Había una vez un muchacho
muy pobre, que no tenía ni con qué alimentarse ni con qué vestirse. Cavila que
cavila, resolvió un día salir en busca y de trabajo. Caminó de aldea en aldea
hasta llegar ante la puerta de un hombre rico y se contrató de bracero con él
por tres años, a cien monedas al año. Al cabo de los tres años, pidió la cuenta
y quiso marcharse.
-Quédate otros tres años
-le dijo el señor y te aumentaré el jornal. Has hecho el trabajo a plena
satisfacción y todos los braceros de la casa te tienen aprecio.
Acabó dejándose convencer
y se quedó otros tres años más, después de haber acordado un jornal de ciento
cincuenta monedas al año.
Transcurridos aquellos
tres años, pidió la cuenta y se fue. El señor volvió a rogarle, pero él no
aceptó quedarse. Abandonó aquella casa y vagabundeó de lugar en lugar hasta
que se le agotó todo el dinero; más tarde empezó a vivir de mala manera,
robando y haciendo fechorías, de modo que todo el mundo llegó a temerlo.
Pasados varios años
viviendo de esta forma, sucedió que un día se encontraba a la orilla de un río.
Al otro lado había dos personas que querían atravesarlo, pero como la corriente
era muy fuerte, parecían tener miedo. Al verlos, el muchacho pensó para sus
adentros: "Hasta el día de hoy he estado siempre obrando mal. ¿Y si
hiciera una buena acción?" Sin pensarlo más, se remangó los pantalones,
atravesó el río y les dijo a los dos hombres.
-Si tenéis necesidad de
cruzar, yo mismo puedo llevaros a cuestas.
-Agradecidos. Muy
agradecidos- le replicó uno de ellos.
-No habremos de dejarte sin recompensa.
Primero pasó sobre sus
hombros al más joven, después al más viejo. El joven era el mismo Cristo y el
viejo San Pedro. Mientras atravesaban la corriente, San Pedro le dijo al caminante:
-Debes saber que el que
has cargado antes que a mí es el mismo Jesucristo. El habrá de recompensarte
generosamente. Si te pregunta: ¿Qué es lo que quieres de mí?, no seas loco y
pídele por tu alma.
-¡Está bien, está bien!
-le respondió el caminante, para no contrariarlo.
Nada más salir del río,
Cristo se aproximó al caminante y le dijo:
-La buena acción que has
realizado hoy me ha llegado al corazón. Pídeme lo que desees y te será
concedido.
-No he hecho nada tan
importante como para que me recom-penses -le respondió el caminante.
-Para mí -le dijo Cristo,
ha sido algo muy importante. Pide lo que desees.
-¡Ruégale por tu alma,
hombre! -le dijo San Pedro en voz baja cogiéndole del codo.
-¡Ruégale por tu alma!
-¡Qué alma! -le replicó a
San Pedro el caminante.
-Yo no quiero nada para
mí. Pero ya que os empeñáis, dadme un saco.
-Dale un saco -le dijo
Cristo a San Pedro.
Y San Pedro se descolgó
el saco que llevaba sobre los hombros y se lo entregó al caminante diciendo:
-Llévate este saco y todo
lo que desees meter dentro habrá de entrar sin remedio.
Les quedó agradecido el
caminante y partió con el saco al hombro. Camina que camina le sorprendió la
noche en el campo. Vio allí cerca una casa. "Con tal de no dormir al
raso..., se dijo. Voy a ver si puedo entrar en aquella casa."
Se acercó y llamó a la
puerta.
-¿Quién es? -preguntó
desde el interior una voz.
-Un caminante -respondió.
-Me ha sorprendido la noche
en el camino, acójame por misericor-dia.
-Es mejor que no entres aquí,
amigo -le dijeron desde el interior, -porque dentro de poco vendrá el diablo y
nos apalearía a los dos uno después del otro.
El diablo entraba cada
noche en aquella casa y daba una paliza a grandes y pequeños; no les dejaba un
momento de sosiego, de modo que toda la gente de la casa estaba presa del
miedo.
-Basta con que a vosotros
no os moleste mi compañíales respondió el caminante.
-En cuanto a lo demás, lo
que os suceda a vosotros, bien estará que lo comparta yo también.
Le abrieron la puerta, lo
recibieron y lo honraron, cuando he aquí que no había pasado más que un rato y
llamaron a la puerta como si tiraran piedras o dieran fuertes patadas. Todos se
asustaron: los niños se echaron a llorar, las mujeres a gritar y todos
corrieron a ocultarse en los rincones de la estancia, imaginando quien podía
ser a aquellas horas.
El diablo golpeó la
puerta aún más terriblemente y finalmente la arrancó y la derribó al suelo.
Penetró en el interior, agarró del brazo al dueño de la casa y se puso a
golpearlo. Al verlo el caminante, cogió el saco y le dijo al diablo:
-Camina y métete aquí
dentro.
Ante aquellas palabras el
diablo se vio asaltado por unos violentos temblores y acto seguido se metió
dentro del saco. El caminante cerró bien la boca y a continuación comenzó a
golpearlo con todas sus fuerzas con una estaca llena de nudos.
-¡Te lo ruego por tu
vida, perdóname! -gritaba el diablo.
-¡Te lo imploro, no me
pegues más!
-¿Vas a volver por esta
casa? -le preguntó el caminante.
Juró y perjuró el diablo
que no volvería más.
Luego de haberle sacudido
bien, lo sacó del saco y lo dejó ir y a partir aquel día no volvió a aparecer
por los contornos.
La gente de la casa
cubrió de agradecimientos al caminante y le rogó que se quedara para siempre
con ellos. Pero él no les prestó oídos y partió, regresó a su vida anterior de
maldades y fechorías. Pasaron los años y acabó envejeciendo. Sólo entonces
volvió a acordarse de su alma.
-¡Desdichado de mí,
infeliz! -se decía.
-¡He desperdiciado mi
vida entera sin realizar una buena acción!
Se echó el saco al hombro
y se lanzó a vagabundear de un lado a otro. Junto a una señal del camino se
encontró con un viejo. Resulta que era su ora, pero él no la reconoció.
-¿Sabes -le preguntó el
caminante, cuál es la senda que conduce al paraíso?
-Saberlo, lo sé bien -le
respondió el viejo, pero es un largo camino y tú no conseguirías recorrerlo, te
cansarías antes de llegar al final.
-No temas -le replicó el
caminante, para andar estoy bien dispuesto, basta con que me digas por dónde debo
continuar.
-Si las cosas son de ese
modo -le dijo el viejo, el camino sigue por ahí.
Y le señaló con la mano
hacia un valle.
Le dio las gracias el
caminante y luego de haber recorrido un largo trecho, llegó ante una puerta
enorme. Era la entrada del paraíso. Llamó a la puerta y salió a abrirle San
Pedro, quien al punto lo reconoció y le dijo:
-¿A qué vienes tú aquí a
estas alturas? ¿No te dije entonces que te iría mejor sin pensabas en tu alma?
Ahora no tienes sitio aquí. Ve a llamar a cualquier otra puerta, tal vez en
alguna te permitan entrar.
Siguió andando el
caminante y llegó ante otra puerta que se encontraba allí cerca. Era la del
infierno. En cuanto lo vieron, los diablos se pusieron a gritar todos a coro:
"¡Ha llegado otro, ha llegado otro más!"
Y salieron a recibirlo.
Oyó el escándalo el mayor
de los diablos y preguntó a los demás:
-¿Qué ocurre, qué ha
pasado?
-Ha llegado otro -le
respondieron.
Salió el demonio mayor y
en cuanto vio al caminante lo reconoció como el que lo había metido antaño en
el saco. De modo que les dijo a sus compañeros:
-Cerradle la puerta, ese
nos mete en el saco y una vez dentro no hay escapatoria.
Le cerraron, pues, la
puerta al caminante, dejándolo fuera.
-¿Adónde voy a ir ahora?
¿Adónde podría dirigirme? -se decía el caminante y acabó resolviendo:
-Volveré otra vez a la
puerta del paraíso.
Llamó nuevamente a la
puerta del paraíso y salió San Pedro.
-¿No te he dicho ya que
tú no tienes sitio aquí? -le dijo nada más verlo.
-Tampoco allí -le
respondió el caminante.
-No me dejaron entrar
donde me dijiste que fuera.
-No hay nada que yo pueda
hacer -le replicó secamente San Pedro.
-Aquí no hay sitio para
ti. Haberlo pensado antes.
-Aquí no, allí tampoco:
en alguna parte tendrán que dejarme entrar -insistió enfadado el caminante.
-¡Ábreme la puerta y no
me fastidies más!
-No, no te la abriré.
-O me la abres o te meto
en el saco -le advirtió.
Temiendo San Pedro que lo
obligara a entrar en el saco, le abrió la puerta y de este modo salvó el
caminante su alma.
110. anonimo (albania)
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