Antiguamente, cuando se
invitaba a alguien a un festín se le solía obsequiar antes con un panecillo. En
cierta ocasión, un hombre decidió invitar a su casa a diez personas; y así le
entregó a su hijo diez panes para que los llevara a cada uno de los diez
invitados. El joven repartió nueve, pero el décimo no pudo entregarlo porque
había olvidado la dirección de su destinatario. Temiendo por ello que su padre
le castigara, no sabía qué hacer. Se dirigió entonces al cementerio, colocó el
pan sobre una de las tumbas y dijo, como si pretendiera hablar con el muerto
allí enterrado:
-Es voluntad de Dios que
esta tarde vayas como invitado a nuestro banquete.
Regresó a su casa y le
dijo a su padre:
-Padre, ya he invitado a
todos. Le he entregado a cada uno su pan.
Cuando todo estuvo
dispuesto, el padre fue recibiendo a sus invitados uno tras otro. Los nueve
primeros se conocían entre ellos y él los reconoció igualmente. Pero el décimo
le era desconocido y nadie parecía conocerlo tampoco. Sin embargo, ninguno de
los allí presentes le interrogó acerca de su identidad. Cuando el banquete hubo
acabado, el forastero se excusó y dijo que debía ausentarse, a lo que el anfitrión
y los demás invitados respondieron deseándole un feliz viaje.
El hombre lo acompañó
hasta la valla del jardín y se despidió de él diciéndole: "Buen
viaje".
Pero a aquello el huésped
contestó:
-Es voluntad de Dios que
vengas como invitado a mi casa mañana por la tarde.
Lleno de asombro, el
dueño de la casa regresó al lugar en que se encontraban el resto de los
invitados, y éstos le preguntaron:
-¿Conocías tú a ese
hombre?
Él les respondió:
-No, no lo conocía; y
además estoy sumido en gran perplejidad, porque me ha invitado a ir a su casa
mañana por la tarde, y no sé cómo se llama ni dónde vive.
Uno de los asistentes, de
edad avanzada, le sugirió:
-Llama a tu hijo y
pregúntale dónde lo encontró y cómo es que le entregó a ese hombre uno de los
diez panes.
El joven se atemorizó
mucho al ser interrogado y se echó a llorar. Pero los invitados de su padre lo
tranquilizaron diciendo:
-No tienes nada que
temer. Dinos tan sólo a quiénes entregaste los panes que debías repartir; eso
es todo.
Entonces el muchacho les
explicó que había invitado a los nueve presentes.
-Pero en cuanto al décimo
-añadió, se me olvidó su dirección. Por temor al castigo no me atrevía a
volver a casa y presentarme ante mi padre sin haber cumplido su encargo, por
eso decidí ir al cementerio y colocar el último pan sobre una tumba, ante la
cual pronuncié estas palabras: Aquí está el pan. Es voluntad de Dios que vayas
esta tarde a nuestro banquete como invitado.
Su padre y los invitados
se dieron cuenta al punto de que el forastero había acudido directamente desde
su tumba. Entonces el padre le dijo al joven:
-Ven conmigo y muéstrame
la tumba donde dejaste el pan.
Y el muchacho hizo lo que
su padre le había ordenado. Al llegar la hora del nuevo banquete, el padre se
presentó ante la tumba, llamó al muerto, abrióse la lápida y él penetró en su
interior. El muerto ya tenía preparados los manjares. Se acomodaron los dos y
el huésped comenzó a observarlo todo a su alrededor. De pronto, en un rincón,
distinguió una comadreja y una gata y, extrañado, le dijo al muerto:
-Todo está muy bien, pero
no comprendo qué hacen ahí esos dos animales.
-La comadreja es mi madre
y la gata es mi mujer -aclaró el muerto.
-Se han convertido en
animales porque en el otro mundo se negaban siempre a recibir huéspedes.
El invitado le dijo
entonces al muerto:
-¿Y no podríamos rogar a
Dios para que vuelvan a tomar la forma que tenían en el mundo de los vivos?
-Sí, es posible -le
explicó el muerto.
-Pero ¿de qué serviría?
Nos estarían importunando continua-mente.
El huésped insistió:
-Pese a todo, mantengo mi
propuesta. Déjame que yo se lo pida a Dios, tú limítate a decir Amén.
Así que acabaron el rezo,
la comadreja y la gata recobraron la apariencia de mujeres e inmediatamente
increparon al muerto:
-¿Qué ha venido a hacer
aquí este viejo? ¿Es que no nos podéis dejar tranquilas ni siquiera aquí?
Ante lo cual, el muerto
se dirigió a su huésped:
-Ya te advertí que no
convenía devolverles su aspecto humano. Ahora seré yo quien ruegue a Dios para
que vuelvan a convertirse nuevamente en animales, tú sólamente dirás Amén.
El invitado se disculpó
entonces diciendo que le permitiera retirarse y regresar a casa, a lo que el
muerto accedió, acompañán-dolo a la salida.
Una vez fuera de la tumba
se encontró con que todo a su alrededor había cambiado: las casas, los caminos,
todo. Se encaminó hacia su antiguo hogar y encontró allí a un joven al cual
preguntó:
-¿Cómo se llama tu padre?
El muchacho respondió:
-Mi padre se llama Ayet.
-¿Y el padre de Ayet,
cómo se llama?
-Se llama Heten.
-¿Y el de Heten?
-Beran.
Y el huésped del muerto
siguió inquiriendo:
-¿Se sabe algo acerca de
Beran?
-Los más ancianos dicen
que hace cien años un muerto le invitó a un festín dentro de su tumba y desde
entonces no ha regresado.
-Yo soy Beran, contestó
él, y no he pasado más que una noche como invitado del muerto.
De esta manera las gentes
vinieron a saber que una noche en el mundo de los muertos equivale a un siglo
en el de los vivos.
110. anonimo (albania)
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