Una mujer
tenía un hijo ya crecido que no se decidía por hacer nada en la vida y allí
seguía en la casa de su madre, holgando y perdiendo el tiempo. La madre le
insistía en que tenía que aprender algún oficio, pero el muchacho, a cada
oficio que le indicaba su madre, se negaba a aprenderlo alegando que no le
gustaba. Así estaban hasta que, cansado de decir que no a todo, decidió meterse
a pintor. La madre, muy contenta, le buscó un maestro que le aceptara como aprendiz
y resultó que el chico se fue aficionando a la pintura y le dedicaba sus
buenas horas, lo mismo trabajando en el taller con el maestro que practicando
él por su cuenta cuando el maestro no estaba. Y en poco tiempo se convirtió en
un buen pintor.
Un día,
el hijo del rey mandó llamar al maestro y le contó que había tenido un sueño:
había soñado con la muchacha más hermosa del mundo y quería que, con arreglo a
las indicaciones que él le diera, el maestro hiciera un retrato de aquella
flor de la hermosura. El
maestro tomó buena nota y se volvió a su casa tan afligido que no podía estarlo
más. La mujer, en cuanto le vio llegar, notó su tribulación y le preguntó a
qué se debía. Y le dijo el maestro:
‑Pues a
que el rey me ha encargado que haga el retrato de una mujer que ha visto en
sueños y que dice que es la flor de la hermosura. ¿Y cómo voy a retratar yo
algo que no he visto de manera que al rey le plazca?
El aprendiz, que estaba por
allí, dijo:
‑No tenga
usted cuidado, maestro, déme a mí las señas de esa belleza, que yo haré el
retrato. Sólo necesito que me deje un costal de nueces, dos panes y una botella
de vino; y con eso, yo me encierro a trabajar esta noche y mañana mismo tiene
usted el retrato.
Discutieron
el maestro y la mujer y al fin accedieron a darle lo que quería al aprendiz, y
esté se encerró en el taller.
Pero el
maestro y la mujer no las tenían todas consigo y se quedaron por la noche en su
alcoba con los ojos abiertos oyendo lo que hacía el aprendiz; y lo único que
oían era el ruido de cascar las nueces, de manera que al fin el maestro le dijo
a su mujer:
‑Me
parece que este sinvergüenza lo que está haciendo es atracarse de comer a
nuestra costa, así que me voy a levantar a buscarlo para darle un buena tunda.
Y le dijo
la mujer, con mejor sentido:
‑Si ya
está en ello, déjale a ver qué pasa y vamos a dormirnos, que ya estoy muerta de
sueño.
Mientras
tanto el aprendiz, después de darse el hartazgo y muy animado por el vino que
lo acompañó, se puso a la tarea y pintó el retrato de una muchacha que era,
verdaderamente, la flor de la hermosura, tanto si el rey la había soñado como
si no. A la mañana siguiente, el escamado maestro se presentó en el taller nada
más amanecer y allí se quedó con la boca abierta al ver el maravilloso retrato
que el aprendiz había pintado. Conque le despertó apresuradamente y le dijo:
‑Pero
¿cómo has pintado esto?
Y
contestó el muchacho:
‑Con vino
y nueces; vaya usted a llevarlo a palacio y déjeme dormir.
El hijo
del rey se quedó de una pieza al ver el retrato y le dijo al maestro:
‑Ésta es
la mujer con la que yo he soñado. Ahora es preciso que vaya a buscarla y tú
vendrás conmigo.
Al oír
esto, el maestro se fue de palacio consternado y con tal aspecto llegó a su
casa que le preguntó su mujer:
‑¿Qué te
pasa? ¿Es que al hijo del rey no le gustó el retrato?
‑Pues
mejor fuera que no le hubiese gustado, porque ahora quiere que vaya con él a
buscar a la flor de la hermosura. ¿Y cómo la vamos a encontrar, si sólo existe
en su cabeza?
El
aprendiz, que lo oyó, le dijo al maestro que le llevara con él a ver al hijo
del rey y que ya encontrarían el modo de hacer que él acompañara al hijo del
rey y el maestro quedase en su casa. Así pues, el maestro presentó al muchacho
como su hijo y pidió que le dejaran hacer el viaje con ellos. Y como el hijo
del rey consintió, se pusieron en marcha los tres.
A los dos
días de andar, el maestro estaba tan cansado que el aprendiz le dijo al hijo
del rey:
‑Como mi
padre se fatiga tanto, nos va a retrasar el viaje, así que si el señor quiere,
yo puedo encargarme de guiarle.
‑¿Y tú
sabes por dónde hemos de ir?
‑Sí,
señor ‑dijo el muchacho.
‑Pues que
se vuelva entonces el maestro solo a su casa y nosotros seguimos adelante.
Eso
hicieron y el hijo del rey y el muchacho siguieron camino sin detenerse y a
fuerza de andar llegaron a una casa en mitad del monte. Entraron en ella y no
vieron a nadie, pero la mesa estaba servida y, como estaban cansados y
hambrientos, se pusieron a cenar y después buscaron un lugar donde echarse a
dormir. Y allí había dos camas dispuestas, que parecía que les estaban
esperando. El hijo del rey se acostó de inmediato en una de ellas, pero el
muchacho, que andaba un poco desconfiado de no ver a nadie, dijo:
‑Mejor
será que uno duerma y otro vele y ya cambiaremos turnos.
El hijo
del rey estuvo de acuerdo y mandó a dormir al muchacho, pues él se encargaba de
hacer la primera vela. A las once en punto, cuan-do acabó su tumo, cambiaron y
quedó vigilando el muchacho. Y ahí estaba, dejando pasar el tiempo, cuando, al
dar las doce, sintió ruido como de dos personas que entraban; y aunque no veía
a nadie, oyó dos voces que hablaban entre sí, y después de saludarse decían:
‑¿No
sabes con quién quiere casarse el hijo del rey?
‑No. ¿Con
quién?
‑Con la
flor de la hermosura.
‑¡Ay, qué
difícil es eso, sí es casi imposible encontrarla!
Ahí se
callaron las voces y no hubo más y el muchacho se quedó con las ganas de saber
dónde podrían encontrar a la flor de la hermosura. Pero se dijo para sus
adentros que, si permanecían una noche más allí, quizá lograra averiguarlo.
Al
amanecer se despertó el hijo del rey y preguntó:
‑¿Hubo
algo esta noche?
‑Nada,
señor.
‑Pues en
marcha.
‑Esperad,
señor, que creo que será bueno quedamos un día más aquí, pues sucede algo
extraño que quiero averiguar.
El hijo
del rey se avino a ello y pasaron el día caminando por las cercanías de la casa
sin ver a persona alguna, lo que les parecía extraordinario. Comieron y cenaron
y después se acostaron y convinieron en hacer los turnos como la noche
anterior, de manera que, a las once, el hijo del rey despertó al muchacho y se
fue a dormir. El muchacho aguardó pacientemente a que dieran las doce y
entonces, como en la noche anterior, oyó entrar a dos personas, a las que no
veía, que se saludaron y empezaron a hablar.
‑¿Sabes
que el hijo del rey se ha puesto en camino para buscar a la flor de la
hermosura?
‑Sí, pero
es muy difícil que la encuentre, porque está al otro lado del mar. ‑Ah, pero es
fácil de pasar. Si ese cuerno de llave que está ahí colgado lo tirase al mar,
se volvería un puente de plata que llega al otro lado.
Otra vez
volvieron a callar las voces y el muchacho se dio cuenta de que aún no sabía lo
suficiente, por lo que convenció al hijo del rey de que pasaran un día más
allí, y eso hicieron. A la medianoche estaba el muchacho de guardia, como en
las veces anteriores, y sonaron los pasos de las dos figuras invisibles, que se
pusieron a hablar:
‑¿Sabes
que el hijo del rey está muy decidido y ya debe de estar muy cerca de aquí?
‑Tal vez
pare en esta casa.
‑Tal vez
sí, tal vez no.
‑Pero
aunque encuentre el cuerno de llave y pase el mar, no podrá traerse a la flor
de la hermosura, porque la guardan un gigante terrible y dos leones feroces.
‑¿Y no
hay manera de poderla‑ rescatar sin que lo vean?
‑Sí la
hay, si aprovecha que estén dormidos y vuelven a pasar el mar antes de que
despierten, pero ¡ay de ellos si logran alcanzarlos!
Volvieron
a callar las voces y, al amanecer, el muchacho cogió el cuerno de llave y se
fue con el hijo del rey hasta el borde del mar. Allí mismo echó al agua el
cuerno de llave, que se volvió puente de plata, y pasaron al otro lado.
Pronto
llegaron a un gran palacio, en el cual había un gigante y dos leones y los tres
estaban dormidos. En/medio de todos ellos había una mujer tan hermosa que no lo
podían creer. Ella, en cuanto los vio, les dijo:
‑¿Cómo es
que han llegado ustedes hasta aquí?
Y dijo el
hijo del rey:
‑Hemos
venido a buscarte.
‑¡Desgraciados
de vosotros! ‑contestó ella‑. En cuanto despierte el gigante, os alcanzará y os
matará, y si los leones despiertan antes, os devorarán sin que quede una uña de
vosotros.
Pero
ellos se acercaron a la mujer, la cogieron con mucho tiento y, en cuanto se
vieron fuera del palacio, partieron a escape hacia el mar. Al poco se despertó
el gigante y, al ver que no estaba la flor de la hermosura, se llenó de ira y
salió a buscarla. Y apenas miró, vio que se la llevaban por el puente de plata.
Entonces echó a correr y, como era gigante, en tres zancadas se plantó junto al
mar, pero en ese momento los tres fugitivos terminaron de pasar y levantaron el
puente. El gigante, al ver que ya no podía seguirlos, los amenazó y dijo:
‑Te vas,
flor de la hermosura, que he llegado tarde para recuperarte, pero permita Dios
que en tu noche de bodas seas comida por los lobos, y si esta maldición no te
alcanza, que, al primer hijo que tengas, te conviertas en estatua de mármol.
Volvieron
los tres a toda prisa y, cuando sintieron cansancio, recordaron la casa en el
monte y allí se fueron a dormir. Como en las veces anteriores, estaba el
muchacho de guardia cuando dieron las doce y otra vez volvió a escuchar pasos
y a oír las voces.
‑¿No
sabes que el hijo del rey ha conseguido traer a la flor de la hermosura?
‑¿Es verdad eso?
‑Verdad
es, pero no sabe que trae consigo la maldición que les ha echado el gigante.
‑¿Qué maldición es ésa?
‑Que en su noche de bodas ella
sea comida por los lobos.
‑Qué
pena, con lo bella que es. ¿Y no hay modo de librarse de esa maldición?
‑Sí la
hay, si el día en que se casen el rey rodea la ciudad con un ejército para
pelear con todos los lobos que se presenten.
Callaron
las voces y el muchacho se echó a dormir también él, pues ya había oído lo que
deseaba saber. A la mañana siguiente se pusieron de nuevo en marcha y al fin
llegaron a la ciudad, donde fueron recibidos con gran gozo y todo el mundo
quedó admirado de la extra-ordinaria belleza de la flor de la hermosura.
El día de
la boda, el rey armó a su ejército y rodearon la ciudad; y cuando ya estaban
prepa-rados vieron llegar infinidad de lobos de aspecto sanguinario por todas
partes y los soldados estuvieron luchando durante horas hasta que por fin
consiguieron acabar con ellos.
En fin,
que terminaron con bien las fiestas y todo el mundo estaba feliz y, en
especial, el hijo del rey. Con el paso del tiempo, la flor de la hermosura dio
a luz un niño que también era muy hermoso. Todos en el palacio estaban encantados
y también la reina, que tanto había deseado tener un nieto. Y cuando el rey,
después de presentar al niño, volvió con él a la alcoba de su mujer, se la
encontró convertida en estatua de mármol. No hay que decir que sintió tal
des-consuelo al verla en ese estado que ni siquiera la presencia del hijo le
alegraba el corazón. Y así, mandó vaciar una gran sala y colocar en el centro,
sobre una gran losa, la estatua de su mujer, para admirarla muerta ya que no la
podía tener viva.
El
aprendiz, que se había quedado a vivir en palacio, viendo el estado en que se
encontraba su señor, pensó que debería visitar la casa en el monte cuanto antes
y pidió al hijo del rey que le proporcionase un caballo. Salió una mañana y esa
misma noche ya estaba en vela aguardando que diesen las doce. Cuando eso
sucedió, sonaron los pasos y, en seguida, se oyeron las voces:
‑¿No sabes lo que pasa ahora?
‑No, ¿qué es?
‑Que el
hijo del rey ha podido librarse de la primera maldición del gigante, pero no
de la segunda.
‑¿Cuál era ésa?
‑Que al dar a luz a un niño se
ha convertido en estatua de mármol.
‑Ay, qué
lástima, con lo bella que era. ¿Y no hay modo de librarse de esa maldición?
‑Sí que
lo hay, pero es muy triste, porque para dar la vida a la madre, tiene que
morir el hijo.
‑¿Y cómo es eso?
‑Si matan
al niño y echan la sangre en una redoma y frotan con esa sangre las venas de
la madre, ésta volverá a la vida.
Callaron
las voces y esta vez el muchacho no pudo dormir; mas apenas vio la primera luz,
salió a escape a palacio. En cuanto llegó, le dijo al hijo del rey cómo
deshacerse de la
maldición. El hijo del rey quedó apesadumbrado y su madre, la
reina, se opuso a que se hiciera nada a su nietecito. Pero, finalmente, el
hijo del rey, con todo el dolor de su corazón, decidió que antes que el hijo
era la madre. Y
como confiaba en el aprendiz, dio la orden de que se hiciera como el aprendiz
decía.
Mataron
al pobrecito niño, recogieron la sangre en una redoma y fueron frotando con
ella todas las venas de la estatua de mármol. A medida que las frotaban, iban
tomando color y movimiento y lo mismo los miembros y, por fin, la flor de la
hermosura volvió a la vida ante la admiración de quienes presenciaban el
prodigio.
Y aunque
sintieron mucho la muerte del hijo, poco a poco se fueron consolando con la
llegada de otros hijos hasta un total de nueve que tuvieron, y el hijo del rey,
que luego fue rey, y la flor de la hermosura vivieron en el palacio hasta el
fin de sus días y el aprendiz de pintor con ellos.
003. anonimo (españa)
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