Erase un vez una mujer
que sólo tenía un hijo; su marido había muerto. Pero he aquí que el muchacho
era bastante juerguista: volvía tarde a casa y bebía con frecuencia. Su madre le
daba consejos y no cesaba de reprocharle su conducta.
-Por favor, madre -acabó
diciéndole un día él, calla ya. Me tienes harto; vas a hacer que me vaya y te
deje sola.
Al fin se obstinó en
marcharse y lo hizo.
-¡Queda con salud, madre!
-le dijo.
-¡Vete si quieres, pero
te habrán de temblar los labios cuando recuerdes la leche que te he dado! -fue
la despedida de ella.
-Por una vez podías
haberme tratado con más cariño.
Pero las madres son muy
putas [1],
en un instante se convierten en la madre del diablo. Partió finalmente el
muchacho y ella se arrepintió poco después: "Así se me seque la boca, se
decía, por haber maldecido a mi hijo".
Iba caminando el joven y
tras un buen trecho le salió un zorro al paso. Se echó la escopeta a la cara
para matarlo.
-Te lo ruego- le pidió el
zorro, -no me mates. Hoy es el día en que me casa mi madre. Anda, coge de mi
lomo unos cuantos pelos y, cuando tengas necesidad, llámame que yo acudiré en
tu ayuda.
Más allá se le cruzó un
jabalí. Ya se disponía a matarlo, pero...
-Por favor, no me mates
-le imploró el jabalí.
-Mi madre sólo me tiene
a mí, pero coge unos cuantos pelos míos y, cuando, tengas necesidad de mí,
acudiré en tu ayuda.
Más adelante un león,
luego un tigre, después una liebre. De todos cogió unos cuantos pelos y los
guardó en su bolsa.
Siguió caminando y se
encontró ante un huerto. Estaba ya hambriento y sediento y al verlo se dijo:
"Entraré ahí y me llenaré la tripa de sandía; que pase lo que tenga que pasar".
Y así lo hizo. Ahora bien, en la ladera de la colina próxima había un divi [2]
vigilando, pues aquel huerto era de los de su raza.
-Eh, tú, pobre diablo,
¿dónde crees que te has metido? Sal de ahí enseguida -le dijo.
-Haz conmigo lo que
quieras- le respondió él.
-Pero yo tengo que saciar
mi apetito.
Al darse cuenta el divi de que no tenía intención de salir
del huerto, se arrojó sobre él, con el claro propósito de matarlo. Se
enzarzaron los dos en feroz combate y resultó vencedor el muchacho, que al ver
muerto al divi se dijo: "¡Ah,
eso debe ser a causa de la leche de mi madre! ¿Pero cómo me libraré de los
demás?" Y echó a andar en dirección a la morada de los divi. Entró en
ella, abrió una estancia tras otra y acabó encontrando a la mujer del divi, que
era muy hermosa.
-Eh, mujer -le dijo.
-¿Me aceptas a mí por
esposo?
-Te acepto -le respondió.
Le dijo aquello para
retenerlo allí, pues sabía que habían de volver el resto de los divi y lo
descuartizarían. Pero él entornó la puerta, dejando tan solo el espacio justo
para que entraran uno a uno. Entraba uno y lo mataba, entraba el siguiente y
lo mataba también. Al último no lo mató, se contentó con herirlo tan solo.
Ahora bien, el herido era el marido de ella. El muchacho lo arrojó al sótano y
lo dejó allí encerrado. A partir de entonces salía todos los días de caza. Pero
cuando él se iba, ella alimentaba al divi y por las noches yacía con el
muchacho sin mencionar siquiera al otro. El muchacho llegó a creerse que tenía
una esposa fiel. Le dijo un día el divi a su esposa:
-Cuando encuentres la
ocasión, pregúntale dónde radica su fuerza.
Riendo y jugueteando los
dos por la noche, como marido y mujer, le dijo ella:
-Tú no me quieres a mí
tanto como yo te quiero.
-¿Por qué? -se extrañó
él.
-¿Qué es lo que piensas?
-¿Por qué no quieres
contarme entonces dónde tienes tu fuerza?
-Te lo contaré, mujer -le
respondió.
-Mi fuerza la tengo ahí
mismo, sobre el umbral de la puerta.
Por la mañana se levantó
y marchó a cazar. Ella adornó el umbral de la puerta con flores de colores.
Cuando regresó él, se sorprendió:
-¿Qué es lo que has
hecho, mujer?
-¡He adornado tu fuerza,
ya ves, para que tengas todavía más!
Él se echó a reír.
-¿Por qué te ríes? -se
extrañó ella.
-Me río porque te lo has
creído. ¿Allí va estar mi fuerza, en lo alto del umbral de la puerta?
-¿Ves por qué te decía
que no me quieres como yo te quiero a ti? No quieres confiarme dónde tienes la
fuerza.
-Yo tengo la fuerza -le
respondió, en la cabeza: tengo dos pelos de oro aquí arriba. ¡Ahí está mi
fuerza!
A la mañana siguiente,
cuando el otro estaba de caza, se lo contó ella al divi.
-Bien, pues dile esta
noche: "Esposo, ¿jugamos una partida de ajedrez juntos?
Se lo dijo ella al
muchacho.
-Juguemos, mujer.
-Sí, pero haremos una
apuesta -le dijo ella.
-Si me ganas, me atarás
de pies y manos; si soy yo quien gana, te ataré a ti.
-Está bien -aceptó él.
Mas ella era una
consumada jugadora de ajedrez. Comenzaron a jugar y en pocos movimientos le
ganó.
-Y ahora lo que hemos
apostado -le dijo.
-Está bien -consintió el
muchacho.
Cogió ella una cuerda y
lo ató de pies y manos. Lo contempló maniatado y le dijo:
-Vamos, empieza. ¡Intenta
desatarte!
-Pero cómo voy a
soltarme, mujer. ¡Me has atado muy fuerte!
-¡Inténtalo, inténtalo!
Y él, haciendo un gran
esfuerzo, hizo pedazos la cuerda. Quedó en silencio ella. Comieron, bebieron y
se fueron a acostar. La mujer se echó a reír.
-¿Por qué ríes, mujer?
-le preguntó.
-Río porque estoy
contenta de tener un esposo tan fuerte. Se levantó por la mañana y se marchó a
cazar. Ella fue a ver al divi.
-Bueno, mujer, ¿qué es lo
que pasó anoche?
-Lo até tan fuerte -le
respondió ella, que no soy capaz siquiera de describirlo. Pero él, no sé cómo
lo consiguió, dio un fuerte tirón e hizo pedazos la cuerda.
-Hoy -le dijo el divi, jugaréis otra vez y apostaréis que
quien gane atará al otro con un alambre grueso.
Llegó a la noche el
muchacho.
-¿Qué, mujer, cómo lo has
pasado?
-Bien -respondió ella.
-Hoy volveremos a jugar,
esposo mío, si tu quieres -le dijo ella.
-Juguemos.
-Pero hoy la apuesta será
distinta. Si ganas tú, me atarás a mí, pero con un alambre; si gano yo, te
ataré a ti con él.
-Está bien.
Pero, claro, ella jugaba
mucho mejor. Cogió el tablero, lo colocó entre los dos y se pusieron a jugar.
Perdió él.
-Y ahora lo que hemos
apostado -dijo al terminar.
-De acuerdo- respondió
él.
Cogió el alambre y lo
ató: las manos, los pies, el cuerpo, todo.
-Vamos, esposo: a ver
cómo te sueltas.
-¡Pero esto no es una
cuerda, mujer! -le dijo.
-¡Es alambre!
-Inténtalo, tú inténtalo
-insistió ella.
Y entonces el joven hizo
fuerza con brazos y piernas e hizo pedazos el alambre.
Comieron y bebieron los
dos y se echaron a dormir. Se levantó por la mañana el muchacho, cogió la
escopeta y se fue. Bajó ella entonces al sótano a ver al divi.
-Bueno, dime, ¿qué pasó
anoche?
-Lo até con alambre. ¡Pero
consiguió romperlo, lo hizo trozos!
-En cuanto vuelva esta
noche tienes que preguntarle otra vez dónde guarda tanta fuerza como para
romper esas cosas.
Cuando llegó el joven al
declinar el día, la encontró enfurruñada.
-¿Qué es lo que te
ocurre, mujer, cómo es que estás enfadada esta noche?
-¿Y cómo quieres que
esté? -le respondió.
-No tengo a nadie en el
mundo más que a ti. Pero no me quieres como yo te quiero. Ahora, mi alma es
tuya. Yo juego contigo, pero tú no me cuentas dónde guardas la fuerza que
tienes.
-Escucha, mujer -le dijo.
-Yo soy capaz de romper
hasta una roca. ¿Y qué es lo que me hace invencible? Pues esos pelos que tengo
en la cabeza. Con que me ataras los dedos meñiques con esos pelos, no
conseguiría desa-tarme, no podría romperlos.
-Bueno pues jugaremos hoy
otra vez -le dijo enseguida ella. Cogió el tablero de ajedrez y lo colocó.
-Mira, si me ganas -le
propuso, puedes atarme con lo que tú quieras; si gano yo, te ataré los dedos
con los pelos de la cabeza.
Volvieron a jugar y de nuevo
ganó ella.
-¡Lo que hemos apostado!
-exclamó ella.
-¡Te arrancaré ese pelo y
te ataré!
-No me lo arranques sólo
por jugar, mujer; ya te digo que no puedo romperlo.
-¡Vaya -le dijo ella, con
que has roto las cuerdas y el alambre y no vas a poder con un pelo!
Y se lo arrancó.
-Está bien -concedió el
joven por fin, pero tendrás que desatarme tú.
Ella accedió. Juntó los
dedos meñiques del infeliz -estaba poniéndose en manos del diablo y la mujer lo
ató.
-Vamos, ahora desátate.
-Ya te dije que si me
atabas con el pelo no conseguiría librarme.
-No digas que no,
inténtalo al menos -insistió ella nuevamente.
-Mujer, te digo que no
tengo fuerzas para romper el pelo; desátame tú.
Y así, entre tiras y
aflojas, continuaron hasta medianoche. Por fin la mujer acabó convenciéndose
de que el otro no podía soltarse y fue corriendo al sótano en busca del divi.
-Vamos -le dijo, ahora
puedes hacerle picadillo, ya lo tengo sujeto.
-¿Te has asegurado bien?
-le preguntó desconfiado el divi.
-Hace seis horas que lo
tengo así -le respondió ella.
-Vamos, acompáñame sin
miedo.
Cojeando, pues aún estaba
convaleciente de las heridas, se arrastró hasta arriba. Entró en la habitación
y vio atado al muchacho. Éste también vio al divi, pero no podía hacer nada.
-¡Ah, mujer -exclamó, me
has engañado, has abusado de mi buena fe!
El divi se echó entonces a reír.
-¡Disfrutaste mucho
cuando mataste a todos mis hermanos y me dejaste malherido a mí! Pues esta
noche yo voy a cortarte en pedazos.
-Bien, haced lo que
queráis conmigo -les dijo.
-Sólo os pido que abráis
esta bolsa que llevo aquí; es mi último deseo ver por última vez lo que hay
dentro.
-Vamos, mujer -dijo el divi.
-Ábrela.
Y ella la abrió. Él sopló
en la bolsa y en voz baja dijo:
-Zorro, tigre, liebre y jabalí,
¿dónde estáis que no me oís?
Por la vida que os he dado
Aprisa, sacadme de este trago.
Los otros dos no se
dieron cuenta de lo que hacía. ¡Cuando de pronto llegaron todos en tropel!
Bosques y caminos atronaban con sus pasos. Nada más llegar, entraron y vieron a
los tres.
-¿Qué te ocurre? -le
preguntaron al muchacho.
-Ella me ha atado.
Decidle que venga y me suelte.
La miraron todos a los
ojos y le dijeron por señas que lo hiciera. Ella les obedeció enseguida y
desató al muchacho.
-¿Qué es lo que ha
pasado? -le preguntó la zorra.
-Estos dos querían
hacerme pedazos -respondió, y luego les ordenó:
-¡Atacad primero al divi!
Se lanzaron sobre él
todos a un tiempo y lo despedazaron en un momento.
-Ahora haced lo mismo con
ella -les ordenó después. Así lo hicieron y la destrozaron también a ella.
-A partir de ahora no
quiero vivir en casa alguna- les dijo luego.
-Me marcharé con
vosotros, me convertiré en vuestro rey.
Y se fue con todos ellos
al bosque y vivió a partir de entonces en su compañía. Pero al poco tiempo
supo que la kuçedra no permitía coger agua a los habitantes de una ciudad próxima
si no le entre-gaban cada día una joven para devorarla. Cierto día le tocaba el
turno a la hija del rey. El muchacho se había sentado a descansar en un nicho
del puente y vio venir a la hija del rey.
-Bien yo, ya que esa es
mi desgracia -le dijo ella; pero tú ¿qué necesidad tienes de estar aquí,
muchacho?
-¿Y qué desgracia es la
tuya? -le preguntó él.
-Aquí, en nuestra ciudad,
la kuçedra no nos permite coger agua si no le entregamos cada cierto tiempo a
un joven. ¡Hoy me ha tocado a mí ser devorada con tal de que la ciudad no se
muera de sed!
-Ven, acércate junto a
mí. Siéntate y no te inquietes más -le dijo. -¿Serás capaz de darte cuenta
cuando ella se acerque? -le preguntó.
-Claro que me daré cuenta
-le respondió ella, pues se enturbiarán las aguas.
-Bueno, pues yo voy a
apoyar un rato mi cabeza en tus rodillas para descansar entretanto -le dijo.
-Tú vigila durante un
rato. Si me quedo dormido, despiértame cuando ella venga.
El muchacho se quedó
dormido mientras la muchacha lo miraba. Se enturbiaron las aguas, pero a ella
le dio pena despertarlo; por fortuna, el miedo hizo que se le cayeran unas
lágrimas sobre la cara del joven. Este abrió los ojos al instante.
-¿Por qué lloras? -le
preguntó.
-¿Ya viene?
-Sí, ya se acerca.
-No tengas miedo.
Y apareció la kuçedra en
el río.
-Hoy estoy de suerte, en
vez de uno como otras veces, me han enviado dos -dijo.
-Otras veces -le replicó
el muchacho, has tenido uno y lo has devorado, hoy que tienes dos no habrás de
comerte a ninguno.
-Basta ya, muchacho
descarado -le gritó la kuçedra.
-No, eres tú la que ha
vivido ya bastante -le respondió él.
Se abalanzó el monstruo
sobre el muchacho, pero éste sacó su espada y de un tajo le rebanó la cabeza;
acto seguido le cortó las puntas de las orejas y se las guardó en el bolsillo.
-Vamos -le dijo entonces
la muchacha, ven conmigo a ver a mi padre.
-No -le respondió él.
-Ve tú con tu padre, yo
vivo en el bosque.
Y se marchó con los animales.
Eran muchos los que
acudían a ver al rey y se jactaban de haber matado al monstruo. El rey le decía
a su hija:
-Fíjate, ¿fue alguno de
éstos el que la mató?
-No- respondía ella, -él
no es de nuestro país, nunca había visto antes a aquel muchacho.
Entonces el rey ordenó
que todos sus súbditos se reunieran en el patio del palacio.
-¡Fíjate bien, hija -le
dijo a la muchacha, hoy se ha reunido todo el mundo aquí!
-Pero él no está -le
respondió ella.
-No veo a ese muchacho.
Él vive en el bosque, me lo dijo al separarse de mí.
Y el rey mandó a sus
soldados a rastrear el bosque. El muchacho había encendido un fuego y esta
sentado junto a él. Llegaron los soldados:
-Salam alekum
-Alekum salam.
-Tenemos orden del rey de
llevarte ahora mismo al patio de palacio.
-No puedo ir, no puedo
abandonar a mi ejército -respondió él.
Regresaron los soldados a
presencia del rey y le informaron:
-Dice que no puede venir
porque tiene un ejército en pie y no puede abandonarlo.
-Id y decidle que traiga
consigo el ejército- respondió. Fueron y le transmitieron las palabras del rey:
-Ha dicho el rey que
vengas con todo tu ejército. Y él les respon-dió:
-¿Y cómo va a alimentar
el rey a todo mi ejército? Id y decidle que yo aquí puedo darles de comer a
todos, pero él no tendría con qué.
Fueron y le transmitieron
al rey lo que les había dicho.
-¡Id y decidle que venga
de una vez!
Tornaron de nuevo los
soldados al bosque:
-Ha dicho que vengas y no
discutas más.
-Idos, ya voy yo.
Tomó consigo jabalí y
zorra, oso y lobo, uno de cada una de las especies, y se puso en camino. Al
llegar al lindero del bosque, antes de salir al camino, les dijo el muchacho:
-Voy a descansar un poco,
tal vez tenga que permanecer mucho tiempo allí. Vosotros marchad al bosque y
buscad de comer. Dejad aquí conmigo al conejo para que me guarde. Cuando
volváis, traedle cada uno una brizna de hierba para que coma él también.
Pero he aquí que un
esbirro del rey lo estaba espiando con la intención de asesinarlo. El conejo se
quedó dormido mientras espe-raba junto a la cabeza del muchacho. Se acercó
sigilosamente entonces el verdugo y de un golpe le separó la cabeza del cuerpo.
Cuando el conejo se despertó y vió al muchacho decapitado, se echó a llorar:
"¡Dónde iré yo ahora, los otros me harán pedazos cuando vuelvan!" En
ese momento una serpiente estaba cruzando el camino, por el que se acercaba un
carro. La rueda del carro pasó por encima de la serpiente y la partió en dos
pedazos, unidos por solo una delgada tira de piel. Entonces la serpiente, pese
a estar partida en dos, se dirigió hacia una planta. El conejo no perdía
detalle. La serpiente se introdujo en la mata, se restregó con ella y al cabo
de un instante, ya estaba entera de nuevo. El conejo se fijó bien en la planta
que había utilizado la serpiente, la cogió y la llevó junto a su amo. Lo
restregó con la hierba, le pegó la cabeza al cuerpo y al momento se levantó.
Llegaron también los
demás, le dieron de comer al conejo y se dirigieron juntos a ver al rey.
Entraron todos en la sala y se sentaron tras su amo. El rey dijo:
-¿Tú eres quien mató a la
kuçedra?
-No, no fui yo- respondió
él.
El conejo le hacía señas
al rey moviendo las orejas.
-Dime, te lo ruego, ¿qué
es lo que me está diciendo el conejo con las orejas?
El joven le gritaba al
conejo y éste se encogía, pero volvía una y otra vez a hacer señas con sus
orejas.
-Explícame de una vez qué
es lo que quiere decir.
-Te está diciendo: ¿Dónde
están las orejas de la kuçedra?
Y el joven se vio
obligado a sacar las orejas y a colocarlas sobre la cabeza del monstruo, que
estaba allí cortada: le encajaban perfecta-mente. Entretanto, la hija del rey,
que había visto al muchacho al llegar, daba vueltas y más vueltas en su
estancia, preguntándose por qué su padre no había querido consultarla. Acudió
entonces su padre y le dijo:
-Fíjate bien, hija mía:
¿Es éste el muchacho?
Acudió rápidamente la
muchacha, dándole la mano.
-Sí, éste es el joven que
mató a la kuçedra -afirmó.
-Ya te lo dije padre, no
se parece a los de nuestra ciudad.
Acto seguido el rey se despojó
de sus vestiduras reales y se las entregó al muchacho:
-Disfrútalas, hijo. Y tú,
hija, disfruta también con salud de tu esposo.
Pero el joven replicó:
-Yo ya estoy escarmentado
de las mujeres, no quiero volver a tener nada que ver con ellas.
-¡Pero ésta no es como
las demás! -exclamó el rey.
-¡Es mi hija!
Vistió entonces el
muchacho las ropas del rey, aceptó también a su hija y subió al trono de su
suegro. A sus animales les concedió la libertad.
-Marchad ahora -les dijo.
-Cuando os necesite, volveré
a llamaros.
Mandó más tarde que
trajeran a su madre y vivió y gozó en aquel lugar durante largo tiempo.
110. anonimo (albania)
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