Erase una vez un rey que
tenía un hijo y una hija. El hijo era un joven bueno y valiente, fuerte y de
gran corazón; la hija era muy hermosa, alta y delgada como una vara de plata.
Un buen día iba caminando
el rey y se encontró a una viejecita de las que conocen el destino de las personas
y ésta le dijo que su hija habría de ser madre sin haberse desposado y antes de
llegar a los veinte años. Una vez se hubiera cumplido este destino, se
convertiría en una gran señora y reina feliz.
El rey, tratando de
proteger el honor de su casa, ordenó que levantaran una torre sin ventanas en
un paraje desierto y allí encerró a la muchacha hasta que cumpliera los veinte
años.
Dentro de la torre,
rodeada de oscuridad, la infeliz muchacha sentía deseos de morir.
Al cabo de una semana
envió a decir a su padre que tenía deseos de comer una pierna de buey, ante lo
que el rey dio orden de que se la llevaran cuanto antes.
La muchacha comió la
carne y con el hueso, raspa que raspa, consiguió hacer un orificio en un muro,
lo bastante grande como para que penetraran a través de él los rayos del sol.
Sucedió que, con la
tibieza y la luz del sol, la joven quedó en cinta y cuando se cumplió el plazo
debido tuvo una pequeña cuya belleza resulta difícil describir.
¿Qué podía hacer la
infeliz? ¿Cómo ocultar a su hijita? Llorando desconsolada, la besó, la apretó
contra su pecho con gran cariño, y al acercarse el verano la arrojó fuera y se
escondió.
La pequeña fue a caer
sobre un seto de hierba y flores, donde la encontró el hijo de otro rey, que se
encontraba casualmente por los alrededores, persiguiendo a una cabra montés.
El joven la cogió, la
llevó a su propia casa e hizo saber a todos que aquel que lo deseara podía
acudir a ver a la pequeña abandonada antes de que la hiciera matar, pues él
no podía mantener y alimentar a una hija del mundo.
Alentaba él la esperanza
de que, de este modo, la madre de la criatura acudiría a verla y, aunque no lo
quisiera, acabaría por descubrirse.
Precisamente aquellos
días sacaron de la torre a la hija del rey, que había cumplido ya los veinte
años.
El padre, al verla con el
rostro tan pálido y tan desmejorada, dijo para sí:
-¡Desdichada hija mía!
¡Cómo se ha marchitado tanto tiempo encerrada en la oscuridad!
Llamó entonces a su hijo
y le dijo:
-La predicción de la
vieja ha resultado no ser cierta; pero tu hermana está casi irreconocible. Temo
por su salud. ¿Sabes lo que te digo? Cógela y llévala contigo durante algún
tiempo a pasear aquí y allá, de modo que se distraiga y renazca la salud de
que gozaba antaño.
Así lo hicieron, mas no
había modo de que la muchacha mejorara. La realidad era que no cesaba de pensar
en su pobre pequeña. ¿Qué habría sido de ella? ¡Quién podía saberlo!
Estaba taciturna durante
todo el día y se pasaba las noches llorando.
En una ocasión, su
hermano la llevó a la gran ciudad del reino vecino, donde fueron ambos
recibidos con grandes honores y alegría por parte del soberano del país y todos
sus súbditos.
Allí supieron del suceso
acaecido con la pequeña que el hijo del rey había encontrado, y los dos
quisieron verla.
La joven, después de
observarla bien, la reconoció sin lugar a dudas. ¡Era su propia hijita!
¡Aquellos eran los hermosos ojos que le habían alegrado y desgarrado el corazón
en el interior de la torre! ¡Aquellos eran los bellos labios, rojos como los
pétalos de una rosa, que ella había besado con tanto amor! ¡Aquellos eran
también los dorados cabellos que había acariciado con su mano temblorosa!
La pequeña, como si también
la hubiera reconocido, le tendió las manos. ¿Cómo iba a poder contenerse la
infortunada madre?
Se arrojó sobre la cuna y
comenzó a besar a la criatura con ardiente pasión. Lloraba entre los besos, con
la niñita en los brazos y por fin se derrumbó exclamando:
-¡Hijita mía! ¡Corazón
mío!
Quedaron boquiabiertos
todos los presentes y con los ojos llenos de lágrimas.
Pero enseguida su hermano
se abalanzó como un demente sobre ella y a punto estaba de degollarla cuando
su amigo lo contuvo diciéndole:
-Antes de nada, deja que
sepamos cómo ocurrieron las cosas, después serás dueño de hacer lo que quieras.
Ella, entre sollozos,
refirió todo cuanto había sucedido, y lo hizo con tal pasión y sentimiento que
todos supieron al punto que estaba diciendo la verdad.
Cuando la muchacha se
hubo sosegado, el hijo del rey comenzó a cantar:
La amada por el sol
por esposo ha de tener
al hijo de un rey,
pues reina ella ha de ser.
De este modo la pidió por
esposa y pronto se celebraron las bodas en medio del regocijo general.
Ellos están allá, aquí
continuamos nos.
110. anonimo (albania)
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