado con sus compañeros y les enseñó las dos talegas y dijo:
‑Si vosotros no las habéis querido, a mí sí me las han dado y mías son.
‑Pues tú sabrás ‑dijo el Señor. Y siguieron andando. Y llegaron a otro pueblo, donde también había otro enfermo que estaba en las últimas. El Se­ñor volvió a convenir que le entregasen tres arrobas de carbón, tres de nueces y tres de vino y se encerró con el enfermo. Y Juan Soldado decía:
‑Esta vez sí que nos matan ‑y empezó a comer nueces y vino para que le aprovecharan. Y pasado el tiempo, el Señor salió de la habitación donde es­taba encerrado con el enfermo y el enfermo apareció sano como una manza­na. Y le dijeron los familiares:
‑Pida usted lo que quiera, que se lo hemos de dar.
Y dijo el Señor:
‑Nada quiero.
Total, que se fueron como la otra vez y cuando ya se iban alejando, dijo Juan Soldado:
‑Que me he dejado el pañuelo donde el enfermo y tengo que volver por él.
Y dijo el Señor:
‑Pues nada, vuelve y tráetelo.
Y Juan Soldado volvió, pero nada de buscar el pañuelo. Les dijo a los fa­miliares:
‑Que vengo de parte de mi amo, que me tienen ustedes que dar tres tale­gas de dinero ‑y se las dieron.
Volvió Juan Soldado donde estaban el Señor y san Pedro y les mostró las talegas de dinero y les dijo:
‑Las veréis, pero no las cataréis. Si a vosotros os dicen que pidáis y no queréis ¿por qué he de repartirlo con vosotros?
Pero el Señor le dijo que le entregara el dinero y lo dividió en cuatro par­tes y dijo:
‑Tres partes son para nosotros tres y la cuarta es para el que se comió la asadura.
Y dijo Juan Soldado:
‑Pues ésa es para mí, que yo fui quien se comió la asadura.
Y así se supo quién se había comido la asadura; entonces le dijo el Señor:
‑Bueno, pues vete en paz.
Conque se fue Juan Soldado por su cuenta y llegó a un pueblo donde ha­bía un enfermo. Y como él había visto lo que hacía el Señor, dijo:
‑Si ustedes me dan cuatro talegas de dinero yo les he de curar al enfermo.
Se las dieron y mandó encender una lumbre y se encerró con el enfer­mo, pero cuando puso al enfermo sobre la lumbre se le quemó todo y a la mañana siguiente fueron a verlo y lo encontraron bien muerto. Y los fami­liares querían matar a Juan Soldado, pero entonces apareció el Señor y le dijo:
‑Tú no tienes poder para hacer estas cosas. Yo ahora voy a resucitar a és­te, pero tú no pedirás ningún dinero por eso y devolverás el que te han dado ‑y así lo hizo y el enfermo volvió a la vida.
Entonces se fueron otra vez el Señor y san Pedro con Juan Soldado. Y le dijo el Señor:
‑Juan Soldado, porque fuiste bueno con nosotros y nos diste lo que tenías, ahora quiero darte lo que me pidas.
Y le dijo san Pedro:
‑Anda, Juan Soldado, pide ir al cielo.
Y decía Juan Soldado:
‑¿Y para qué quiero ir al cielo? ¿Es que no hay escaleras para subir allá? Yo lo que quiero es una silla que quien se siente no se pueda levantar de ella a menos que yo se lo mande.
‑Bueno, pues concedido ‑dijo el Señor.
Y dijo Juan Soldado:
‑Y también quiero un saco que sólo se abra y se cierre cuando yo lo mande.
‑Bueno, pues concedido ‑dijo el Señor.
Y dijo Juan Soldado:
‑Pues lo último que quiero es una higuera a la puerta de mi casa, que todo el que se ‑suba en ella no se pueda bajar hasta que yo se lo mande.
‑Bueno, pues concedido y ya son tres ‑dijo el Señor.
Y Juan Soldado se marchó y llegó a su pueblo y allí se casó.
Pasó el tiempo y un día dijo el diablo:
‑Este Juan Soldado ya debe de estar viejo, así que habrá que ir a buscarle. ¿Quién va a buscarle?
Se ofreció un demonio chico y dijo el diablo:
‑Muy bien, pues que vaya éste.
Conque llegó a la casa de Juan Soldado y tocó a la puerta y le abrió el mismo Juan Soldado, que conoció en seguida que era un demonio. Conque le dijo:
‑¡Hombre! Ya veo que vienes por mí. Pues nada, siéntate en esta silla y espera mientras me visto.
El demonio chico se sentó en la silla y se quedó sentado sin poderse levantar. Entonces Juan Soldado llamó a su gente y entre todos le dieron una buena paliza hasta que el pobre demonio chico gritó:
‑¡Juan Soldado, déjame ir y te aseguro que nunca más vendré por ti!
‑Pues anda, levántate ‑dijo Juan Soldado, y el demonio chico escapó a todo correr y no paró hasta la misma puerta del infierno.
El diablo, al verle, se puso furioso, pero entonces un demonio grande le dijo:
‑Déjalo, que ya voy a ir yo por Juan Soldado y lo he de traer de las orejas.
El diablo le dijo que bueno y el demonio grande se fue a buscar a Juan Soldado a su casa. Conque llegó a su casa y golpeó la puerta diciendo:
‑Abre, Juan Soldado, que esta vez no te va a valer la silla.
Y salió Juan Soldado a abrirle y el demonio grande le dijo que le venía a buscar para llevarlo con él, y le dijo Juan Soldado:
‑Pues ahora mismo me voy contigo, pero me tengo que calzar y, mientras me calzo, busca en ése saco que ves ahí el dinero para el viaje.
Metió el demonio grande la mano en el saco y no la pudo sacar. Entonces llamó Juan Soldado a su gente y vinieron con palos a apalearon al demonio grande hasta dejarlo todo magullado.
El demonio grande escapó cuando Juan Soldado le dejó sacar la mano del saco y volvió corriendo al infierno y dijo:
‑Mirad cómo me han puesto.
‑Pues así me pusieron ayer a mí ‑dijo el demonio chico y entonces el diablo se puso más furioso que nunca, se echó la capa encima y se fue él mismo a buscar a Juan Soldado. Llegó a su casa bufando y llamó a la puerta y cuando salió Juan Soldado le dijo:
‑Ahora mismo te vienes conmigo, que no te van a valer ni la silla ni el saco.
Y le dijo Juan Soldado:
‑Pues muy bien, señor diablo. Súbase a esa higuera y coja unos higos para el camino, que yo salgo ahora mismo.
Se subió el diablo a la higuera y, claro, no se pudo bajar. Y Juan Soldado llamó a su gente y empezaron a tirarle piedras hasta que se cansa-ron y el diablo sin poderse bajar de la higuera, que sólo se bajó cuando le dio permiso Juan Soldado y para entonces estaba tan baldado que casi no se podía mover y llegó al infierno medio muerto.
Volvió a pasar el tiempo y Juan Soldado ya era muy viejo y le tocó morirse y en esto llegó a la puerta del infierno y llamó a ver si se podía quedar allí.
‑¿Quién va? ‑le preguntaron.
‑Juan Soldado ‑respondió él.
‑¡Ay, no, a ti no te abrimos, que bastante daño nos has hecho ya con tantas palizas!
Y Juan Soldado se marchó y estuvo vagando por ahí hasta que dio con la puerta del cielo. Y salió san Pedro a abrirle y le dijo:
‑Pero ¡hombre! ¿Tú por aquí? ¿Pues no decías que no querías el cielo? ¿A qué vienes ahora?
‑Pues ya ves ‑dijo Juan Soldado, humilde.
‑¿Y no decías que si no había escaleras para subir aquí? ¿Pues qué, has subido por ellas? ‑se chanceaba san Pedro. Pero al final le dio pena y se fue a hablar con el Señor. Y san Pedro le preguntó:
‑¿Dónde ponemos a éste?
Y dijo el Señor:
‑Ahí mismo, detrás de la puerta, donde se esté quieto.
Y allí está desde entonces, tan quietecito, Juan Soldado: en un rincón del cielo.

003. anonimo (españa)

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