Un rey
tenía una única hija, a la que mimaba y quería por encima de todo. Vivían los
dos en un hermoso palacio por el que un día acertó a pasar una gitana que
pedía limosna. El rey no quiso dejarla entrar, pero la princesa, que era de
buen corazón, la dejó pasar al palacio. Y la gitana no era tal, sino una bruja.
La gitana
estaba en el palacio y un día miró mal a la princesa y la embrujó. La muchacha
se puso mala desde ese mismo momento y empezó a desmejorar, tanto que su padre
se preocupó muy seriamente y, temiendo que aquello tuviera que ver con la
gitana, la echó del palacio. Y un día, la princesa, que seguía desmejorando,
llamó a su padre y le dijo:
‑Padre,
si yo me muero, haz que me entierren en la capilla del palacio y cada noche te
ocuparás de que me pongan un centinela, que no debe faltarme jamás, ninguna
noche.
El rey, que la quería tanto, le
dijo:
‑Tú no te
has de morir hasta dentro de muchos años.
Y ella
insistió:
‑Sea como sea, no te olvides de
lo que me has prometido.
La
princesa, después de esta conversación, siguió empeorando día a día hasta que,
al fin, murió.
El rey
estaba desconsolado y nada podía aliviar su dolor, pero, en medio de él, no
olvidó la promesa que le hizo a su hija y ordenó que esa misma noche hiciera
guardia el primer centinela.
Así se
hizo, y la primera noche la princesa salió de su sepultura a las doce en
punto, cogió al centinela, lo mató y lo metió en el mismo sepulcro del que
había salido. Después anduvo deambulando por la iglesia hasta que se anunció el
amanecer y entonces regresó a su sepultura.
A la
mañana siguiente, cuando vinieron a relevar al centinela, descubrieron que
éste no se encontraba en ninguna parte. Entonces el rey se quedó preocupado
pensando que el centinela había ido a hacer guardia a otro lugar, sin duda
equivocado, y que con esto había faltado a la promesa que hizo a su hija. De
manera que a la noche siguiente mandó al capitán de su guardia a asegurarse de
que, esta vez, el centinela se situaba donde debía.
Pero a la
mañana siguiente, cuando fueron a buscarle, vieron que había desaparecido como
el anterior, pues no se veía rastro alguno de él. Y así volvió a suceder las
dos noches siguientes.
Después
de todo esto, se corrió la voz entre los soldados del rey y ninguno quería ir
a hacer guardia en la sepultura de la princesa muerta. Entonces el rey decidió
que los soldados acudirían por sorteo, y al que le tocaba, ése tenía que ir.
Conque
hicieron el sorteo y le tocó a uno y éste pensó para sus adentros: «Pues yo sí
que no voy y lo que haré será desertar y echarme al camino». Y dicho y hecho:
se fue camino adelan-te con ánimo de no volver a servir al rey. E iba caminando
cuando le salió al paso un viejo que le dijo:
‑¿Dónde
vas tú por aquí?
Y le dijo
el soldado:
‑Pues
mire usted, le voy a ser claro: me voy porque la hija del rey ha muerto, la han
enterrado en la iglesia y ahora el padre le pone un centinela todas las noches;
cuando por la mañana vienen a relevarlo se encuentran que el centinela no está
ni aparece por parte alguna, y yo tengo miedo y no quiero hacer de centinela,
porque han hecho sorteo y esta noche me ha tocado a mí.
El viejo
le dijo entonces:
‑Nada de
eso, que lo que vas a hacer es volver de inmediato y atender muy bien a lo que
yo te diga que debes hacer. Hazme caso y habrás hecho tu fortuna.
Y decía
el soldado:
‑No, que
si le hago caso me pierdo.
E
insistió el viejo:
‑Calla y
escucha lo que te voy a decir: vuelve al palacio y esta noche, cuando vayas a
hacer guardia en la tumba de la princesa, espera a que falte media hora para
las doce y te escondes detrás del sagrario y te quedas allí oculto y sin decir
una sola palabra por mucho que veas. Entonces ella saldrá del sepulcro echando
fuego por los ojos y la boca y, al ver que no estás, maldecirá a su
padre por no haber puesto allí un centinela.
Y le
siguió explicando y al final le dijo:
‑Haz como
te digo y lograrás tu felicidad.
A
regañadientes, el soldado volvió al palacio y ocupó su puesto y, cuando llegó
la hora, lo llevaron, lo metieron en la iglesia donde estaba sepultada la
princesa, echaron la llave por fuera y lo dejaron allí. Y allí se quedó el
pobre soldado, muerto de miedo.
Cuando
vio que faltaba media hora para las doce, subió al altar, se puso detrás del
sagrario y esperó. Y a las doce en punto, como todas las noches, salió la
princesa de la sepultura echando fuego por la boca y por los ojos, como
había dicho el viejo. Salió y empezó a buscar por la iglesia, porque estaba
buscando al centinela, y como no lo encontrara empezó a decir:
‑Maldito
sea mi padre, que me dio promesa de mandar un centinela cada noche y no ha
hecho lo que me prometió.
Y la
princesa siguió recorriendo la iglesia con ayes y lamentos y entonces el
soldado, cuando vio que ella se alejaba, hizo como le había dicho el viejo,
corrió a la sepultura y se tumbó en ella boca abajo. Apenas lo hizo cuando vino
ella y, en cuanto lo vio, empezó a pellizcarle y a pincharle con un alfiler
diciéndole:
‑¡Levanta, levanta, levanta!
El
soldado dejó que dijera esto tres veces y esperó; y entonces ella le gritó
esta vez:
‑¡Levanta si eres cristiano!
Y en
cuanto el soldado escuchó esto, se levantó de un salto, porque así le había
indicado el viejo que lo hiciera. Y apenas se hubo puesto frente a ella, empezó
a disminuir el fuego que traía en los ojos y la boca hasta desaparecer por
completo. Entonces la princesa se abrazó al soldado y le dijo:
‑¡Ay, centinela, que has sido mi
salvación!
Y él le confesó:
‑Pues bien asustado que he
estado yo.
Y le dijo ella:
‑Y no te
hago el daño que hice a los otros pobres centinelas que vinieron antes que tú,
que murieron por no hacer lo que tú has hecho.
Y allí
mismo se sentaron, en uno de los bancos de la iglesia, hablando hasta el
amanecer, en que vinieron a relevar al centinela y se encontraron con que
estaba vivo y la princesa también. Así que fueron corriendo a avisar al rey con
la noticia de tal suceso y éste vino con todas las autorida-des de su reino y
la corte y vieron que era cierto lo que les anunciaron y entonces sacaron a la
pareja del recinto y los llevaron al palacio. Y dijo el rey, tan feliz de
haber recuperado a su hija:
‑En
premio por haber desembrujado a mi hija, te casarás con ella ‑y a ella le
pareció bien y les echaron las bendiciones y luego tuvieron hijos y vivieron
para siempre en el palacio.
003. anonimo (españa)
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