Un hombre al morir dejó a
su mujer encinta. Transcurridos seis meses dio ella a luz un niño y a pesar de
toda su pobreza lo crió hasta que cumplió los quince años. Cuando tuvo uso de
razón el muchacho, preguntó a su madre si no poseía algún objeto que hubiera
pertenecido a su padre, ya que ella le había hablado de que en un tiempo lo
había tenido. La madre le respondió que su esposo le había dejado muchas
cosas, pero que se había visto obligada a venderlas para poder criarlo hasta
aquella edad. A pesar de todo, él continuó insistiendo, pidiéndole alguna cosa,
lo que fuera, con tal de que hubiera pertenecido a su padre. Por fin ella le
dijo:
-Me parece que hay una
cimitarra guardada desde hace mucho tiempo en el desván de la casa.
El muchacho le pidió que
lo alzara en brazos para poder alcanzarla y finalmente la cogió. Llevaba largo
tiempo sin limpiar y estaba cubierta de óxido, pero él la pulió hasta dejarla
reluciente y se la colgó en bandolera. Después le dijo a su madre:
-Madre, quiero marchar a
tierras extranjeras.
La madre se echó a llorar
desconsolada, rogándole que no se fuera, hasta que acabó por decirle:
-Córtame el cuello con el
legado de tu padre, después vete, hijo mío.
Pero el muchacho le
respondió:
-¿Qué hijo ha degollado
nunca a su madre? Yo te ruego que no reniegues de mí, ni que se te rompa el
corazón por mi marcha, sino que me bendigas y me continúes queriendo, pues,
Dios mediante, no tardaré mucho en regresar.
Tras pronunciar estas
palabras decidió cambiarse el nombre y se puso Cimitarra, cogió el arma que le
dejara su padre y grabó su nuevo nombre en ella. Finalmente echó los brazos al
cuello de su madre para besarla, pues debían despedirse, mas no lograron
separarse durante un largo rato a causa del llanto y la emoción. Cuando al fin
se separaron, besó el muchacho la cimitarra y saliendo de la casa le dijo a su
madre:
-Queda con salud y por
favor no pienses mal de mí, dentro de unos seis meses estaré de vuelta.
Cuando se hubo alejado
cinco o seis horas de la aldea, el muchacho llegó a un monte desolado y se
detuvo en un calvero, extrajo la cimitarra, la besó y volvió a guardarla en su
funda. No había transcurrido media hora cuando se encontró con un muchacho de
su misma edad que le dijo:
-Buen día, amigo.
También él le respondió:
-Bien hallado, hermano.
Le preguntó el otro
después:
-¿De dónde vienes y
adónde te diriges?
-He salido en busca de
fortuna.
-Lo mismo que yo -le
respondió.
-Si quieres podemos
hacernos hermanos y buscarla juntos.
El joven le echó los
brazos al cuello, lo besó y le preguntó por su nombre. El otro dijo que se
llamaba Estrella. El le dijo también el suyo: Cimitarra.
Partieron pues los dos y
continuaron caminando hasta que los sorprendió la noche. Se detuvieron en un
lugar y, luego de conversar durante un rato, se echaron a dormir sin haber
comido ni bebido. A la mañana siguiente se pusieron de nuevo en camino y, media
hora más tarde, se toparon con otro muchacho de su misma edad y le dijeron:
-Buen camino, aldeano.
Él les respondió.
-Bueno lo tengáis,
hermanos míos.
A lo que ellos le
preguntaron:
-¿De qué nos tienes por
hermanos?
Y el otro les respondió:
-No lo erais, pero de
ahora en adelante lo seréis.
-Ya que tú nos tienes por
hermanos -le dijeron ellos, también nosotros te tomaremos por tal.
Le preguntaron su nombre
y les dijo que le llamaban Mar. Le dijeron ellos los suyos y se abrazaron los
tres y se besaron como tres verdaderos hermanos. Hicieron promesa de que,
comoquiera que les fueran las cosas, habrían de morir juntos.
De este modo, pues,
emprendieron el camino los tres y andando llegaron a las puertas de una ciudad
en la que había un rey, el cual por aquellos días había hecho cavar una gran
zanja y había hecho correr la voz de que a quien saltara aquella zanja le
entregaría a su hija por esposa, y a quien no lo consiguiera le cortaría la
cabeza. Muchos lo intentaron con la esperanza de poder salvar el foso, pero
cayeron dentro y acto seguido les enviaron al verdugo, el cual les cortó la
cabeza a todos. En aquel preciso momento llegaron los tres amigos y, al ver
tanta gente y tanto tumulto, se dijeron:
-Acerquémonos y veamos
qué es lo que pasa allí.
Luego de acercarse y
escuchar en qué consistía el asunto de la zanja que había que saltar, lo
meditaron los tres juntos diciéndose: "Atrevámonos a saltar esa zanja, tal
vez lo consigamos. Y si no la superamos: sea, moriremos también nosotros".
Mar dijo que era muy ancha y que no la iban a poder saltar. Cimitarra cogió una
piedra del suelo, se la entregó a Mar y le dijo que la arrojara al otro lado
del foso; cuando lo hizo le preguntó:
-¿Era muy pesada la
piedra?
Mar le respondió que no
más de cinco dërhemë [1].
-Igual de pesados seremos
nosotros al saltar -dijo Cimitarra.
Y sin esperar a más, se
colocó entre los dos, Estrella y Mar, los agarró bien con ambos brazos y se
lanzó con ellos al otro lado con gran ligereza, tanto que toda aquella multitud
que se había congre-gado quedó maravillada al verlos saltar. El rey, por su
parte, impre-sionado también, ordenó al instante que los recogieran en carroza,
los condujeran a palacio y los llevaran a su presencia. Una vez ante él les
preguntó:
-¿Cuál de vosotros tomará
a mi hija por esposa?
Cimitarra respondió que
la tomaría Estrella. El rey dio orden entonces de que se preparan los
esponsales. A continuación preguntó a Cimitarra y a Mar qué recompensa deseaban,
pues él le daría pronto cumplimiento. Cimitarra respondió que se la diera a
Mar, pues él no quería nada para sí.
Unos días después de la boda,
Cimitarra pidió licencia a Estrella y a Mar para marcharse. Pero ellos le
replicaron con aflicción:
-¿Tan frágil es nuestra
hermandad, que te pide el corazón ausen-tarte y dejarnos a nosotros aquí?
Cimitarra les respondió
que su hermandad era imperecedera:
-Aquí tenéis, os dejo
esta prenda en vuestra puerta, si veis que empieza a gotear sangre, deberéis
salir de inmediato en mi busca hasta encontrarme, porque eso significará que
estoy atravesando días negros.
-Se abrazó pues con ellos
y partió.
Tras hacer, ahora en
solitario, tres o cuatro días de camino, llegó a cierto lugar donde el camino
se separaba en siete direcciones. Había allí una torre en la que vivía una
anciana, a quien Cimitarra preguntó adónde conducían aquellos caminos y
después de enterarse eligió el camino de la Bella de la Tierra. Entonces
la anciana le dijo:
-No hagas eso, hijo,
perderás la cabeza y tu juventud inútilmente, por ese camino se han internado
reyes con enormes ejércitos y no han conseguido llegar al lugar donde pretendes
ir tú, sin ayuda de nadie.
A continuación Cimitarra
escribió unos mensajes en el muro de la torre y le encomendó a la anciana que
si llegaban dos valientes preguntando por él, les mostrara aquellos escritos y
el camino que había tomado.
Continuó avanzando y poco
más allá se encontró en mitad del camino a los seis cachorros de la kuçedru,
que enseguida lo atacaron pretendiendo devorarlo, pero él desenvainó la cimitarra
y los degolló a todos. Siguió adelante, divisó el palacio de la Bella de la Tierra y según avanzaba en
dirección a él encontró un manantial junto al camino y se detuvo un instante
junto a él. Lo vio la Bella
de la Tierra y
le dijo a la kuçedra:
-Se acerca un joven
valiente vestido con ropas blancas.
Y ella le respondió:
-Pues mira desde la
ventana cómo bebe agua del manantial. ¿Con la mano o arrodillándose?
El joven se hincó de
rodillas, colocó la cabeza bajo el caño y bebió. Entonces le dijo la kuçedra a
la Bella :
-Ese hombre me hace
temblar.
En el exterior del
palacio había un manzano que tenía muchas ramas y frutos. Cuando Cimitarra se
acercó a él, ella lo observaba por ver si saltaba para coger la manzana más
grande. El muchacho saltó y cogió la manzana con los dientes, no con la mano.
En cuanto esto vio la kuçedra exclamó:
-¡Oh, de este hombre no
tengo escapatoria!
Llegó él a la puerta del
palacio, penetró directamente en el interior y les dijo:
-¡Buen día tengáis!
Pero la kuçedra le
respondió con resentimiento:
-¿Cómo te has atrevido a
venir aquí?
A lo que él replicó
burlonamente:
-De igual modo que te has
atrevido tú.
Ella enrojeció de cólera
y ya se preparaba para arrojarse sobre Cimitarra, pero él logró desenvainar
rápidamente su arma, se lanzó sobre ella y la partió en dos. De este modo hizo
suya a la Bella
de la Tierra.
Transcurridas algunas semanas, llegó a oídos de los reyes
que un valiente había matado a la kuçedra y tomado a la Bella por esposa, y al punto
se pusieron todos en marcha y en un instante llegaron a la encrucijada de los
siete caminos. Le preguntaron a la anciana:
-¿Quién ha pasado por
aquí en dirección a la Bella
de la Tierra ?
Y ella les dijo:
-Un jovencito de
dieciséis años.
Tras deliberar acerca de
la situación, decidieron atacarlo y partie-ron a todo correr sobre él. Le
combatieron durante veinticuatro días, mas no consiguieron el menor resultado y
hubieron de regresar de vacío. En el camino de vuelta, derrotados, acudieron
de nuevo a casa de la anciana y le encargaron que acudiera a visitar a la Bella y averiguara de qué
medios se había valido para tomarla aquel muchacho. La Bella de la Tierra le dijo a la vieja:
-Nada más llegar, entró
lleno de resolución, mató a la kuçedra con gran facilidad y me hizo suya.
La vieja le dijo entonces
que le preguntara ella misma al mucha-cho en qué se fundaba todo su valor. Al
cabo de unos días, la Bella
le preguntó a Cimitarra:
-¿En qué se basa toda esa
valentía de que haces gala?
Y él, infeliz, por el
amor que le tenía, le refirió que todo su valor se debía a su cimitarra y que
si alguien se la arrebataba, quedaría completamente indefenso y perdido. De
este modo fue como, en poco tiempo, la vieja encontró el medio de jugársela al
muchacho, le robó la cimitarra y la arrojó al mar.
Desde el mismo instante
en que arrojaron su talismán al mar, Cimitarra cayó en gran postración,
quedando al borde de la muerte. La vieja regresó a su torre satisfecha y les
dio la noticia a los reyes de que quien quisiera apoderarse de la Bella de la Tierra sin necesi-dad de
ejército ni de combatir, podía acudir, pues había llegado su día. De este modo
los reyes, en cuanto se enteraron, emprendieron la marcha contra Cimitarra.
Pero antes de que la vieja pudiera informarles, los hermanos del muchacho
habían visto su prenda goteando sangre y habían partido a todo correr en busca
de su compañero. Y así, Estrella y Mar llegaron junto a Cimitarra mucho antes
que los reyes y le preguntaron a la
Bella de la
Tierra.
-¿Dónde está la cimitarra
de nuestro hermano?
Ella les dijo que se la
habían quitado y la habían tirado al mar. Así que Mar se puso en acción al
momento, se arrojó al mar, encontró la cimitarra y se la restituyó a su
hermano, el cual, en cuanto la preciosa arma estuvo junto a él, se restregó
los ojos y dijo:
-¡Ah! He dormido
demasiado.
Pero al ver a sus
hermanos junto a él comprendió que había sido víctima de algún mal.
En éstas llegaron también
los reyes con intención de atacarlos, y lo hicieron con hombría pero, como
Cimitarra estaba ya repuesto, fueron derrotados nuevamente y hubieron de
retirarse desbaratados. Después de haber triunfado también de esta batalla,
Cimitarra cogió a la Bella
de la Tierra
con todas sus pertenencias y partió rumbo a su tierra, en dirección a la casa
de su madre, en compañía de sus dos hermanos. Emprendieron pues la marcha y al
llegar a la encrucijada de los siete caminos, se detuvo para obsequiar a la
vieja con grandes regalos, diciéndole:
-Te gratifiqué por el
bien que me hiciste y arrojaste mi cimitarra al mar. Ahora ten la bondad de
enviarles recado a esos reyes que vinieron a combatirme de que yo, el que se
apoderó de la Bella
de la Tierra ,
abandona estas tierras y se dirige a su país. Si lo desean y sienten nostalgia
de mí, pueden acudir de nuevo a combatirme, yo los espero con mil amores.
-Y finalmente le dijo a
la vieja:
-Gracias y queda con
salud.
Y se separaron.
En el camino de regreso
se detuvieron a ver al rey, el suegro de Estrella, y le pidieron su
consentimiento para marchar a su tierra, llevando a su hija con ellos. Pero el
rey les respondió.
-Vosotros dos podéis ir
donde queráis, pero mi yerno y mi hija se quedarán aquí conmigo.
Cimitarra le respondió
que si ellos eran de la misma opinión, podían quedarse allí, pero Mar y él
debían partir. Entonces Estrella replicó ante las mismas narices del rey:
-Por nada del mundo, ni
siquiera por la hija del rey, me separaré yo de vosotros, hermanos.
Terció una vez más el rey
diciendo:
-Lo quieras o no, habrás
de separarte.
Ante lo cual Cimitarra le
replicó al rey:
-¿Qué significa ese
"lo quieras o no"? ¿A nuestro hermano Estrella lo vas a obligar a quedarse
aquí contra su voluntad? No ha nacido aún la persona que consiga retener a
ninguno de los tres por la fuerza.
Acto seguido el rey le
ordenó a su chambelán:
-Coge a estos hombres y
enciérralos en una mazmorra.
Se anticipó luego
Cimitarra diciéndole al rey:
-Manda decir a tu hija
que venga y veamos qué es lo que decide ella.
Y el rey lo ordenó y le
llevaron a su hija. Entonces le dijo Cimitarra a Estrella:
-Coge con un brazo a tu
esposa y con el otro a Mar y marchad, no sin antes desearle salud al rey.
Al escuchar estas
palabras el rey quedó boquiabierto. Llamó enseguida al jefe de la guardia y le
encomendó que en cada puerta no hubiera menos de cuatro centinelas. Estrella se
puso en pie, se irguió en mitad de la estancia y le dijo al rey:
-Te doy las gracias,
suegro mío, queda con salud.
Y se arrojó por la
ventana con su mujer y con Mar, y se fueron los tres. Quedó solo Cimitarra. El
rey, al ver aquello, se abalanzó sobre la ventana por averiguar si se habían
descalabrado al tirarse desde tanta altura y, cuando comprobó que no habían
sufrido daño, se encolerizó no sabiendo qué partido tomar. A continuación
ordenó que mataran a Cimitarra. Pero éste le increpó del modo siguiente:
-¿Y por qué vas a matarme
a mí?
-Porque tú eres la causa
de que se haya ido mi hija.
Cimitarra le dijo:
-Pues intenta hacerme
volver atrás.
A continuación se
levantó, cogió a la Bella
de la Tierra
para marcharse y cuando los centinelas quisieron impedir que saliera, sacó la
cimitarra y les dio muerte a los cuatro. Marchó entonces y poco después alcanzó
a sus hermanos.
Luego de presenciar todo
esto el rey, incluso cómo habían matado a sus guardias, ordenó que se reuniera
a toda prisa el ejército y saliera en persecución de los fugitivos, con la
advertencia de que, si no lograban reducirlos con vida, los atacaran y los
mataran. Cuando cayeron en la cuenta de que les perseguía el ejército, los tres
hermanos se detuvieron y esperaron a que se acercara. Las tropas les mandaron
poco después un emisario que les dijo:
-O regresáis de buen
grado junto al rey o se os echará encima todo el ejército y os destrozará.
Y ellos respondieron:
-Vosotros haced lo que os
haya ordenado vuestro señor, pues nosotros no tenemos intención de volver.
Regresó el emisario junto
a las tropas y les comunicó que se negaban a regresar voluntariamente.
Instantes después se les
vino encima el ejército y ellos lo espera-ron a pie firme. Pero al ver todo
aquel enjambre que corría hacia ellos, se adelantó Cimitarra y les gritó:
-Detened un momento la
batalla. ¿Qué es lo que pretendéis vosotros? ¿Qué imagináis? ¿Acaso lo que
deseáis es que os deje tendidos aquí mismo a todos? Regresad os digo.
Y ellos, aunque estas
palabras les hicieron fuerte mella, no se amedrentaron, sino que volvieron a
acometerlos. En vista de la situación, Cimitarra les dijo entonces a sus hermanos:
-Coged vosotros a las
mujeres y marchad delante.
Y una vez solo,
desenvainó su preciado talismán y se lanzó contra sus atacantes y dio muerte a
setecientos, incluyendo al principal de ellos. El infortunado ejército,
derrotado y desbaratado en aquel día aciago, tras ver que había caído su jefe,
huyó a la desbandada sin esperar a que lo sustituyera un segundo. De este modo
Cimitarra pudo reemprender su camino y alcanzó a sus hermanos en el lugar donde
le esperaban.
Ya todos juntos, echaron
nuevamente a andar y al cabo de tres días llegaron a la casa de Cimitarra. Al
saludar a la madre de éste, le dijeron:
-¡Bien hallada seas,
madre nuestra!
Y ella con gran sorpresa
les respondió:
-¿Quiénes sois vosotros
para llamarme madre?
Y ellos le replicaron:
-Así nos lo ha
encomendado tu hijo, quien puede que venga también uno de estos días. Hemos
apostado con él que no lo recono-cerás cuando llegue.
A lo que ella les
respondió:
-Reconocería a mi hijo
aunque viniera entre quinientos.
Y al decir estas palabras
se apoderó de ella la congoja y se echó a llorar. Le preguntó entonces
Estrella:
-De entre nosotros tres
¿quién es tu hijo?
Ella les observó mejor y
cuando se hubo repuesto consiguió distinguir a su hijo y lo reconoció. Cayó de
rodillas ante él, sin poder contener el llanto. Se arrojó después en brazos
del muchacho y lo besó con gran pasión, y besó también a los demás, y también
a sus mujeres.
Pasado algún tiempo, una
vez que se hubieron establecido en el lugar, les dijo Cimitarra a sus dos
amigos:
-¿Somos tres hermanos, o
sólamente dos?
Estrella respondió:
-Somos tres.
-Y si somos tres, ¿por
qué no tenemos más que dos mujeres?
Terció Mar diciendo:
-Qué más da, no tiene
importancia.
Entonces dijo Cimitarra:
-Pues a ti te haremos rey
de todo nuestro país.
Y le hicieron rey y reinó
durante toda su vida. Y mientras vivieron fueron los tres por siempre hermanos
del alma.
110. anonimo (albania)
[1] Antigua unidad de medida turca, equivalente a la cuadricentésima parte
de un oke, que a su vez equivale a un
kilogramo y medio aproximadamente.
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