Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

El joven que se convirtió en rey de los animales


Erase un vez una mujer que sólo tenía un hijo; su marido había muerto. Pero he aquí que el mucha­cho era bastante juerguista: volvía tarde a casa y bebía con frecuencia. Su madre le daba consejos y no cesaba de reprocharle su conducta.
-Por favor, madre -acabó diciéndole un día él, calla ya. Me tienes harto; vas a hacer que me vaya y te deje sola.
Al fin se obstinó en marcharse y lo hizo.
-¡Queda con salud, madre! -le dijo.
-¡Vete si quieres, pero te habrán de temblar los labios cuan­do recuerdes la leche que te he dado! -fue la despedida de ella.
-Por una vez podías haberme tratado con más cariño.
Pero las madres son muy putas [1], en un instante se con­vierten en la madre del diablo. Partió finalmente el mucha­cho y ella se arrepintió poco después: "Así se me seque la boca, se decía, por haber maldecido a mi hijo".
Iba caminando el joven y tras un buen trecho le salió un zorro al paso. Se echó la escopeta a la cara para matarlo.
-Te lo ruego- le pidió el zorro, -no me mates. Hoy es el día en que me casa mi madre. Anda, coge de mi lomo unos cuantos pelos y, cuando tengas necesidad, llámame que yo acudiré en tu ayuda.
Más allá se le cruzó un jabalí. Ya se disponía a matarlo, pero...
-Por favor, no me mates -le imploró el jabalí.
-Mi ma­dre sólo me tiene a mí, pero coge unos cuantos pelos míos y, cuando, tengas necesidad de mí, acudiré en tu ayuda.
Más adelante un león, luego un tigre, después una liebre. De todos cogió unos cuantos pelos y los guardó en su bolsa.
Siguió caminando y se encontró ante un huerto. Estaba ya hambriento y sediento y al verlo se dijo: "Entraré ahí y me llenaré la tripa de sandía; que pase lo que tenga que pa­sar". Y así lo hizo. Ahora bien, en la ladera de la colina pró­xima había un divi [2] vigilando, pues aquel huerto era de los de su raza.
-Eh, tú, pobre diablo, ¿dónde crees que te has metido? Sal de ahí enseguida -le dijo.
-Haz conmigo lo que quieras- le respondió él.
-Pero yo tengo que saciar mi apetito.
Al darse cuenta el divi de que no tenía intención de salir del huerto, se arrojó sobre él, con el claro propósito de ma­tarlo. Se enzarzaron los dos en feroz combate y resultó vence­dor el muchacho, que al ver muerto al divi se dijo: "¡Ah, eso debe ser a causa de la leche de mi madre! ¿Pero cómo me li­braré de los demás?" Y echó a andar en dirección a la morada de los divi. Entró en ella, abrió una estancia tras otra y acabó encontrando a la mujer del divi, que era muy hermosa.
-Eh, mujer -le dijo.
-¿Me aceptas a mí por esposo?
-Te acepto -le respondió.
Le dijo aquello para retenerlo allí, pues sabía que habían de volver el resto de los divi y lo descuartizarían. Pero él en­tornó la puerta, dejando tan solo el espacio justo para que entraran uno a uno. Entraba uno y lo mataba, entraba el si­guiente y lo mataba también. Al último no lo mató, se con­tentó con herirlo tan solo. Ahora bien, el herido era el marido de ella. El muchacho lo arrojó al sótano y lo dejó allí encerrado. A partir de entonces salía todos los días de caza. Pero cuando él se iba, ella alimentaba al divi y por las noches yacía con el muchacho sin mencionar siquiera al otro. El muchacho llegó a creerse que tenía una esposa fiel. Le dijo un día el divi a su esposa:
-Cuando encuentres la ocasión, pregúntale dónde radica su fuerza.
Riendo y jugueteando los dos por la noche, como mari­do y mujer, le dijo ella:
-Tú no me quieres a mí tanto como yo te quiero.
-¿Por qué? -se extrañó él.
-¿Qué es lo que piensas?
-¿Por qué no quieres contarme entonces dónde tienes tu fuerza?
-Te lo contaré, mujer -le respondió.
-Mi fuerza la tengo ahí mismo, sobre el umbral de la puerta.
Por la mañana se levantó y marchó a cazar. Ella adornó el umbral de la puerta con flores de colores. Cuando regresó él, se sorprendió:
-¿Qué es lo que has hecho, mujer?
-¡He adornado tu fuerza, ya ves, para que tengas todavía más!
Él se echó a reír.
-¿Por qué te ríes? -se extrañó ella.
-Me río porque te lo has creído. ¿Allí va estar mi fuerza, en lo alto del umbral de la puerta?
-¿Ves por qué te decía que no me quieres como yo te quiero a ti? No quieres confiarme dónde tienes la fuerza.
-Yo tengo la fuerza -le respondió, en la cabeza: tengo dos pelos de oro aquí arriba. ¡Ahí está mi fuerza!
A la mañana siguiente, cuando el otro estaba de caza, se lo contó ella al divi.
-Bien, pues dile esta noche: "Esposo, ¿jugamos una par­tida de ajedrez juntos?
Se lo dijo ella al muchacho.
-Juguemos, mujer.
-Sí, pero haremos una apuesta -le dijo ella.
-Si me ganas, me atarás de pies y manos; si soy yo quien gana, te ataré a ti.
-Está bien -aceptó él.
Mas ella era una consumada jugadora de ajedrez. Co­menzaron a jugar y en pocos movimientos le ganó.
-Y ahora lo que hemos apostado -le dijo.
-Está bien -consintió el muchacho.
Cogió ella una cuerda y lo ató de pies y manos. Lo con­templó maniatado y le dijo:
-Vamos, empieza. ¡Intenta desatarte!
-Pero cómo voy a soltarme, mujer. ¡Me has atado muy fuerte!
-¡Inténtalo, inténtalo!
Y él, haciendo un gran esfuerzo, hizo pedazos la cuerda. Quedó en silencio ella. Comieron, bebieron y se fueron a acostar. La mujer se echó a reír.
-¿Por qué ríes, mujer? -le preguntó.
-Río porque estoy contenta de tener un esposo tan fuerte. Se levantó por la mañana y se marchó a cazar. Ella fue a ver al divi.
-Bueno, mujer, ¿qué es lo que pasó anoche?
-Lo até tan fuerte -le respondió ella, que no soy capaz siquiera de describirlo. Pero él, no sé cómo lo consiguió, dio un fuerte tirón e hizo pedazos la cuerda.
-Hoy -le dijo el divi, jugaréis otra vez y apostaréis que quien gane atará al otro con un alambre grueso.
Llegó a la noche el muchacho.
-¿Qué, mujer, cómo lo has pasado?
-Bien -respondió ella.
-Hoy volveremos a jugar, esposo mío, si tu quieres -le dijo ella.
-Juguemos.
-Pero hoy la apuesta será distinta. Si ganas tú, me atarás a mí, pero con un alambre; si gano yo, te ataré a ti con él.
-Está bien.
Pero, claro, ella jugaba mucho mejor. Cogió el tablero, lo colocó entre los dos y se pusieron a jugar. Perdió él.
-Y ahora lo que hemos apostado -dijo al terminar.
-De acuerdo- respondió él.
Cogió el alambre y lo ató: las manos, los pies, el cuerpo, todo.
-Vamos, esposo: a ver cómo te sueltas.
-¡Pero esto no es una cuerda, mujer! -le dijo.
-¡Es alam­bre!
-Inténtalo, tú inténtalo -insistió ella.
Y entonces el joven hizo fuerza con brazos y piernas e hi­zo pedazos el alambre.
Comieron y bebieron los dos y se echaron a dormir. Se levantó por la mañana el muchacho, cogió la escopeta y se fue. Bajó ella entonces al sótano a ver al divi.
-Bueno, dime, ¿qué pasó anoche?
-Lo até con alambre. ¡Pero consiguió romperlo, lo hizo trozos!
-En cuanto vuelva esta noche tienes que preguntarle otra vez dónde guarda tanta fuerza como para romper esas cosas.
Cuando llegó el joven al declinar el día, la encontró en­furruñada.
-¿Qué es lo que te ocurre, mujer, cómo es que estás enfa­dada esta noche?
-¿Y cómo quieres que esté? -le respondió.
-No tengo a nadie en el mundo más que a ti. Pero no me quieres como yo te quiero. Ahora, mi alma es tuya. Yo juego contigo, pe­ro tú no me cuentas dónde guardas la fuerza que tienes.
-Escucha, mujer -le dijo.
-Yo soy capaz de romper hasta una roca. ¿Y qué es lo que me hace invencible? Pues esos pelos que tengo en la cabeza. Con que me ataras los dedos meñiques con esos pelos, no conseguiría desa-tarme, no po­dría romperlos.
-Bueno pues jugaremos hoy otra vez -le dijo enseguida ella. Cogió el tablero de ajedrez y lo colocó.
-Mira, si me ganas -le propuso, puedes atarme con lo que tú quieras; si gano yo, te ataré los dedos con los pelos de la cabeza.
Volvieron a jugar y de nuevo ganó ella.
-¡Lo que hemos apostado! -exclamó ella.
-¡Te arrancaré ese pelo y te ataré!
-No me lo arranques sólo por jugar, mujer; ya te digo que no puedo romperlo.
-¡Vaya -le dijo ella, con que has roto las cuerdas y el alambre y no vas a poder con un pelo!
Y se lo arrancó.
-Está bien -concedió el joven por fin, pero tendrás que desatarme tú.
Ella accedió. Juntó los dedos meñiques del infeliz -estaba poniéndose en manos del diablo y la mujer lo ató.
-Vamos, ahora desátate.
-Ya te dije que si me atabas con el pelo no conseguiría li­brarme.
-No digas que no, inténtalo al menos -insistió ella nue­vamente.
-Mujer, te digo que no tengo fuerzas para romper el pe­lo; desátame tú.
Y así, entre tiras y aflojas, continuaron hasta mediano­che. Por fin la mujer acabó convenciéndose de que el otro no podía soltarse y fue corriendo al sótano en busca del divi.
-Vamos -le dijo, ahora puedes hacerle picadillo, ya lo tengo sujeto.
-¿Te has asegurado bien? -le preguntó desconfiado el divi.
-Hace seis horas que lo tengo así -le respondió ella.
-Va­mos, acompáñame sin miedo.
Cojeando, pues aún estaba convaleciente de las heridas, se arrastró hasta arriba. Entró en la habitación y vio atado al muchacho. Éste también vio al divi, pero no podía hacer nada.
-¡Ah, mujer -exclamó, me has engañado, has abusado de mi buena fe!
El divi se echó entonces a reír.
-¡Disfrutaste mucho cuando mataste a todos mis herma­nos y me dejaste malherido a mí! Pues esta noche yo voy a cortarte en pedazos.
-Bien, haced lo que queráis conmigo -les dijo.
-Sólo os pido que abráis esta bolsa que llevo aquí; es mi último de­seo ver por última vez lo que hay dentro.
-Vamos, mujer -dijo el divi.
-Ábrela.
Y ella la abrió. Él sopló en la bolsa y en voz baja dijo:

-Zorro, tigre, liebre y jabalí,
¿dónde estáis que no me oís?
Por la vida que os he dado
Aprisa, sacadme de este trago.

Los otros dos no se dieron cuenta de lo que hacía. ¡Cuan­do de pronto llegaron todos en tropel! Bosques y caminos atronaban con sus pasos. Nada más llegar, entraron y vieron a los tres.
-¿Qué te ocurre? -le preguntaron al muchacho.
-Ella me ha atado. Decidle que venga y me suelte.
La miraron todos a los ojos y le dijeron por señas que lo hiciera. Ella les obedeció enseguida y desató al muchacho.
-¿Qué es lo que ha pasado? -le preguntó la zorra.
-Estos dos querían hacerme pedazos -respondió, y luego les ordenó:
-¡Atacad primero al divi!
Se lanzaron sobre él todos a un tiempo y lo despedazaron en un momento.
-Ahora haced lo mismo con ella -les ordenó después. Así lo hicieron y la destrozaron también a ella.
-A partir de ahora no quiero vivir en casa alguna- les di­jo luego.
-Me marcharé con vosotros, me convertiré en vues­tro rey.
Y se fue con todos ellos al bosque y vivió a partir de enton­ces en su compañía. Pero al poco tiempo supo que la kuçedra no permitía coger agua a los habitantes de una ciudad próxi­ma si no le entre-gaban cada día una joven para devorarla. Cierto día le tocaba el turno a la hija del rey. El mucha­cho se había sentado a descansar en un nicho del puente y vio venir a la hija del rey.
-Bien yo, ya que esa es mi desgracia -le dijo ella; pero tú ¿qué necesidad tienes de estar aquí, muchacho?
-¿Y qué desgracia es la tuya? -le preguntó él.
-Aquí, en nuestra ciudad, la kuçedra no nos permite co­ger agua si no le entregamos cada cierto tiempo a un joven. ¡Hoy me ha tocado a mí ser devorada con tal de que la ciu­dad no se muera de sed!
-Ven, acércate junto a mí. Siéntate y no te inquietes más -le dijo. -¿Serás capaz de darte cuenta cuando ella se acerque? -le preguntó.
-Claro que me daré cuenta -le respondió ella, pues se enturbiarán las aguas.
-Bueno, pues yo voy a apoyar un rato mi cabeza en tus rodillas para descansar entretanto -le dijo.
-Tú vigila du­rante un rato. Si me quedo dormido, despiértame cuando ella venga.
El muchacho se quedó dormido mientras la muchacha lo miraba. Se enturbiaron las aguas, pero a ella le dio pena despertarlo; por fortuna, el miedo hizo que se le cayeran unas lágrimas sobre la cara del joven. Este abrió los ojos al instante.
-¿Por qué lloras? -le preguntó.
-¿Ya viene?
-Sí, ya se acerca.
-No tengas miedo.
Y apareció la kuçedra en el río.
-Hoy estoy de suerte, en vez de uno como otras veces, me han enviado dos -dijo.
-Otras veces -le replicó el muchacho, has tenido uno y lo has devorado, hoy que tienes dos no habrás de comerte a ninguno.
-Basta ya, muchacho descarado -le gritó la kuçedra.
-No, eres tú la que ha vivido ya bastante -le respondió él.
Se abalanzó el monstruo sobre el muchacho, pero éste sacó su espada y de un tajo le rebanó la cabeza; acto segui­do le cortó las puntas de las orejas y se las guardó en el bol­sillo.
-Vamos -le dijo entonces la muchacha, ven conmigo a ver a mi padre.
-No -le respondió él.
-Ve tú con tu padre, yo vivo en el bosque.
Y se marchó con los animales.
Eran muchos los que acudían a ver al rey y se jactaban de haber matado al monstruo. El rey le decía a su hija:
-Fíjate, ¿fue alguno de éstos el que la mató?
-No- respondía ella, -él no es de nuestro país, nunca ha­bía visto antes a aquel muchacho.
Entonces el rey ordenó que todos sus súbditos se reunie­ran en el patio del palacio.
-¡Fíjate bien, hija -le dijo a la muchacha, hoy se ha reu­nido todo el mundo aquí!
-Pero él no está -le respondió ella.
-No veo a ese mucha­cho. Él vive en el bosque, me lo dijo al separarse de mí.
Y el rey mandó a sus soldados a rastrear el bosque. El muchacho había encendido un fuego y esta sentado junto a él. Llegaron los soldados:
-Salam alekum
-Alekum salam.
-Tenemos orden del rey de llevarte ahora mismo al patio de palacio.
-No puedo ir, no puedo abandonar a mi ejército -res­pondió él.
Regresaron los soldados a presencia del rey y le informa­ron:
-Dice que no puede venir porque tiene un ejército en pie y no puede abandonarlo.
-Id y decidle que traiga consigo el ejército- respondió. Fueron y le transmitieron las palabras del rey:
-Ha dicho el rey que vengas con todo tu ejército. Y él les respon-dió:
-¿Y cómo va a alimentar el rey a todo mi ejército? Id y decidle que yo aquí puedo darles de comer a todos, pero él no tendría con qué.
Fueron y le transmitieron al rey lo que les había dicho.
-¡Id y decidle que venga de una vez!
Tornaron de nuevo los soldados al bosque:
-Ha dicho que vengas y no discutas más.
-Idos, ya voy yo.
Tomó consigo jabalí y zorra, oso y lobo, uno de cada una de las especies, y se puso en camino. Al llegar al lindero del bosque, antes de salir al camino, les dijo el muchacho:
-Voy a descansar un poco, tal vez tenga que permanecer mucho tiempo allí. Vosotros marchad al bosque y buscad de comer. Dejad aquí conmigo al conejo para que me guar­de. Cuando volváis, traedle cada uno una brizna de hierba para que coma él también.
Pero he aquí que un esbirro del rey lo estaba espiando con la intención de asesinarlo. El conejo se quedó dormido mientras espe-raba junto a la cabeza del muchacho. Se acercó sigilosamente entonces el verdugo y de un golpe le separó la cabeza del cuerpo. Cuando el conejo se despertó y vió al muchacho decapitado, se echó a llorar: "¡Dónde iré yo aho­ra, los otros me harán pedazos cuando vuelvan!" En ese mo­mento una serpiente estaba cruzando el camino, por el que se acercaba un carro. La rueda del carro pasó por encima de la serpiente y la partió en dos pedazos, unidos por solo una delgada tira de piel. Entonces la serpiente, pese a estar parti­da en dos, se dirigió hacia una planta. El conejo no perdía detalle. La serpiente se introdujo en la mata, se restregó con ella y al cabo de un instante, ya estaba entera de nuevo. El conejo se fijó bien en la planta que había utilizado la ser­piente, la cogió y la llevó junto a su amo. Lo restregó con la hierba, le pegó la cabeza al cuerpo y al momento se levantó.
Llegaron también los demás, le dieron de comer al cone­jo y se dirigieron juntos a ver al rey. Entraron todos en la sa­la y se sentaron tras su amo. El rey dijo:
-¿Tú eres quien mató a la kuçedra?
-No, no fui yo- respondió él.
El conejo le hacía señas al rey moviendo las orejas.
-Dime, te lo ruego, ¿qué es lo que me está diciendo el conejo con las orejas?
El joven le gritaba al conejo y éste se encogía, pero volvía una y otra vez a hacer señas con sus orejas.
-Explícame de una vez qué es lo que quiere decir.
-Te está diciendo: ¿Dónde están las orejas de la kuçedra?
Y el joven se vio obligado a sacar las orejas y a colocarlas sobre la cabeza del monstruo, que estaba allí cortada: le en­cajaban perfecta-mente. Entretanto, la hija del rey, que había visto al muchacho al llegar, daba vueltas y más vueltas en su estancia, preguntándose por qué su padre no había querido consultarla. Acudió entonces su padre y le dijo:
-Fíjate bien, hija mía: ¿Es éste el muchacho?
Acudió rápidamente la muchacha, dándole la mano.
-Sí, éste es el joven que mató a la kuçedra -afirmó.
-Ya te lo dije padre, no se parece a los de nuestra ciudad.
Acto seguido el rey se despojó de sus vestiduras reales y se las entregó al muchacho:
-Disfrútalas, hijo. Y tú, hija, disfruta también con salud de tu esposo.
Pero el joven replicó:
-Yo ya estoy escarmentado de las mujeres, no quiero vol­ver a tener nada que ver con ellas.
-¡Pero ésta no es como las demás! -exclamó el rey.
-¡Es mi hija!
Vistió entonces el muchacho las ropas del rey, aceptó también a su hija y subió al trono de su suegro. A sus ani­males les concedió la libertad.
-Marchad ahora -les dijo.
-Cuando os necesite, volveré a llamaros.
Mandó más tarde que trajeran a su madre y vivió y gozó en aquel lugar durante largo tiempo.

 110. anonimo (albania)



[1] Sic. Literalmente en el original.
[2] Divi, monstruo fantástico de cuerpo enorme y fuerza colosal.

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