Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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jueves, 26 de julio de 2012

La trenzas

Había una vez cuatro hermanos. Los tres mayores se dedicaban a cultivar la tierra y el más pequeño cuidaba de las ovejas. Se llevaban de maravilla unos con otros y no se deseaban mutuamente más que una existencia gozosa y en paz. De este modo, pasado no mucho tiempo, se casó el hermano ma­yor, después el segundo y más tarde el tercero. Le tocaba el turno al menor, pero éste no mencionaba nunca el asunto de su boda, aunque los demás no se lo tomaban en cuenta, pensando que se debía a que le daba vergüenza.
Pero el menor de los hermanos le daba vueltas en la cabe­za a cosas que nadie era capaz de imaginar. Día a día sacaba las ovejas y las llevaba a pastar a un prado donde crecía una yerba que llegaba a la rodilla. En mitad de aquel prado ha­bía un gran lago y en el lago habitaba una trenzas, tan her­mosa que no tenía par sobre la faz de la tierra. El muchacho, sin que nadie lo supiera, se acercaba cada día al lago, se ocultaba tras un arbusto y gozaba observando a la trenzas, que se bañaba en aquellas aguas y salía a peinarse sobre los troncos. "Ésta, se decía para sus adentros, será para mí; nunca aceptaré a ninguna otra”. Y cada vez con mayor intensidad se le fijaba esta idea en la mente y ni de día ni de noche encontraba sosiego pensando cómo hacerla suya.
Sus hermanos, viéndole tan meditabundo, noche tras no­che le hacían preguntas, hasta que acabaron por hartarlo y hacerle hablar.
-Hermanos -les dijo, cada vez que llevo las ovejas a los pastos, voy a un gran lago para contemplar a una mujer de tal hermosura que en parte alguna puede encontrársele ri­val: se baña y se peina allí, luego sale y se coloca sobre los troncos a tomar el sol; pero no hay hombre que se le acer­que, pues al instante se zambulle en el agua y desaparece. Poseerla se ha convertido para mí en una obsesión, de mo­do que o la consigo o habré de morir sin contraer matri­monio.
-No digas esas cosas -le interrumpió el hermano mayor; ésa es la trenzas del lago y aunque tuvieras cuatrocientas bolsas de oro no podrías siquiera tocarla con tus manos, mucho menos llevártela a casa.
-Pues bien, yo ya tengo una idea -le replicó a su vez el menor, pero no puedo ponerla en práctica si no me ayu­dáis un poco.
-Hermano -le atajaron los tres a un tiempo, estamos dispuestos a ayudarte en todo lo que nos pidas, aunque mu­cho nos tememos que no vamos a conseguir nada. Pero di­nos de una vez lo que has pensado.
-Se me ha ocurrido -comenzó a contarles el hermano pequeño, colocar a la orilla del lago una blusa bonita y lla­mativa, pero con el cuello y las mangas cosidas, un espejo, un jabón y un peine, y cavar cuatro zanjas para que poda­mos ocultarnos en ellas los cuatro. Cuando ella salga a tie­rra, habrá de ver esos objetos y pensará que le resultarían de utilidad. Nosotros deberemos estar preparados: cuando in­tente vestirse la blusa con las mangas cosidas, saltaremos so­bre ella y la atraparemos.
-Parece bien ideado -le respondieron sus hermanos, y no tendre-mos descanso hasta dar fin a este asunto.
A la mañana siguiente, antes de que acabara de alzarse el sol, cogieron las palas y los picos, junto con la blusa con las mangas y el cuello cosidos, y se dirigieron hacia el lago. Co­locaron la blusa, el espejo, el jabón y el peine en el lugar donde solía descansar la trenzas; seguidamente cavaron cua­tro zanjas y se apostaron dentro de ellas.
Acabó de amanecer, relucieron los rayos del sol y comen­zaron a calentar las aguas. Poco antes de mediodía, asomó la cabeza la trenzas y escudriñó todo en derredor por ver si ha­bía alguien. Creyéndose sola salió a continuación a la orilla para peinarse. Sus ropas eran suaves y delgadas y le caían formando pliegues de los hombros a los pies. No había al­canzado aún a sentarse cuando su mirada topó con la blusa, el jabón y el espejo; se acercó, los cogió con la mano uno a uno y volvió a sumergirse en el agua; se lavó con el jabón y luego volvió a salir a la orilla para secarse al sol; cogió con una mano el peine y con la otra el espejo y, después de pei­narse y acicalarse, intentó ponerse la blusa. En cuanto los cuatro hermanos vieron que trataba de sacar la cabeza por el cuello y las manos por las mangas, se abalanzaron sobre ella y no sin grandes esfuerzos la ataron y la condujeron a su ca­sa. Pronto la trenzas comprobó que no podía escaparse y acabó haciendo lo que ellos le pedían. Se despojó de su atuendo y vistió el propio del lugar; al cabo de algunos días yació con el más pequeño de los hermanos. Todas las faenas las realizaba sin protestar, pero no salía jamás una palabra de su boca, con lo que toda la gente de la casa estaba sor­prendida ante este silencio obstinado. Al cabo de un año le dio el Señor un hijo sano y hermoso, que sólo verlo era una satisfacción; aunque tampoco entonces dijo una palabra. Su esposo se esforzó por hacerle hablar, pero no hubo modo. Cogió entonces al hijo y con la espada en la mano le dijo a ella:
-O hablas o mato al niño.
La trenzas, creyendo que realmente estaba resuelto a ma­tarlo, abrió la boca y dijo:
-¡No mates a mi hijo!
Sintió gran alegría su marido al oírla hablar, del mismo modo que todos los demás, pero ella continuó diciendo:
-Si hubiera permanecido otros cuatro días sin hablar, ha­brían surgido del lago todos los objetos y riquezas que guar­daba allí cuando vivía en las aguas. Pero ahora, por haberme obligado a hablar antes de tiempo, habrán de perderse para siempre. Ya nunca serán vuestros.
-La verdad es que lo siento -le atajó el marido, pero estando sanos, conseguiremos vivir con lo que el Señor ten­ga a bien concedernos.
Los hermanos siempre le habían tenido miedo y no cesa­ban un momento de vigilarla, por si intentaba huir. Pero luego que el Señor le hubiera concedido un hijo, la dejaron en completa libertad y no volvieron a molestarla. La trenzas advirtió el cambio y un buen día le preguntó a su marido:
-Señor, ¿dónde dejaste las vestiduras que llevaba cuando me conociste?
-¿Y eso a qué viene? -le replicó el esposo.
-¿Para qué las necesitas?
-Para nada -le respondió ella; simplemente me he acor­dado de ellas.
Y el marido, creyendo que nada podía pasar, le mostró el arcón donde se guardaban las mudas y marchó a ocuparse de sus asuntos.
La trenzas se fijó en el arcón y al cabo de algún tiempo, tras comprobar que nadie la observaba, sacó sus vestidos, se los puso, se dirigió hacia el lago, se arrojó en sus aguas y de­sapareció para siempre.
Cuando, al anochecer, se reunieron todos en la casa, en­seguida descubrie-ron lo que había sucedido, pero nada pudieron hacer.

110. anonimo (albania)

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