Había una vez cuatro
hermanos. Los tres mayores se dedicaban a cultivar la tierra y el más pequeño
cuidaba de las ovejas. Se llevaban de maravilla unos con otros y no se deseaban
mutuamente más que una existencia gozosa y en paz. De este modo, pasado no
mucho tiempo, se casó el hermano mayor, después el segundo y más tarde el
tercero. Le tocaba el turno al menor, pero éste no mencionaba nunca el asunto
de su boda, aunque los demás no se lo tomaban en cuenta, pensando que se debía
a que le daba vergüenza.
Pero el menor de los
hermanos le daba vueltas en la cabeza a cosas que nadie era capaz de imaginar.
Día a día sacaba las ovejas y las llevaba a pastar a un prado donde crecía una
yerba que llegaba a la rodilla. En mitad de aquel prado había un gran lago y
en el lago habitaba una trenzas, tan
hermosa que no tenía par sobre la faz de la tierra. El muchacho, sin que nadie
lo supiera, se acercaba cada día al lago, se ocultaba tras un arbusto y gozaba
observando a la trenzas, que se bañaba en aquellas aguas y salía a peinarse
sobre los troncos. "Ésta, se decía para sus adentros, será para mí; nunca
aceptaré a ninguna otra”. Y cada vez con mayor intensidad se le fijaba esta
idea en la mente y ni de día ni de noche encontraba sosiego pensando cómo
hacerla suya.
Sus hermanos, viéndole
tan meditabundo, noche tras noche le hacían preguntas, hasta que acabaron por
hartarlo y hacerle hablar.
-Hermanos -les dijo, cada
vez que llevo las ovejas a los pastos, voy a un gran lago para contemplar a una
mujer de tal hermosura que en parte alguna puede encontrársele rival: se baña
y se peina allí, luego sale y se coloca sobre los troncos a tomar el sol; pero
no hay hombre que se le acerque, pues al instante se zambulle en el agua y
desaparece. Poseerla se ha convertido para mí en una obsesión, de modo que o
la consigo o habré de morir sin contraer matrimonio.
-No digas esas cosas -le
interrumpió el hermano mayor; ésa es la trenzas del lago y aunque tuvieras
cuatrocientas bolsas de oro no podrías siquiera tocarla con tus manos, mucho
menos llevártela a casa.
-Pues bien, yo ya tengo
una idea -le replicó a su vez el menor, pero no puedo ponerla en práctica si no
me ayudáis un poco.
-Hermano -le atajaron los
tres a un tiempo, estamos dispuestos a ayudarte en todo lo que nos pidas,
aunque mucho nos tememos que no vamos a conseguir nada. Pero dinos de una vez
lo que has pensado.
-Se me ha ocurrido
-comenzó a contarles el hermano pequeño, colocar a la orilla del lago una blusa
bonita y llamativa, pero con el cuello y las mangas cosidas, un espejo, un
jabón y un peine, y cavar cuatro zanjas para que podamos ocultarnos en ellas
los cuatro. Cuando ella salga a tierra, habrá de ver esos objetos y pensará
que le resultarían de utilidad. Nosotros deberemos estar preparados: cuando intente
vestirse la blusa con las mangas cosidas, saltaremos sobre ella y la
atraparemos.
-Parece bien ideado -le
respondieron sus hermanos, y no tendre-mos descanso hasta dar fin a este
asunto.
A la mañana siguiente, antes
de que acabara de alzarse el sol, cogieron las palas y los picos, junto con la
blusa con las mangas y el cuello cosidos, y se dirigieron hacia el lago. Colocaron
la blusa, el espejo, el jabón y el peine en el lugar donde solía descansar la
trenzas; seguidamente cavaron cuatro zanjas y se apostaron dentro de ellas.
Acabó de amanecer,
relucieron los rayos del sol y comenzaron a calentar las aguas. Poco antes de
mediodía, asomó la cabeza la trenzas y escudriñó todo en derredor por ver si había
alguien. Creyéndose sola salió a continuación a la orilla para peinarse. Sus
ropas eran suaves y delgadas y le caían formando pliegues de los hombros a los
pies. No había alcanzado aún a sentarse cuando su mirada topó con la blusa, el
jabón y el espejo; se acercó, los cogió con la mano uno a uno y volvió a
sumergirse en el agua; se lavó con el jabón y luego volvió a salir a la orilla
para secarse al sol; cogió con una mano el peine y con la otra el espejo y,
después de peinarse y acicalarse, intentó ponerse la blusa. En cuanto los
cuatro hermanos vieron que trataba de sacar la cabeza por el cuello y las manos
por las mangas, se abalanzaron sobre ella y no sin grandes esfuerzos la ataron
y la condujeron a su casa. Pronto la trenzas comprobó que no podía escaparse y
acabó haciendo lo que ellos le pedían. Se despojó de su atuendo y vistió el
propio del lugar; al cabo de algunos días yació con el más pequeño de los
hermanos. Todas las faenas las realizaba sin protestar, pero no salía jamás una
palabra de su boca, con lo que toda la gente de la casa estaba sorprendida
ante este silencio obstinado. Al cabo de un año le dio el Señor un hijo sano y
hermoso, que sólo verlo era una satisfacción; aunque tampoco entonces dijo una
palabra. Su esposo se esforzó por hacerle hablar, pero no hubo modo. Cogió
entonces al hijo y con la espada en la mano le dijo a ella:
-O hablas o mato al niño.
La trenzas, creyendo que
realmente estaba resuelto a matarlo, abrió la boca y dijo:
-¡No mates a mi hijo!
Sintió gran alegría su
marido al oírla hablar, del mismo modo que todos los demás, pero ella continuó
diciendo:
-Si hubiera permanecido
otros cuatro días sin hablar, habrían surgido del lago todos los objetos y
riquezas que guardaba allí cuando vivía en las aguas. Pero ahora, por haberme
obligado a hablar antes de tiempo, habrán de perderse para siempre. Ya nunca
serán vuestros.
-La verdad es que lo
siento -le atajó el marido, pero estando sanos, conseguiremos vivir con lo que
el Señor tenga a bien concedernos.
Los hermanos siempre le habían
tenido miedo y no cesaban un momento de vigilarla, por si intentaba huir. Pero
luego que el Señor le hubiera concedido un hijo, la dejaron en completa
libertad y no volvieron a molestarla. La trenzas advirtió el cambio y un buen
día le preguntó a su marido:
-Señor, ¿dónde dejaste
las vestiduras que llevaba cuando me conociste?
-¿Y eso a qué viene? -le
replicó el esposo.
-¿Para qué las necesitas?
-Para nada -le respondió
ella; simplemente me he acordado de ellas.
Y el marido, creyendo que
nada podía pasar, le mostró el arcón donde se guardaban las mudas y marchó a
ocuparse de sus asuntos.
La trenzas se fijó en el
arcón y al cabo de algún tiempo, tras comprobar que nadie la observaba, sacó
sus vestidos, se los puso, se dirigió hacia el lago, se arrojó en sus aguas y
desapareció para siempre.
Cuando, al anochecer, se
reunieron todos en la casa, enseguida descubrie-ron lo que había sucedido, pero
nada pudieron hacer.
110. anonimo (albania)
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